lunes, 19 de abril de 2010

¿TANTO CUESTA LLEGAR CON PUNTUALIDAD A MISA?


Pues sí, la puntualidad con Dios nos cuesta.

Pero me voy a ceñir un poco más a lo que mejor conozco: la puntualidad en llegar a Misa me cuesta. A mí. A los otros no sé. No me acabo de creer del todo lo que ahí anda en juego. Porque si me lo creyera a pies juntillas y mi amor no fuera tan tacaño digo yo que pondría un poquito más de interés. Digo. Al menos el mismo interés que pongo en ser puntual con mi mujer o con cualquier amigo para comer juntos, o para ir al cine con mis hijos. Pero no. ¿Dónde para el alma? ¿Dónde? La cabeza desde luego por los arrabales de la prisa, desperdigada en todas esas cosas tan importantes de la vida. Porque creemos que lo son, que cualquiera de ellas justifica el desplante a Dios. Total, ¡qué más da! Unos minutillos arriba o abajo no suponen nada. ¿Nada? Nada. ¿Qué pasa? Dios es Padre, ya sabe que voy volado o que me he levantado tarde o que llovía. Menudos somos. Perdón: menudo soy. Probablemente ustedes que me leen son bastante mejores que yo. Y más puntuales con Dios. Como debe ser.

Y te acostumbras. Igual que me acostumbro a rezar media hora más tarde el ángelus o el Regina coeli (si lo rezo), o igual que me acostumbro a zanjar mi conversación con Dios por una simple llamada de teléfono o una visita (las visitas siempre son cruciales). Así soy. Pero vuelvo con lo de la Misa. Se supone que uno es un hombre de fe. ¿Lo soy realmente? ¿Pido a Quién procede un incremento de esa fe? Porque a la vista está que dejo mucho que desear. Dios me espera. Se va a renovar el sacrificio de la Cruz. Dios se va a transubstanciar desde un poco de pan. Y vino. El Cuerpo de Cristo. Y la Sangre. Dios muere por mí… Lo siento, llego de nuevo tarde al Calvario. Este banco está bien, ni muy cerca ni muy lejos. Vaya, hace calor aquí y ya están leyendo el Evangelio. De cuando en cuando esa maldita costumbre de mirar el reloj (suele cumplirse una norma: el que llega tarde a Misa sale de la iglesia antes de que a Cristo le haya dado tiempo a dar el último suspiro). Este cura habla demasiado y no dice nada de enjundia. Tengo que salir pitando. Me esperan. O me encuentro mal o tengo que comprar el postre. Mucha prisa y poca fe. Y un amor con el que sólo me amo a mi mismo. ¿Qué es de mi alma? ¿Se puede saber en qué estoy pensando? ¿Y en Quién no estoy pensando?

Lo reconozco: es muy fácil hablar de Dios. Eso está chupado. Hasta puedes presumir de ello y ponerte medallas. Lo que ya no resulta tan fácil es seguirle, ser consecuente. Quiero decir: seguirle con propiedad y con cierta elegancia de alma. ¡Ay, el alma! Puede que la tenga adocenada, medio lela, y creerme que estoy paladeando un alto grado de la mística, cuando no soy capaz ni de llegar puntual a mi propia Redención. Cristo está dando Su vida por mí (clavado a una cruz) y mientras tanto yo estoy pendiente de la luna. ¡Seré estúpido! Y cobarde. Lo de ser puntuales en llegar a Misa es una cuestión de educación. Humana y sobrenatural. Pero sobre todo es cuestión de alma. De amor (¿en lo que respecta al amor hay asuntos menores?). De lucha. Es cuestión de creerme de verdad el Credo. ¿Me lo sé? ¿Lo rezo? ¿O muevo los labios con el mismo paripé con el que presumo de ser cristiano? Bueno, no todo está perdido. Al menos me doy cuenta, estoy a tiempo y puedo comenzar por fin a tomarme a Dios en serio. La puntualidad a la Santa Misa es un principio. Y no pequeño.
Guillermo Urbizu

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