domingo, 21 de noviembre de 2010

DESEOS DE SEMEJANZA


En el orden humano, el deseo de imitar o de querer ser semejante a alguien, presupone siempre un deseo de amor.

Es en el fondo un deseo amar aquel al que se quiere imitar, porque el verbo imitar califica la acción o actividad que hemos de realizar para conseguir la semejanza.

Hace unos días publiqué la glosa titulada Semejanza, en la que poníamos de manifiesto la importancia que para el ser humano tiene la semejanza. La semejanza como casi todo lo que constituye la vida humana tiene una doble vertiente: la material y la espiritual. Aquí no nos vamos a ocupar de la semejanza material, la cual es para muchos, desgraciadamente más importante que la de orden espiritual, y ella no se puede adquirir fácilmente, aunque muchos o muchas, hagan determinados esfuerzos para conseguirla por medio de la cirugía estética. ¡Con lo fácil que es desear la semejanza espiritual! Y sobre todo conseguirla.

Me viene a la memoria unas estrofas de las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, que aunque creo recordar, que ya las mencioné en otra glosa, no me resisto a reseñarlas otra vez. Estas dicen así: Si fuese en nuestro poder tornar la cara fermosa corporal, como podemos hazer el ánima gloriosa angelical, ¡qué diligencia tan viva tuviéramos toda hora, y tan presta, en componer la cativa, dexándonos la señora descompuesta!

Pero aquí y ahora, lo que nos interesa es la semejanza del orden espiritual. Nuestro espíritu, es decir, nuestra alma a diferencia con nuestro cuerpo, sí que podemos modelarla y hacerla todo lo bella que queramos, no tenemos límite alguno, no importan los años, porque a diferencia de nuestro cuerpo que con el paso de los años, se va destruyendo, nuestra alma con el paso del tiempo, si queremos se puede ir cada vez embelleciéndose más. La belleza de nuestro cuerpo aquí se quedará, la de nuestra alma con nosotros se irá para siempre, porque nuestro cuerpo pertenece al mundo del tiempo, y nuestra alma para bien o para mal, según decidamos, es parte de otro mundo, el de la eternidad.

Ya decíamos en la glosa anterior que: El amor genera siempre semejanza, y a mayor grado de amor, mayor será la semejanza generada. Así nos lo manifiesta San Juan de la Cruz, cuando nos dice: La afición que el alma tiene a la criatura iguala al alma con la criatura. Y cuanto más grande es la afición más la iguala y la hace semejante; porque el amor hace semejanza entre lo que ama y lo que es amado”.

El amor genera siempre semejanza y prueba de ello lo tenemos en el hecho de que nosotros somos criaturas creadas en el amor y por el Amor y este divino amor que nos creó, lo hizo a imagen y semejanza suya tal como se nos dice en el Génesis (Gn 2,26). La semejanza a la que el libro sagrado se refiere, es sin ningún lugar a dudas a una semejanza espiritual, nunca corporal como más de uno puede pensar, y ello sencillamente y entre otras razones, porque Dios es solo espíritu puro y carece de cuerpo, al igual que los ángeles o demonios, sin perjuicio en que en determinadas ocasiones Dios permita a estas criaturas por especiales razones, presentarse a los hombres con corporeidad.

Tal como decíamos en la anterior glosa, referente a la semejanza, Dios nos creó semejantes a Él, porque la semejanza nace del amor y nosotros somos el fruto del amor de Dios. El foco de generación de la semejanza es el amor y se comprende que así sea, si tenemos en cuenta cuál es la esencia de Dios, que es el amor, porque como nos dice San Juan: Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4,16). Nos hizo semejantes a Él, porque nos amaba y nos ama desesperadamente, y nos ama en la medida en que encuentra su imagen en nosotros. Lo que Él quiere, es que a través de la semejanza que se genera en el amor, lleguemos a la plenitud del amor, a lo que es la unión con Él.

Dios en toda su obra de la creación, solo ha creado al hombre semejante a Él, ningún animal, planta u otra forma de vida goza de la semejanza con Dios, Solo el ser humano dispone de la condición de semejanza con Dios, porque solo él fue creado exclusivamente por razón de amor. El abad cisterciense Eugene Boyland escribe que: “…, la vida de Dios es una unión estática de conocimiento y amor (completa y de felicidad infinita) Dios no tiene necesidad de nada más. Su alegría y felicidad son tales que nadie podría aumentarlas. Sin embargo en su infinita bondad, El decidió compartirlas con alguien. Y así nos creó de la nada. Y en esta idea coincide Edward Leen escribiendo: El primordial propósito de la creación fue que la perfección infinita de Dios se pusiera de manifiesto en otros seres que debían de ser reflejo de su existencia y de su belleza. Entre estos seres tenía que haber algunos que fueran imágenes de la vida consciente de Dios, de su vida de conocimiento y amor... La grandeza y la felicidad de los seres inteligentes consisten en la fidelidad con que reflejan las perfecciones de Dios en sí mismos. De ahí se deriva que la gloria de Dios y la felicidad de la criatura fiel son materialmente, aunque no formalmente idénticas”.

Los seres humanos pues, estamos hechos a imagen y semejanza de Dios desde el momento de nuestra concepción. Y nos hizo semejantes a Él, porque nos amaba y nos ama desesperadamente, y nos ama en la medida en que encuentra su imagen en nosotros. Lo que Él quiere, es que a través de la semejanza que se genera en el amor, lleguemos a la plenitud del amor, a lo que es la unión con Él. ¿Qué es sino, la Eucaristía? Un regalo de Nuestro Señor, unos desposorios espirituales previos al matrimonio final, en el cielo, en donde encontraremos la plena unión. El misterio de la Eucaristía, que podemos considerar que es la gran envidia, que los ángeles tienen a los hombres, desgraciadamente no es apreciado por muchos, en su tremendo valor.

Pero esta semejanza, con la que nacemos no se encuentra, aún desarrollada. Esta semejanza que adquirimos al ser concebidos, es indudablemente tal como ya antes hemos señalado una semejanza de alma y no de cuerpo, por dos obvias razones: La primera es la de que Dios carece de cuerpo, es espíritu puro, y la segunda es que en el momento de nuestra concepción cuando adquirimos la semejanza aún no hemos desarrollado el cuerpo.

Al nacer, al salir al mundo lo hacemos con una incipiente semejanza y esta hemos de desarrollarla. La semejanza no es una cualidad o circunstancia estática sino que es dinámica como lo es el desarrollo espiritual de nuestra alma y de nosotros depende el que el desarrollo de nuestra semejanza, aumente o en su caso disminuya. Seremos nosotros a lo largo de la vida los que generemos más o menos semejanza, amando más o menos al Señor, que nos creó solo por razón de amor. Y el desarrollo de esta semejanza es lo que nos llevará a la ansiada unión con Dios.

Entonces, cabe preguntarse: ¿Y cómo desarrollaremos nuestra semejanza con Dios? Pues muy sencillamente, sabemos que la esencia de Dios y su propia actividad es el amor, nosotros lo que hemos de hacer es amar. Y de la misma forma que el primer paso para amar, es desear amar, así también podemos decir que el primer paso para querer ser semejantes a Dios es: DESEAR SER SEMEJANTES, tener deseos de semejanza con el Señor. Y estos deseos de semejanza nos llevarán siempre en primer lugar a amar más a Dios y posteriormente a lograr ya en esta vida una unión lo más purificada y perfecta posible con Él.

Sobre el camino para conseguir este fin, diremos tres cosas: la primera que sobre el tema se han escrito ríos de tinta y se seguirán escribiendo; la segunda es que no olvidemos nunca, que todos somos personas singulares y diferentes, amadas por el Señor, y que cada camino a seguir tiene la impronta de nuestra singularidad; y la tercera es asegurarle a todo el mundo, que el mejor manual para recorrer el camino, se llama la Biblia y su contenido atiende siempre a las peculiares características de cada uno de nosotros.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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