jueves, 19 de febrero de 2009

LA LLORONA


Consumada la Conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los vecinos de la ciudad de México que se recogían en sus casas a la hora de la queda, tocada por las campanas de la primera Catedral; a media noche y principalmente cuando había luna, despertaban espantados al oír en la calle, tristes y prolongadísimos gemidos, lanzados por una mujer a quien afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo dolor físico.
Las primeras noches, los vecinos se contentaban con persignarse o santiguarse, que aquellos lúgubres gemidos eran, según ellos, de ánima del otro mundo; pero fueron tantos y repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y despreocupados, quisieron cerciorarse con sus propios ojos que era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir por las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las oscuras noches o en aquellas en que la luz pálida y transparente de la luna caía como un manto vaporoso sobre las altas torres, los techos y tejados y las calles, lanzaba aquellos agudos Y tristísimos gemidos.

Vestía la mujer traje blanquísimo, y blanco y espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad dormida, cada noche distintas, aunque sin faltar una sola, a la Plaza Mayor, donde vuelto el velado rostro hacia el Oriente, hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento; puesta de pie, continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo, al llegar a orillas del salobre lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía.

§ "La hora avanzada de la noche - dice el Dr. José María Marroquí - el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaban un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, que habían sido espanto de la misma muerte, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer en llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de Llorona"

Tal es en pocas palabras la genuina tradición popular que durante más de tres centurias quedó grabada en la memoria de los habitantes de la ciudad de México y que ha ido borrándose a medida que la sencillez de nuestras costumbres y el candor de la mujer mexicana han ido perdiéndose.

Pero olvidada o casi desaparecida, la conseja de la Llorona es antiquísima y se generalizó en muchos lugares de nuestro país, transformada o asociándola a crímenes pasionales, y aquella vagadora y blanca sombra de mujer, parecía gozar del don de ubicuidad, pues recorría caminos, penetraba por las aldeas, pueblos y ciudades, se hundía en las aguas de los lagos, vadeaba ríos, subía a las cimas en donde se encontraban cruces, para llorar al pie de ellas o se desvanecía al entrar en las grutas o al acercarse a las tapias de un cementerio.

La tradición de la Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicanos, Sahagún en su Historia (libro 1o., Cap. IV), habla de la diosa Cihuacotl, la cual "aparecía muchas veces como una señora compuesta con unos atavíos como se usan en palacio: decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire... Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente".

El mismo Sahagún (Lib. XI), refiere que entre muchos augurios o señales con que se anunció la Conquista de los españoles, el sexto pronóstico fue: "que de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer que angustiada y con lloro decía: ¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra destrucción! Y otras veces decía: ¡Oh, hijos míos!, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?"

La tradición es, por consiguiente, remotísima; persistía a la llegada de los Castellanos conquistadores y tomada ya la ciudad azteca por ellos y muerta años después doña Marina, o sea la Malinche, contaban que ésta era la Llorona”, la cual venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sojuzgasen.

"La Llorona - cuenta Don José María Roa Bárcena -, era a veces una joven enamorada, que había muerto en vísperas de casarse y traía al novio la corona de rosas blancas que no llegó a ceñirse; era otras veces la viuda que venía a llorar a sus tiernos huérfanos; ya la esposa muerta en ausencia del marido a quien venía a traer el ósculo de despedida que no pudo darle en su agonía; ya la desgraciada mujer, vilmente asesinada por el celoso cónyuge, que se aparecía para lamentar su fin y protestar su inocencia"

Poco a poco, al través de los tiempos la vieja tradición de la Llorona ha ido, como decíamos, borrándose del recuerdo popular. Solo queda memoria de ella en los fastos mitológicos de los aztecas, en las páginas de antiguas crónicas, en los pueblecillos lejanos, o en los labios de las viejas abuelitas, que intentan asustar a sus inocentes nietezuelos, diciéndoles:
§ Ahí viene la Llorona!"

Pero la Lloronase va, porque los niños de hoy no se espantan con los fantasmas del pasado y se encaran muchas veces con las realidades del presente.
Carlos Alberto Leos Gonzalez

Nota: Acá, en el Perú, también tenemos una historia parecida. Aquí la llamamos La Viuda de Blanco. Dicen que esta fulana se aparece en carreteras y pueblitos solitarios, etc. Varios amigos me han contado que las han visto en las carreteras y me han preguntado de quién se trata… sino la he visto ¿cómo puedo opinar?

Cuando yo vivía en el distrito de Las Brisas de Oquendo – Callao Lima-Perú, me contaban los pobladores que venían a nuestras reuniones de oración, que a varios de ellos se les había aparecido en la noche La Viuda de Blanco. Decían que no se le veía la cara, solamente su silueta vestida con tules blancos. Les pedí por favor que me la presentaran porque yo vivía solo y no tenía con quien conversar. Se rieron maliciosamente y, desde ese día no me volvieron a comentar nada… creo que se les quitó el miedo. (Me pregunto: ¿Qué pensaron que haría con ella cuando se rieron maliciosamente? ¿Qué más se puede hacer con un fantasma…?... sólo conversar). Muchas veces el miedo te hace ver cosas.
José Miguel Pajares Clausen

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