miércoles, 29 de septiembre de 2010

SOBRE EL SUICIDIO


Sobre el suicidio I

Como enseña un gran pensador, maldito, cuando se trata el tema se han de considerar diversas cuestiones, entre ellas las tipificaciones y clasificaciones del suicidio, las consideraciones legales, las seudojustificaciones, las metodologías, la etiología y las tipologías del suicidio.

También hacer una valoración moral y tratar los casos especiales de la huelga de hambre, la puesta de la vida en riesgo por los demás, el duelo y el sacrificio de la vida, que ¿son suicidios o sacrificios de la vida por los demás?

Por último busca una terapia al suicidio.
En la actualidad se habla del llamado derecho a morir y del derecho de darse uno la muerte a sí mismo. Este "se ipsum occidere" no es otra cosa que el suicidio, y del suicidio nos vamos a ocupar, acercándonos al tema con una doble preocupación: la que nace de la confusión conceptual, que obliga a una diferenciación, no siempre clara, entre lo que es suicidio y lo que realmente no lo es, y la que produce una cierta atracción entre curiosa y morbosa por los suicidios: alarmantes, por su número creciente, y llamativos, por las personalidades destacadas, en uno u otro campo, que lo eligieron para terminar con sus vidas, desde Sócrates a Arthur Kostler, desde Cleopatra a Alfonsina Storni, desde Seneca a Ganivet, desde Aníbal a Hitler, desde Saúl (2 Sam, 1, 4) a Judas (Mt 27, 5).

En España, la estadística de los suicidios comenzó a llevarse con carácter oficial a partir de la R. O. de 8 de septiembre de 1906. Antes, Bernardo de Quirós ("El suicidio en España", en "Alrededor del delito y de la pena". Madrid, 1904) nos ofreció un estudio en el que registraba, para el año 1895, 225 suicidios. Su número llegó, en 1912, a 1.596, y en 1940, a 2.458. la escala descendió a 1.629 suicidios en 1970, alcanzando, según la Fiscalía del Estado, en el año 1983, la cifra de 25.000, lo que supone que en España, de no haber disminuido el número - y creemos que ha aumentado -, hay siete suicidios por día.

Estamos, pues, no sólo ante un hecho insólito, pues el hombre es el único animal que se suicida (el escorpión no se suicida, sino que, en estado de tensión, se clava su propio dardo). Dice Alejandro Llano que "sólo el hombre puede decir que no a su propia existencia". Ve Colegio Mayor Zurbarán, "La ciencia al encuentro de la vida humana", Edit. Boscat, Madrid, 1984, pág. 93; Ve Balmes: "Ética", "Obras Completas", II, pág. 254), utilizando el suicidio como "ars moriendi", sino ante una verdadera plaga que obliga a enfrentarse con el hecho en todas sus perspectivas y dimensiones, planteando "ab initio" los diversos problemas que su enfoque y estudio suscita.

En primer lugar, surge la cuestión de si debemos hablar de suicidio o de suicidios.
La pregunta tiene una densidad que no se vislumbra a primera vista, y tal es la densidad de la pregunta que su respuesta bifurca la consideración del suicidio como un fenómeno individual o como un fenómeno social. Si hablamos de suicidios, pluralizando, el enfoque habrá que hacerlo sobre los casos individuales, distintos y heterogéneos, cuya última identidad se hallaría tan sólo en el "se ipsum occidere".

Si hablamos de suicidio, singularizando, lo importante sería no la consideración de los casos personales, por sugestivos que sean, sino el clima que ha hecho posible que el "se ipsum occidere" se manifieste en la prolijidad de su casuismo. La primera corriente, llamada individualista, y cuyo primer mantenedor fue Morselli ("Il suicidio", Milán, 1879), la ha expuesto con exactitud Ciorán, definiendo el suicidio como "el acto individual por excelencia".

La segunda corriente, llamada sociológica, fue defendida por Durkheim ("El suicidio". Trad. asp., Edit. Reus, Madrid, 1928), para el cual el suicidio es un fenómeno de patología comunitaria, que se hace visible, al romperse el equilibrio social, a través de factores suicidógenos, que inciden y empujan a la muerte a personas concretas.

Si el suicidio fuera una enfermedad, la cuestión sería ésta: ¿quién es el enfermo, el hombre-suicida o la sociedad-suicidógena?

Pero ¿no habrá algo más que una controversia entre lo individual y lo social en el tema del suicidio?

Para nosotros es evidente que, siendo el suicidio algo estrictamente personal, los factores que al romper la ecología comunitaria inciden patológicamente en el hombre no pueden ser olvidados o desconocidos, pero jamás pueden alcanzar la intensidad necesaria para convertir el suicidio en un acto obligado.

Ahora bien, tanto en la persona como en la sociedad gravita otro factor distinto.

Ese factor es, a ambas escalas, el concepto que se tenga de la vida. Tan es así, que frente al suicidio no es posible, como ha dicho Ferri ("Homicidio-Suicidio". Trad. asp., Edit. Reus, Madrid, 1934, pág. 268), la discusión entre positivistas y "ius-naturalistas".

Para los primeros, el suicidio, aun siendo una desgracia, es un hecho natural, puesto que se da en la naturaleza, y no puede ser calificado de inmoral, sino de lícito. Olvidan los positivistas que lo natural no puede confundirse con lo normal o ajustado a la recta razón, y que lo anormal y no ajustado a la recta razón, aunque se produce en la naturaleza, es contrario a su ordenamiento.

De otro lado, el suicidio, en cuanto es una evasión de los deberes sociales, implica una ilicitud por huida, como lo supone la deserción en el Ejército.

Pero lo que hay que destacar aquí, desde nuestra posición cristiana y "ius-naturalista", es que, como ha señalado Balmes (ob. cit., págs. 253 y s.), "la inmoralidad del suicidio... está en que el hombre perturba el orden natural destruyendo una cosa (la vida) sobre la cual no tiene dominio". "El suicida - agrega Balmes - o ha de negar la inmortalidad del alma o comete la mayor de las locuras. Si se atiene a lo primero, afirmando que después de la vida no hay nada, el suicidio no se excusa, pero se comprende. Pero si el suicida conserva no diré la seguridad, pero siquiera la más leve duda sobre la existencia de otra vida, ¿cómo se explica tamaña temeridad? Al presentarse delante de su Creador, en el mundo de la eternidad, ¿qué podrá responder si le dice: quién te ha llamado aquí?, ¿quién te ha dicho que estaba terminada tu carrera en la tierra?".

La incidencia del factor religioso es, por consiguiente, fundamental en el tema del suicidio, y ello tanto en la esfera de la persona como en la esfera de la sociedad. Una sociedad secularizada, en la que las vivencias y prácticas religiosas se olvidan o combaten, hace decrecer la religiosidad de los ciudadanos y su creencia en la inmortalidad del alma. Por eso los suicidios crecen conforme la sociedad se separa de Dios Si Dios no existe, podríamos concluir con Dostoievski, todo es lícito.

Sentado esto, ¿podrá afirmarse que el suicida es un demente? También aquí las posturas difieren, pues mientras un grupo de biólogos considera que en todo caso el suicida nace y no se hace, y es un perturbado mental, al menos con carácter transitorio en el momento de cometerlo, víctima de una tara genética o hereditaria, otros entienden que esta generalización es insostenible y que, por el contrario, el suicidio suele realizarse en un estado de "insoportable lucidez mental".

El problema envuelve, como es lógico, el de la responsabilidad moral del suicida, y, en todo caso, exige un examen cuidadoso del hecho, pues, como ha señalado Royo Villanova, "hay suicidios llevados a cabo con toda calma, como la conclusión lógica de un frío razonamiento".

Por su parte, Joan Estruch y Salvador Cardus ("Los suicidios", Herder, Barcelona, 1982, pág. 140) escriben que "el suicidio raras veces es el fruto de una conducta impulsiva (siendo más bien el resultado), de una decisión largamente meditada y elaborada hasta en sus mínimos detalles de ejecución".

La verdad es que se suicidan sanos y enfermos, dementes y no dementes, que la estadística nos ofrece tan sólo de un 10 a un 20 por 100 de suicidas locos, y que, aun pudiendo existir un "síndrome presuicida", el suicidio puede ser evitado.

Las penas eclesiásticas contempladas para los suicidas ponen de relieve que no todo suicida es un demente irresponsable de su autodestrucción.

En todo caso, lo que conviene, en evitación de dudas, es, en la medida de lo posible, precisar los conceptos y delimitar el de suicidio, distinguiéndolo del sacrificio de la vida y del riesgo a que la propia vida se expone en determinados supuestos.

Habrá que distinguir, pues, entre "se ipsum occidere", "sacrificum vitae" y "vita ponere periculo gravi".

II

El suicidio, para ser calificado como tal, exige dos requisitos, a saber:
1) que la muerte sea voluntariamente querida "in se", y
2) que se tenga el propósito de quitársela uno mismo, directamente, por acción u omisión.
Si falta uno de estos dos requisitos, no estamos en presencia de un suicida.

Y no lo estamos porque si falta la voluntad de suicidarse, como ocurre en el caso de enajenación mental, el acto no es libre, sino mecánico, y mal puede calificarse de suicida al que no sabe y, por tanto, no quiere lo que hace.

En el segundo supuesto, cuando no hay voluntad directa de quitarse la vida por acción u omisión, pero de la misma se sigue como consecuencia inevitable o probable de una conducta determinada, estaremos en presencia del "sacrificium vitae" o del "vita ponere periculo gravi".

Para que las cosas queden aún más claras conviene señalar la diferencia que existe entre lo que se llama "sui occisio propia auctoritate facto voluntaria in se, seu directa actione vel intentione", que no es lícita en ningún caso, y la "sui occisio propia auctoritate facto, voluntaria in causa, seu indirecta actio sic et intentione", la cual puede ser lícita en circunstancias concretas.

La acción, pues, para que pueda calificarse de suicida ha de ser querida para producir la muerte, ya por su propia naturaleza, "ex opera operate" (dispararse una pistola en la sien); ya por propia intención o designio, "ex opera operantis" (negarse a tomar alimento).

En síntesis, si no hay voluntad de quitarse la vida la ausencia de voluntad hace que estemos no ante un caso de suicidio, sino de alienación; si no hay voluntad de quitarse directamente la vida no estamos tampoco ante un caso de suicidio, sino de "sacrificium vitae" o de "vita ponere periculo gravi".

Precisado el concepto de suicidio, las posturas que se adoptan van desde su condenación explícita hasta su apología, desde la proclamación del suicidio libre, a partir del derecho de disponer de la propia vida, hasta el suicidio reglado o autorizado por los poderes públicos.

El suicidio libre lo pidió Seneca al decir: "malus est in necesitate vivere, sed in neccesitate vivere nulla neccesitas est".

Jaspers, en tiempo más reciente, ha proclamado que "el suicidio atestigua la elevada dignidad del hombre y es un signo de su libertad".

Y Jacques Attali, consejero de Mitterrand, ha escrito que "el derecho al suicidio es un valor absoluto en una sociedad socialista".

El suicidio reglado lo contempló Santo Tomás Moro en su "Utopía" para los casos de enfermedad incurable y dolorosa, previa autorización del magistrado y de los sacerdotes, y lo admitió Atenas con autorización del Senado.

La verdad es que el suicidio, en líneas generales, ha merecido repulsa no desligada de un sentimiento de compasión.

En el campo jurídico, el tratamiento del suicidio en las legislaciones modernas actúa o bien castigando tan sólo la instigación o cooperación al suicidio, como lo hacía el antiguo Código Penal español en su art. 409, o bien tipificando, además, su tentativa y frustración, como lo hacen las legislaciones anglosajonas.

La Revolución francesa, rompiendo con el derecho histórico, eliminó el suicidio de la lista de los crímenes, prohibiendo las sanciones que el propio Santo Tomás recuerda en sus Comentarios a la "Etica nicomaquea", y que consistían en arrastrar el cadáver del suicida y enterrarlo sin ningún género de ceremonia.

Esta costumbre, que perduró en Inglaterra hasta 1823, iba acompañada, en los textos legales, de otras medidas, tales como la nulidad del testamento y la adjudicación de los bienes a la Corona.

En cualquier caso, la supresión del suicidio como figura delictiva no se ha entendido jamás ni como reconocimiento de un derecho al mismo ni siquiera como permiso legal tácito - ya que no se prohíbe - para cometerlo.

A tal fin, se argumenta que la supresión se debe a que resulta absurdo sancionar a un cadáver o a la familia del que se ha suicidado; y que la ausencia de tal derecho se funda en que toda relación jurídica supone la existencia de un sujeto y un objeto, y que en el suicidio ambos se confundirían (Sent. 12XII-1944); que si tal derecho existiera, el suicida estaría facultado - y no lo está - para exigir que todos respetasen su decisión, oponiéndose a quienes trataran de impedirle su ejercicio; que, precisamente porque no existe tal derecho, hay personas que, por razón de oficio o ministerio, están obligadas a evitar que el suicida cumpla su propósito; y que el deber de conservar la vida esfuma cualquier posible derecho a disponer de ella, como lo ponen de relieve la legítima defensa, que para preservar la propia destruye la ajena, y la ilicitud de la autoaplicación de la pena capital por el que ha sido condenado a ella.

Esta repulsa social con respecto al suicidio se pone de relieve en el Canto XIII, de "El infierno", de la "Divina comedia".

Dante representa las almas de los suicidas encerradas en troncos de árboles, y cuando una de ellas responde a la pregunta que interroga sobre la razón de ese encierro contesta: "Cuando el alma feroz sale del cuerpo, de donde se ha arrancado ella misma, que en la selva sin que tenga destinado sitio fijo, y allí donde la lanza la fortuna, germina. Brota primero como un retoño, luego se transforma en planta silvestre y las arpías, al devorar sus hojas, le causan dolor y abren paso para que el dolor exhale. Como las demás almas - concluye Dante su relato -, iremos a recoger nuestros despojos, pero sin que ninguna de nosotras pueda revestirse con ellos, porque no sería justo recobrar lo que uno se ha quitado voluntariamente. Los arrastraremos hasta aquí, y en este lúgubre bosque estará cada uno de nuestros cuerpos suspendido en el mismo árbol donde sufre tormento su alma".

Ello no obstante, el suicidio se ha tratado de explicar y aun de justificar desde muy distintos puntos de vista, unos de carácter ateo y otros de tipo religioso y hasta cristiano, aun cuando se trate de desviaciones heréticas del cristianismo. A tales intentos de explicación y justificación aludía Juan Pablo II en "Salvificis Doloris", al referirse a las "tradiciones culturales y religiosas que creen que la existencia es un mal del que es precise liberarse".
Trataremos de exponer en síntesis estos puntos de vista:
a) Teoría del error: Para Jacques Moned, el famoso premio Nobel, el hombre es el producto de un error cósmico. Vivir en el error, saberse uno mismo un error, es algo angustioso e insufrible. Por eso conviene terminar con el error destruyéndose uno a sí mismo. En la misma línea de pensamiento se mueve Albert Camus, cuando, conforme a su opinión sobre el absurdo e insensatez de la existencia, escribe: "Suicidarse será confesar que la vida debiera tener un sentido, que se ha descubierto que no lo tiene y que, por consiguiente, se renuncia a ella".
b) Teoría de los deseos: Para Freud y sus discípulos, en el hombre combaten, con un determinismo evidente, dos tipos de pulsaciones instintivas: unas en favor de la vida que nacen del instinto de conservación, y otras en favor dé la muerte ("Todestrieben"), que nacen del instinto de autodestrucción. Cuando las segundas son más poderosas que las primeras, el suicidio es inevitable, y en cada suicidio puede percibirse la actuación convergente de tres pulsaciones negativas, provocadas: por el deseo de morir, por el deseo de matar y por el deseo de matarse, que a veces se comporta como un sucedáneo supletorio de aquellos.
c) Teoría del todo colectivo: Para quienes, al margen de todo planteamiento religioso, el hombre se identifica con el cero y el partido con el infinito, como quería Arthur Kostler, o para quienes, con una visión más amplia, desde una consideración cuantitativa y no cualitativa, el valor del hombre se halla sólo en función del pueblo a que pertenece, el suicidio quedará justificado tan pronto como el hombre llegue a la convicción de que su vida es una cargo o un estorbo para el partido o para el pueblo.
d) Teoría de la existencia sin esencia: Para aquellos que estimen la existencia como un paso circunstancial entre la nada del comienzo y la nada del fin, el proceso de nadificación o retorno a la nada es deseable cuando la existencia, por cualquier motive, se hace insufrible. Todas las filosofías de la tristeza, como la de Schopenhauer, o de la pasión inútil, como la de Sartre, sugieren el suicidio como solución, apelando a la vieja fórmula "mars omnia solvet". Federico Nietzsche, con su tesis nihilista, denunciando la situación catastrófica de la cultura europea, puso el énfasis en la irrupción de la nada en la existencia, irrupción que produjo, con el vacío espiritual, un pesimismo descorazonador y angustioso. Resumiendo la concepción aniquiladora, Heinrich Fries ("El nihilismo", Edit. Herder, Barcelona, 1967, pág. 77) habla de las cuatro grandes desilusiones: de la existencia propia, a la que se creía con un destino; del hombre, al que se creía grande; del mundo, al que se creía paraíso, y de la Historia, a la que se creía en progreso. Cicerón, en la epístola a Macedonio, habla del "puerto del no sentir". El Hades es la nada, decía ya Euripides en su "Ifigenia". Retornar, pues, a la nada, al vacío de donde se precede, es alcanzar el paraíso del no ser, del no existir, aunque en el fondo, la paz, la quietud y el descanso voluptuoso que busca el suicida sean una realidad que, como decía San Agustín ("Del libre albedrío", libro III, cap. 8, núms. 22 y 23), no pueden confundirse con la nada.
e) Teoría de la sustancia única: Arranca esta teoría del panteísmo, propio de algunas religiones orientales y, en especial, del budismo y del jainismo. Si en la teoría que acabamos de exponer la existencia juega con la esencia, aquí es la esencia la que se proyecta como por irradiación o, si acaso, como protuberancia o desprendimiento en la existencia. Por eso, si en aquélla el suicidio es un retorno a la nada, en la teoría que ahora examinamos es un refugio en el "nirvana" de la plenitud o de la sustancia única, quedando embebido el suicida, al despersonalizarse, en el ser inmanente. El alma de cada hombre, por el suicidio, tal y como lo practicó Buda, vuelve y se disuelve - como el trozo de hielo que flota en el agua - en el alma universal.
f) Teoría de la inmortalidad: Esta teoría puede resumirse diciendo que reduce las postrimerías a dos, la muerte y la gloria, prescindiendo del juicio y del infierno. El suicida, que rechaza la nadificación del nihilismo y la disolución en la sustancia universal, y cree en la permanencia de su "yo" individualizado más allá de la destrucción física que supone la muerte, estima que ésta es el único obstáculo que le separa, cualquiera que haya sido su conducta, de la inmortalidad feliz. El suicida por la inmortalidad, aunque desespera de esta vida, no desespera de la futura, y así Baudelaire, siguiendo a Platón ("Fedón", 80, 1), escribía: "Me mate porque me creo inmortal, y porque espero" El suicidio por la inmortalidad, con apresuramiento confuso y equivocado, pretende, desgajándose de la vida, alcanzar la vida del ser trascendente o gozar, como decían los celtas españoles, de las delicias de la mansión eterna.
g) Teoría de la salvación: Se trata de un punto de vista cristiano, pero herético. La sostuvieron y practicaron los donatistas, partiendo de una interpretación restrictiva del "no matarás", que estimaban como mandamiento transitivo, que prohíbe tan sólo matar a otros, y no intransitivo, que permite por ello, y en determinadas circunstancias, darse uno muerte a sí mismo. Tales circunstancias concurren, según el criterio donatista, cuando se realiza el suicidio obedeciendo al Redentor, que dijo: "El que odia su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna" (Juan, 12, 25), o cuando con caridad, es decir, por amor a Dios, y con el deseo de gozar de su presencia, el suicida entrega su cuerpo a las llamas (como "a sensu contrario" parece admitir San Pablo, 1 Cor., 13, 3).

Claro está que el suicidio donatista para alcanzar la salvación, e incluso para no seguir pecando, es una interpretación aberrante del cristianismo. En efecto, el que se mata a sí mismo mata y no sólo mata a un hombre, porque el suicida es un hombre, sino que mata con malicia especial, pues si la malicia del crimen aumenta conforme crece la vinculación con la víctima, nadie más allegado al suicida que él mismo. Por otro lado, las palabras de Cristo que recuerda San Juan aluden al sacrificio de la vida, como veremos más tarde, y jamás al suicidio, y la alusión a la caridad, según el texto de San Pablo, tampoco permite convertir al suicida en mártir. San Agustín, en su epístola a Donato (núm. 5), recriminándole, escribe: "Repara con diligencia y mira cómo la Escritura no dice que el sujeto se arroje al fuego..., sino que cuando se le propone hacer algún mal elija entonces no hacer el mal, y antes bien padecerlo. Los tres mancebos rehusaron adorar al ídolo, pero no se precipitaron ellos al fuego, sino que fueron arrojados a él" (véase Daniel, 3, 12 y s.).

Como el propio San Agustín ("De Civitate Dei", libro I, cap. XXVII) argumenta, si los donatistas tuvieran razón habría que indicar a los hombres que la más propicia ocasión de matarse sería luego de recibir el bautismo, por hallarse entonces libre de todo pecado. Si fuera posible, asegura el obispo de Hipona, que hubiera alguna causa justa para matarse voluntariamente, sin duda que no habría otra más justa que ésta. Ahora bien, puesto que ésta no lo es, no hay ninguna que justifique el suicidio.Por su parte, Santo Tomás, en la "Summa" (2-2, q. 64, at. V, B. A. C., vol. VIII, pág. 441), dice que "el tránsito de esta vida a otra más feliz no está sujeto al libre albedrío del hombre, sino a la potestad divina, y por esta razón no es lícito al hombre darse muerte para pasar a otra vida más dichosa".

Nadie, como no sea por ignorancia o locura, ha escrito el doctor Díaz Vecilla, utiliza el suicidio para el logro de la inmortalidad feliz, pues el suicidio es el medio más seguro para perderla, por ser el mayor de los pecados y no tener tiempo para arrepentirse.Conocidos los puntos de vista que pretenden explicar o justificar el suicidio, parece lógico que nos ocupemos ahora de su metodología, es decir, de cómo se suicida el hombre; de su etiología, es decir, del porqué o de las causas que lo provocan y de su tipología, es decir, de la distinta configuración del suicidio.

Metodología del suicidio: El hombre se suicida de muy diversos modos. Legrand, en su "Tratado de medicina legal" (trad. asp., Madrid, 1898, 2 a edic., tomo II, pág. 489), enumera los siguientes métodos: por suspensión, sofocación, estrangulamiento, inmersión, asfixia, envenenamiento, precipitación y utilización de instrumentos cortantes y punzantes o de armas de fuego.

Balmes (Obras completes, Barcelona, vol. IV, pág., 307), que se ocupó con algún detenimiento del suicidio, imagina al mundo ofreciendo al suicida para realizarlo: el mar, un alto picacho, los puñales, el veneno, el dogal, las armas de fuego y el humo del carbón.

Pero tanto Legrand como Balmes, no podían prever la metodología moderna del suicidio, que consiste en el recurso a la droga, desde la marihuana a la heroína. Son estas drogas alucinógenas las que producen, como ha señalado Enrique Valcarce ("La teología moral en la historia de la salvación", Edit. "Studium", Madrid, 1958, t. II, pág. 272), un desvanecimiento del "yo", un estado alienante que conduce al suicidio y que se cumple con la administración de una sobredósis. La noticia sobrecogedora de drogadictos que se suicidan prueba que si el átomo al desintegrarse puede terminar con el mundo, la droga, al desintegrar al hombre, le lleva a su aniquilamiento y autodestrucción.

Etiología del suicidio.
Si la drogadicción es a un tiempo forma y causa del suicidio, las causas motivadoras son muy diversas: trastorno mental y neurasténico o locura rudimentaria con alucinaciones delirantes, sentido profundo de culpabilidad, melancolía maníaca depresiva, alcoholismo, miseria, desesperación provocada por el dolor físico o moral, por el fracaso en el amor, en el juego, en la política, en la actividad profesional, en exámenes y oposiciones.

Dejando aparte los casos de demencia, el suicidio suele realizarse para evitar el deshonor, como signo de protesta y rebeldía, como deseo cobarde de huida, como fruto de la desilusión total.

Junto a estas causas, cabe señalar otra curiosísima, que es la imitación, y que explica tanto los suicidios en cadena de tres soldados en una misma garita en tiempos de Napoleón, y de quince personas (según Durkheim, ob. cit., págs. 71 y 72, y según Legrand, ob. cit., pág. 397), de quince personas que en 1772 se ahorcaron en la puerta de los Inválidos, como los suicidios que se repiten en una familia, y que se deben más al contagio que a la fuerza coercitiva de una tara genética. El suicidio de Werther, el personaje literario de Goethe ("las cuitas del joven Werther"), produjo una ola de suicidios en toda Europa.

Sobre el suicidio II

Tipología del suicidio.
Siguiendo la pauta de Emilio Durkheim, podemos distinguir tres clases de suicidio: el egoísta, el altruista y el anómico.
a) El suicidio egoísta parte de la afirmación casi idolátrica de la persona y de su dignidad, como fin supremo. Esta exaltación de la personalidad se produce a costa de un alejamiento de la sociedad y de los grupos sociales y da origen a lo que se denomina individualización desintegradora. En tal caso, si el hombre llega a perder la razón de seguir viviendo y se ve encerrado, perdido y sin salida en el laberinto de su propia existencia, alejado de la sociedad y de los grupos sociales, que no sólo no le atraen, sino que le repelen, acude al suicidio como "exitus" y, además, estimándolo como derecho.

Este tipo de suicidio se produce en las sociedades en proceso de deterioro cuando se quiebran los principios de autoridad y subordinación, cuando de hecho se tolera y reconoce la posibilidad de que cada uno haga lo que le plazca y que ya no se puede impedir. En ese estado de degradación social el "yo", endiosado, vive su vida personal, no se obedece más que a sí mismo y se atribuye el poder, cuando se siente cansado, fracasado e inútil, de quitarse la vida.

b) El suicidio altruista parte de un exceso de integración social. El peso específico de la existencia de cada uno gravita fuera de uno mismo, en la sociedad, en términos generales, y en los grupos sociales a que se pertenece. Aquí la individualización disminuye y la impersonalización aumenta, aceptándose las exigencias, a veces duras, de la discipline colectiva. Una de tales exigencias puede ser la del suicidio, considerado no ya como un derecho, sino, por el contrario, como un deber o como una determinación optativa, alentadas, sin embargo, por la tradición y la valoración pública estimativa y favorable.

Este tipo de suicidio aparece en las sociedades que gozan de una gran cohesión en torno a sus jefes naturales, y así, en las Galias, los servidores se suicidaban al morir sus jefes, a los que habían de acompañar más allá de la tumba, y los jefes envejecidos, en los que residía el espíritu o genio protector del clan, se suicidaban, a su vez, para que ese espíritu pudiera ejercer su misión con más agilidad en otro jefe más joven y hábil.

Con relación al grupo social doméstico, conocida es la "suttee", es decir, la obligación impuesta en la India a las esposas de echarse a las llamas de la hoguera encendida para la cremación de su marido, y con respecto al Japón, conocida es, igualmente, la práctica del "harakiri" por razones de honor, y recomendada a los nobles sumarais para después de haber dada muerte por justo odio a su enemigo.

En esta línea de pensamiento, el suicidio llamado heroico o militar, puede considerarse como una supervivencia del suicidio altruista facultativo, toda vez que la moral castrense ha conservado la coherencia del grupo social que constituye la milicia, de un lado, y de otro, la vinculación personal y del propio grupo a la comunidad nacional.

c) El suicidio anómico, constituye una variante que se produce por la incidencia en la persona de un desarrollo anómalo de la sociedad o del grupo social en que el hombre se halla inmerso. Esta anomalía perturbadora, que rompe el "background", entramado sólido subyacente, lo mismo puede ser una crisis económica que hunde el negocio, llevándolo a la ruina o a su creador a la miseria, que una crisis familiar, que destroza el matrimonio y que conduce a la separación. los tránsitos violentos que tales crisis conllevan de un origen a una hipertensión exasperada o a un cansancio depresivo motivado por la creencia de una mutación irreversible, que trastorna el "nomos" u orden moral. En uno y otro supuesto, el suicidio realizado con energía violenta o con pasividad melancólica, sería un suicidio "anómico".

Pero, en todo caso, ¿qué valoración moral merece el suicidio?

En principio, y ante el suicida, suelen coincidir tres actitudes diferentes: de admiración, por la fortaleza que supone; de compasión, por lo irreparable del hecho, y de reprobación, por lo que tiene de ilícito.

Una reflexión subsiguiente a estas reacciones primarias indica:
a) que el suicida habrá podido ser enérgico en la forma de llevar a cabo su muerte, pero que con tal energía no ha dado prueba de fortaleza, como la dio Job, resistiéndose a matarse, conforme le insinuaba su esposa, sino de cobardía, pusalinimídad y falta de ánimo para hacer frente a las asperezas de la vida;
b) que la compasión podría merecerla el loco que, arrastrado por la obsesión monomaniaca del suicidio, se autodestruye, pues en tal caso, carente el autor y víctima a un tiempo de libertad y de responsabilidad morales ni siquiera puede calificarse de suicida, sin que esta compasión pueda extenderse a los casos de suicidio subjetivamente racionalizado y proyectado con frialdad y luego de meticulosa preparación, y
c) que la reprobación es lógica, porque el suicidio es un pecado, como dice Santo Tomás, contra Dios, contra nosotros mismos y contra la sociedad.

Es un pecado contra Dios porque el suicidio:
1) le usurpa su derecho sobre la vida y la muerte. "Yo (Dios) - dice el Deuteronomio (XXXII, 39) - hago morir y vivir." "Tú eres, Señor - contesta el hombre en el libro de la Sabiduría (XVI, 13) -, el que tiene el poder de la vida y de la muerte." "El hombre no muere, sino por la voluntad de Dios" (Corán, Sura, IV, 33); 2) viola el mandamiento divina, que reza "no matarás" (Éxodo, XX, 13; Mat., 5, 21), y 3) olvida que, como dice el apóstol San Pablo (Rom., 14, 7), "ninguno vive para sí y ninguno muere para sí".

Es un pecado contra el hombre, pues el suicidio contraviene:
1) la ley de conservación del ser;
2) la ley de la propia responsabilidad, pues el suicida niega con su conducta que piensa responder de su acto ante alguien;
3) el amor de caridad, que empieza por él mismo;
4) el deber de realizarse en esta vida, y
5) la obligación de ir perfeccionando durante su duración natural su propia "imago Dei".

Es un pecado contra la sociedad ("iniuriam communitatis tacit"), pues el suicida está ligado a ella por vínculos de solidaridad, que de alguna forma recuerdan los de la parte con respecto al todo, y que no le es lícito romper por su propia voluntad.Por último, el suicidio es un pecado mortal contra la esperanza. El suicida, en evitación de un mal, elige el peor de todos. Como dice el Evangelio de San Bartolomé: "Entre los condenados se encuentran también los suicides que se echan al agua, se ahorcan o se matan con la espada".

Ello no obstante, y tratando de desvirtuar este dictamen ético religioso del suicidio, se traen a colación algunos suicidios, como el de Santa Polonia, su madre y sus hermanas, que se arrojaron al río huyendo de sus perseguidores, y el de Sansón, que recuerda el libro de los Jueces (XVI, 27/31).

A este respecto conviene señalar que la frase famosa de Sansón "muera yo con los filisteos" no prueba una voluntad suicida, como tampoco fue voluntad suicida la de Eleazar, muriendo aplastado por el elefante (I Mac. 6,46), sino una disposición, como luego vamos a ver, de sacrificar su vida, y que en el caso de las santas mujeres cabe que se trata de una conciencia de buena fe subjetiva, pero objetivamente errónea o, como dice San Agustín ("De Civitate Dei", cap. XXVI), de un mandato divino directo, ya que, en un supuesto excepcional, el que es dueño de la vida y de la muerte puede ordenar la última, en cuyo caso el suicida no obra por su voluntad, sino que obedece y cumple la voluntad divina, como se dispuso Abraham a cumplirla con respecto a Isaac.

La Iglesia ha condenado permanentemente el suicidio, calificándolo de verdadero crimen en el Concilio de Arbés, del año 452, y disponiendo en el de Praga, del año 562, que el suicida no sería honrado con ninguna conmemoración en la misa y que no se entonarían los salmos en el momento de dar sepultura a su cadáver.

El Concilio Vaticano II ("Gadium et Spes", número 27) dice que el suicidio deliberado es infamante y deshonra al que lo comete, siendo totalmente contrario al honor debido al Creador.

La declaración de 5 de mayo de 1980 de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe señala que "la muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es inaceptable; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre el rechazo a la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores sociológicos que puedan atenuar e incluso quitar la responsabilidad".

Pío XII, con su peculiar transparencia, se ocupó del suicidio en su alocución de 19 de febrero de 1958 a los párrocos y predicadores cuaresmales de Roma ("Ecclesia", 1958, I, págs., 237 y s.), a los que dijo: "la vida, también la propia, pertenece exclusivamente a Dios y nadie puede renunciar a ella sin cometer gravísimo pecado. Nos referimos al demasiado gran número de suicidios perpetrados por gentes de todas las clases sociales, sin excluir ninguna edad. ¿Hemos hecho nosotros, pastores de almas, lo bastante para meter en los corazones la fe y la esperanza cristianas, para inspirar el valor en la adversidad, la paciencia en las enfermedades, la confianza en la Providencia, la fuerza espiritual contra tanta vileza, para sacudir saludablemente las tentativas de tan insana sugestión? El suicidio no es sólo un pecado que excluye las vías normales de la misericordia divina, si que es también señal de ausencia de la fe y de la esperanza cristianas. Enseñad, pues, a vuestros fieles el horror de es delito... Haced todo lo posible para impedir que se extienda esta plaga social".

Por su parte, el Código de Derecho Canónico de 1917 privaba a los que se han suicidado voluntariamente de sepultura eclesiástica y de honras fúnebres (Cánones 1.24( 1.241, 1.250 y 2.350-2).

El Código vigente, de 25 de enero de 1983, ha derogado estas disposiciones y mantiene tan sólo en sus Cánones 1.041 y 1.044 la irregularidad de los que hayan intentado suicidarse para recibir o ejercer órdenes sagradas.

III

AHORA bien, fijadas las ideas fundamentales sobre el tema del suicidio, se hace obligado proyectarlas sobre un caso concreto, que pudiera decirse que está de moda porque con harta frecuencia y espectacularidad suele acudirse al mismo. Me refiero a la huelga de hambre.

Naturalmente, se trata de una huelga de hambre hasta la muerte, no de la huelga de hambre para llamar la atención y sin propósito de cumplirla hasta el fin, como la del señor Escuredo, presidente que fue del Gobierno autonómico andaluz, y que la hizo compatible, según rumores, con pescado frito y manzanilla.

La cuestión moral planteada por la huelga de hambre similar a la de las autocremaciones, como la intentada por un senador nacionalista vasco en el frontón Anoeta, de San Sebastián, bajo el régimen anterior, ha surgido con alguna virulencia, con ocasión de la que, sin llevarla a sus últimas consecuencias, practicaron los sacerdotes reclusos en la cárcel de Zamora y de la que han practicado hasta la muerte algunos presos irlandeses del I. R. A.

Para el P. Gonzalo Higuera, S. J. ("Etica de la huelga de hambre", en "Razón y Fe", 1974, diciembre, págs. 389 y s.), la huelga de hambre hasta la muerte ha de considerarse lícita, por no ser otra cosa que un suicidio indirecto, que tiene dos justificaciones objetivas y una subjetiva.

Las objetivas dimanan de la licitud de la huelga en sí en casos extremos, tal y como autoriza la Constitución "Gaudium et Spes" en su número 68, y la licitud de la resistencia, también en situaciones lícitas, contra los poderes abusivos. La justificación subjetiva se halla en el recinto sagrado de la propia conciencia del huelguista, en la que nadie puede entrar, pues "de internis neque Ecclesia iudicat".

Dados los requisitos que se apuntan, concluye el P. Higuera, S. J., la muerte del huelguista de hambre no será un suicidio, sino la muerte ante el agresor y por el agresor, que sería el verdadero homicida.

El criterio del P. Higueras, S. J., es muy difícilmente sostenible, pues, de una parte, tratando de retirar al huelguista de hambre hasta la muerte la calificación de suicida, cuelga el sambenito de homicida a un agresor anónimo o colectivo, que ha provocado, sin que nadie lo pruebe y sin defensa posible, la situación intolerable de abuso que dio origen a la huelga; y por otro lado, ignora, como ha precisado el P. Victorino Rodríguez, O. P. ("Huelga de hambre", en "Iglesia-Mundo", 1975, núm. 87, págs. 16 y s.), que en la huelga de hambre hasta la muerte el huelguista tiene intención de causársela, siendo indiferente que esa intención se manifieste de forma active o pasiva, como sucede aquí, al negarse a ingerir alimento.

En la huelga de hambre hasta la muerte hay, pues, voluntad occisiva "in intentione in se" o, como señala Enrique Valcarce (ob. cit., pág. 278), una acción occisiva, querida en sí misma y por sí misma, aun cuando sea apreciada como recurso único para conseguir un bien que se reputa superior.

Enfocado el tema de la huelga de hambre en términos estrictamente jurídicos, la Sentencia de la Sala IV del Tribunal Supremo de 2 3 de marzo de 1976 dijo que "aun estimando que el “comer" o el "ayunar" sea un derecho de la persona..., tal derecho, en su ejercicio, puede encontrar limitaciones nacidas de una situación especial de dependencia en cuanto ostensiblemente puede suponer quebranto del orden o la discipline del establecimiento. la huelga de hambre en un centro penitenciario - termina la sentencia - constituye un ilícito administrativo".

IV

AHORA bien, si la huelga de hambre hasta la muerte es suicidio, y suicidio directo, no cabe decir lo mismo de aquellos casos que se inscriben bajo las otras dos llamadas a que hacíamos referencia al principio, a saber: "vita ponere periculum gravi" y "sacrificium vitae".

En efecto, la puesta en peligro de la vida va inherente a la vida misma, ya que en cualquier circunstancia, por trivial que parezca, puede encontrarse la muerte.

Hoy, salir a la calle es, sin duda, exponerse a morir, y no sólo víctima de un accidente de circulación, sino de los disparos de unos atracadores o terroristas.

Algunas profesiones llevan aparejado de por sí un peligro mayor: policías, bomberos, buceadores, pirotécnicos, mineros, domadores de fieras, acróbatas, corredores de automóviles, toreros.

Otras profesiones, en circunstancias especiales, han de ejercerse con un riesgo claro de perder la vida. Tal sucede con los médicos y enfermeros, cuando hay epidemias contagiosas, con los militares en período de guerra y con los misioneros en tierra de infieles perseguidores de la fe.

A veces, el hombre mismo ha de correr el riesgo de una intervención quirúrgica a vida o muerte.

A nadie, sin embargo, se le ocurre pensar que este "vita ponere periculo gravi" constituye un suicidio.

Más aún, el incumplimiento de las obligaciones profesionales, so pretexto de salvaguardar la propia vida, no podrá moralmente justificarse. lo que ocurre es que el "vita ponere periculo gravi" no cabe cuando no hay razón fundada para ello. Cuando esta razón no existe, se trata de una exposición innecesaria o de jugar con la vida, pues sólo hay espíritu de aventura, amor al peligro, deseo de llamar la atención. lo que habrá es imprudencia temeraria en el orden jurídico, y responsabilidad moral en el campo ético.

Tal puede suceder en el caso del espontáneo que se lanza a la arena para enfrentarse con el toro; en el del conductor, que se deja vencer por el ansia de la velocidad, o en el del faquir, que se entierra vivo.

El caso del capitán del barco, que aguarda a salvarse el último, poniendo profesionalmente en peligro su vida, puede transformarse en suicidio si, por su propia voluntad, rehúsa salvarse y se hunde con el barco.

Hay un supuesto en que la puesta en grave peligro de la propia vida es delictivo e inmoral. Se trata del duelo, con desafío a muerte, no "ad primum sanguine".", en el que uno al menos de los que participan en el mismo sabe que necesariamente ha de morir.

El duelo, que regularon tanto las Partidas con el nombre de lid como el Fuero Viejo de Castilla, y que contempló el "libellus de batalla faciendo" en Cataluña, fue prohibido en 1480 por los Reyes Católicos, que lo calificaron de "mala usanza", siendo significativo que cuando tanto se habla de pueblos avanzados en todos los órdenes, por comparación al nuestro, no fuera prohibido en Inglaterra hasta 1818.

El Código Penal español vigente se limita a decir en su art. 243 que "la provocación al duelo, aunque sea embozada o con apariencia de privada, se reputará amenaza grave".

El Concilio de Trento, en la sesión 15, señaló el duelo como costumbre detestable, indicando que fue introducido por arte del diablo.

En efecto, el duelo participa de la doble malicia del suicidio y del homicidio, toda vez que los dos contendientes están dispuestos, y para ello combaten, a morir y a matar; supone que los litigantes acuden a las armas tomándose la justicia por su mano; implica un falso concepto del honor, pues el resultado del duelo indicará tan sólo quién tuvo mayor suerte o destreza, pero no quién había realizado la ofensa o quién la había recibido.

El Código de Derecho Canónico de 1917 privaba al fallecido en duelo de sepultura eclesiástica y de exequias públicas (cánones 1.240 y 1.241) y lo sancionaba, siguiendo a Pío IX en su Constitución "Apostolicae Sedis", con excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica (cánones 1.240-5 y 2.351). El actual Código de Derecho Canónico elude el tema.

A veces, sin embargo por no concurrir las circunstancias descalificadoras, el duelo puede ser no sólo útil, sino lícito.

En el Antiguo Testamento, orientándonos sobre el tema, se narra (1, Samuel, 17) el que mantuvieron David y Goliat.

En este caso, el bien común que demandaba impedir, en lo posible, efusión de sangre, justificaba el desafío y el combate por sustitución de los representantes de los ejércitos enfrentados para la batalla.

Por eso, aseguraba León XIII, aunque el duelo es reprobable, no lo es si se sostiene por una causa pública, como la contemplada por el reto de Carlos V a Francisco I: "Haga el rey campo conmigo, de su persona a la mía, que desde ahora le desafío y provoco, y que todo el riesgo sea nuestro, como y de la manera que a él le pareciere, con las armas que le plazca escoger, en una isla, en un puerto, en una galera amarrada a un río, que yo confío en que Dios me ayudará en causa tan justa".

V

Capítulo diferente corresponde, entre el "se ipsum occidere" y el "vita ponere periculo gravi", al "sacrificiam vitae", por algunos llamado - aunque, a mi juicio, impropiamente, por la confusión que produce - suicidio indirecto o voluntario "in causa". Para evitar esta confusión, como postula la Declaración de 5 de mayo de 1980, "habrá que distinguir bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una causa superior -como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio a los hermanos -, se ofrece... la propia vida".

En efecto, cuando no hay voluntad directa "per se" de quitarse la vida, aunque se tenga la seguridad - de no ocurrir un milagro - que ha de producirse la muerte, no hay suicidio, sino sacrificio heroico o martirial de la vida.

Esta "active mortis permissio" puede seguirse de una acción que "ex opera operate" produce la muerte (caso del torpedo humane) o que la produce tan sólo "ex opera operantis" (caso del náufrago que se deja expulsar de la tabla que sólo sirve para uno).

En el sacrificio de la vida, el que la ofrece:
1) no quiere suicidarse, sino que permite la destrucción de su vida;
2) no es agente de su propia muerte, sino sujeto paciente de la misma, ya que jamás se propuso quitársela, ni en la intención ni en la ejecución, aunque la admite y acepte como una consecuencia inevitable de su conducta;
3) la oblación voluntaria "in causa" se hace al servicio de un bien superior espiritual o temporal de la sociedad o el prójimo;
4) la muerte no querida ni buscada directamente puede desearse como holocausto ofrecido en amor de caridad (deseo del martirio, por ejemplo); 5) en el sacrificio de la vida hay espíritu abnegado de renuncia, y jamás espíritu acobardado de huida o escape.

Los casos de sacrificio de la vida que nos impresionan son los del soldado y el creyente.

El del soldado lleva a situaciones límites en las que los moralistas no llegan a ponerse de acuerdo.

Tal ocurre con el del espía en una guerra justa que ha sido hecho prisionero y que tiene la seguridad de que al ser torturado entregará el secreto del que depende la victoria o la vida de millares de hombres. Si para evitar daño tan grave se mata, ¿cómo puede calificarse el hecho?, ¿de suicidio o de sacrificio de la vida? Para unos, se trataría, pese a lo trágico de las circunstancias, de un suicidio, ya que el espía se habrá dada la muerte de modo directo.

Para otros, no habrá suicidio en este caso singular, sino sacrificio de la vida, como una exigencia del bien común e, incluso, como obediencia debida al superior legítimo que le ha ordenado, en nombre de tal exigencia, que no entregue, bajo excusa de ninguna clase, los secretes decisivos de que es portador.

Para los autores del famoso catecismo holandés, la cuestión se resuelve con una tónica subjetivista, remitiéndose al veredicto de la propia conciencia ("A new catechisme", Ed. inglesa, Herder, 1 9 6 7, pág. 42 3 ).

Ninguna duda ofrece, por el contrario - debiéndose calificar como sacrificio de la vida -, el gesto del oficial que ante los disparos incontenibles del enemigo avanza al frente de su tropa para darle ejemplo; o el del soldado que se arroja sobre la granada que al estallar aniquilaría a sus compañeros; o la acción del voluntario que vuela el fortín enemigo sabiendo que habrá de morir dentro (similar al del Sansón entre los filisteos, al que antes hicimos referencia). El amor a la Patria y a quienes con él la defienden constituye la motivación supremo de la inmolación que de la conducta de todos ellos se sigue.

Esta línea de pensamiento hace que también sea positiva el dictamen moral para los "kamicazes", torpedos humanos, que utilizan los llamados "kaiten", ingenios bélicos, que, en lengua japonesa, conducen al cielo. Como ha escrito Joaquín Díaz ("los derechos físicos de la personalidad", Ed. Santillana, 1963, pág. 99): "Si darse la muerte es algo reprobable, alcanzar la muerte no deseada -como es de presumir en los "kamicazes"- en el cumplimiento de su glorioso ideal, no merece más que nuestra admiración y nuestra alabanza".

El sacrificio de la vida por parte del creyente supone, como es lógico, la puesta en ejercicio heroico de las virtudes teologales.

El creyente que, por el honor de Dios o por amor al prójimo, entrega su vida, recibe el nombre de mártir, pues ha dado el testimonio supremo de la Fe.

Tal es el caso de los tres mancebos que, negándose a idolatrar, aceptaron la muerte en las llamas, de las que milagrosamente fueron librados; el de tantos españoles durante la Cruzada, que prefirieron sufrir la muerte a la blasfemia o a la apostasía; el de quienes en momentos de persecución a muerte se presentan al perseguidor para dar aliento a los hermanos; el del que ocupa el puesto de otro ya condenado a morir, para sustituirle en la muerte, como fue el del P. Maximiliano Kolbe, que acaba de ser beatificado (Ve Juan Pablo II, 30 de junio de 1979); el del náufrago que se descuelga o se deja descolgar de la tabla que sólo es suficiente para uno; el del hambriento entre hambrientos, que deja de comer para que se salven los otros; o el de la madre que continúa cuidando al hijo enfermo y sin cura, que sufre enfermedad contagiosa y que, al contagiarse, le producirá la muerte.

El honor de Dios, el amor a la Patria, la caridad para con el prójimo, es decir, el servicio a un bien superior espiritual o temporal, colectivo o privado, cuando no hay voluntario directo, hacen de la muerte no natural ofrenda y sacrificio de la vida.

Cristo es, sin duda, el prototipo ideal de quienes sacrifican la vida; sobre todo El, que asumió la vida humane voluntariamente para voluntariamente entregarla en la cruz del Gólgota. El evangelista San Juan nos recuerda las palabras del Divino Maestro: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (X, 11) y Yo "doy mi vida, que nadie me arranca, de mi propia voluntad" (X, 18). Por eso Jesús, "que sabía todas las cosas que le habrían de sobrevenir, salió al encuentro de Judas y su cohorte y les dijo: “¿A quién buscáis?" Respondiéronle: “A Jesús Nazareno”. Y Jesús les dijo: "Yo soy" (XVIII, 4 y 5).

Nada puede extrañar que con este estímulo ejemplar la historia del cristianismo sea un larga e incesante martirologio, que recoge la escena final y escatológica del Apocalipsis, en la que se elude a los confesores de la fe, que "non dilexerunt animus suas usque ad mortem", que no amaron tanto sus vidas como para temer a la muerte (XII, 11).

VI

No baste, sin embargo, con una exposición, aunque breve, creo que exhaustiva, del tema del suicidio.

Hace falta también enfrentarse con la plaga que representa y reflexionar sobre su terapia a fin de tratar en lo posible de evitarlo.

Para ello será precise tener en cuenta a la vez, sin perjuicio del recurso al llamado teléfono de la esperanza, el factor individual y el social, y aplicar esa terapia a la sociedad y al hombre, pues uno y otro se compenetran en un, fenómeno constante de ósmosis, de tal forma que si puede decirse que son los hombres los que configuran y tonifican a la sociedad, también es cierto que es la sociedad la que tonifica y configura a sus hombres.

En esta doble perspectiva, resulta evidente que los factores suicidógenos desaparecen cuando las tres sociedades básicas, la religiosa, la política y la familiar, se hallan sólidamente constituidas, descansando en principios morales que se consideran inamovibles.

Si la disciplina espiritual se rompe en la Iglesia, por un enfriamiento de la fe y un resquebrajamiento de la moral; si los vínculos que unen a los ciudadanos en la empresa nacional se debilitan haciéndolos insolidarios de la misión colectiva; si el lazo que une a los esposos se rompe con una legislación divorcista y el núcleo de formación de los hijos se fragmenta, el hombre se convierte en átomo suelto que ha de buscar en sí mismo, y sólo en sí mismo, la fuerza, el respaldo y la ayuda que en otro supuesto podría recibir de la energía social, acumulada y puesta a su disposición para mantenerse firme ante las adversidades de la vida.

De aquí que la terapia inicial contra el suicidio, en cuanto a la sociedad respecta, haya de consistir en un replanteamiento de las tres comunidades básicas y en un rearme ideológico, jurídico y práctico de las mismas.

Una sociedad sana es el clima en el que se forja el hombre de "mens sana in corpora sano".

Para ello hay que repristinar los auténticos valores sociales, que producen el orden y la tranquilidad en el orden, oponiéndose a la anomalía perturbadora del equilibrio mental y psicológico, que conduce a la desesperanza y al caos.

La lucha contra el desbordamiento de las filosofías del pesimismo descorazonador, del hedonismo epicúreo o del neutralismo inhibitorio, son ineludibles a un replanteamiento que se hace cada día más urgente, como lo prueba un simple vistazo a la sociedad y a los grupos sociales en los que estamos insertos o nos rodean.

En la otra perspectiva, en la que afecta al hombre concreto, se hace preciso devolverle el auténtico sentido de la vida, fortaleciendo y enriqueciendo, a la luz que de tal sentido se desprende, su mundo interior, hay empobrecido o yermo en muchos casos por el vacío resultante de una succión ininterrumpida, practicada por quienes, con una u otra finalidad, pretenden reducirle a número.

Tal fue la propuesta de un gran pensador para una época, la suya, continuada y agravada, por la difusión del mal, en la nuestra el gran pensador pedía para el hombre un sentido religioso y militar de la existencia, es decir, un temple que haga del servicio y hasta del sacrificio de la vida la última razón del ser.

Quizá por ello adivinaba el gran pensador que la restauración social requería dramáticamente la presencia y la acción de quienes sabiéndose, sintiéndose y comportándose como monjes, estuvieron dispuestos a sacrificar sus vidas por el honor divina, y como soldados, a sacrificarlas también por el honor de la Patria.

En contraste agudo con esta exaltación del mártir y del héroe, que son los que ya potencialmente, en actitud de servicio, sacrifican sus vidas en aras de un ideal superior, encontramos - y se les exalta, además - a los que, lejos de ser monjes, son apostatas, y lejos de ser soldados, son desertores.

Pues bien, cuando la apostasía y la deserción, verdaderos antitipos del monje y del soldado, del mártir y del héroe, se ofrecen como paradigmas envidiables y dignos de imitar, y cuando, por añadidura, se fomenta el pesimismo, el hedonismo y el neutralismo, la tentación suicida tiene pocos obstáculos, porque el apóstata y el desertor preparan el camino de la deserción y de la apostasía supremas, que consiste en renegar y abandonar la vida; y el pesimismo, el hedonismo y el neutralismo constituyen una invitación que empuja a cometerlo, ya que una vida amarga, o sin placeres o aburrida, no vale en realidad la pena.

A la filosofía que podríamos llamar de contemplación activa, es decir, de la acción al servicio del pensamiento o del pensamiento como estimulante de la acción, se opone la filosofía de la disipación, que no actúa, porque la única actividad que produce proviene de la epilepsia irrazonable.

Si el sacrificio de la vida es la tónica del hombre en la sociedad y en los grupos sociales a que pertenece, aquélla y éstos eleven su cota moral y el suicidio no tiene más protagonistas que a los dementes incurables. Si el hombre, por el contrario, rehuye el servicio y el sacrificio, apoyándose en un endiosamiento de su personalidad que lo convierte en su propio fin, o en un anonadamiento de esa misma personalidad que arroja fuera de sí, en la estructura, en lo colectivo, la dinámica vitalizante, el suicidio alcanzará, mejor dicho, está alcanzando, cotas que asustan y estremecen.

En última instancia, me permito insistir, toda la terapia del suicidio se halla en el sentido de la vida, en su objeto y finalidad.

El hombre, con una visión puramente antropológica, puede colocarlo aquí, o con una visión teológica, puede colocarlo allá. la distinción entre el aquí y el allá es importante, porque, utilizando la metáfora del conductor, si éste - con una visión antropológica - mira hacia aquí, hacia el capó del coche, acaba estrellándose, suicidándose, perdiendo la vida, mientras que si - con una visión teológica - mira hacia allá, hacia el fondo de la carretera, acaba consiguiendo su objetivo, conservando la vida y salvándola.

El modo mejor de navegar no consiste en ir mirando al océano, sino en contemplar las estrellas. Como decía el cardenal Gomá, hay ocasiones extremadamente duras en las que el hombre ha de elegir entre el Evangelio y la pistola, y la elección entre la fe redentora (del primero), o la desesperación mortal (del segundo), de que habla Rahner ("Sobre el morir cristiano", en "Escritos de teología", Ed. Taurus, Madrid, 1969, VIII, pág. 303), nos dirá ante qué tipo o antitipo de hombre, y posiblemente también de sociedad, nos encontramos.
Entre Pedro, que llora arrepentido, se fía de Dios y confía en El, y Judas, que también se arrepiente, pero que no se fía y no confía en Dios, hay todo el abismo que separa al sacrificio de la vida - Pedro murió crucificado, como su Maestro - y el suicidio - Judas murió ahorcado, reventó por media y sus entrañas quedaron esparcidas por tierra" (Mt 27, 5, y Act, 1, 16).

No olvidemos que el Señor tiene todas las llaves y que entregó a Pedro las que abren las puertas del reino de los cielos, "tibi dabo claves regni coelorum" (Mt 16, 19). ¿Habrá entregado a Judas las "claves inferni", las llaves del abismo (Apc 1, 18), del logo que arde con fuego y azufre, y que es la muerte segunda? (Apc 21, 8).
Manuel Morillo

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