martes, 24 de marzo de 2009

LA SEMANA SANTA Y EL DERECHO A LA VIDA


Toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe” - escribió el Papa Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae.

Es decir, la cuestión de la defensa de la vida humana no es en absoluto una cuestión meramente política - con minúscula - , procedimental, opinable, sujeta al vaivén de los partidos, de los votos y de las mayorías. No es, tampoco, una cuestión extraña a la ética. Ni mucho menos ajena al núcleo de la fe católica: El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús, decía también Juan Pablo II.

Celebrar la Semana Santa equivale a revivir, a hacer presente de nuevo, la fuerza salvadora de los acontecimientos centrales que fundamentan la fe cristiana: la Pasión, la Muerte y la gloriosa Resurrección de Jesucristo.

No se trata, en esencia, de pasear unas imágenes por las calles de nuestras ciudades. El drama de la Semana Santa es el drama de la muerte del Inocente, de Aquel que enmudece ante las acusaciones injustas de los poderosos, de Aquel que carga sobre sí nuestras culpas, nuestros pecados y que, aparentemente derrotado en la Cruz, vence, con un amor que sólo puede ser divino, nuestras miserias y nuestras cobardías.

Privar a la Semana Santa de su fondo - el desbordamiento del amor de Dios - para quedarse en la mera forma, en el puro ritual de los pasos, en la cadencia procesional de unos costaleros, en la vistosidad de unas tallas, suena a idolatría. La magnificencia externa de las procesiones es merecedora de todo respeto si es expresión y símbolo de un contenido; sin eso, se convierte en puro teatro, en farsa, en pasatiempo.

A mí me han dolido algunas declaraciones que se le atribuyen, quizá no del todo exactamente, a supuestos representantes de supuestas cofradías. Es discutible que la protesta frente al aborto se traslade a las procesiones y se manifieste en el gesto de portar lazos blancos o cualquier otro signo. Puede, legítimamente, parecer más o menos prudente u oportuno. Pero no es discutible que una procesión de Semana Santa, si no quiere reducirse al mero folclore, es, de por sí, con lazos o sin ellos, un grito apasionado en favor de la vida y un clamor silencioso, pero evidente, contra toda agresión injusta a los inocentes.

Si alguien que posesionase en la Semana Santa creyese que se debería separar lo que va unido, o que es innecesario apostar, con hechos y gestos, por la vida, o que la religión se reduce a la cómoda repetición de unos desfiles con apariencia sacra… si eso fuese así - lo que, en mi parecer, no puede pasar de una mera hipótesis - yo sería el primero en rezar para que no saliese a la calle ni un solo paso, ni una sola imagen, ni una sola muestra más de profunda incoherencia.
Guillermo Juan Morado

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