miércoles, 28 de septiembre de 2011

HOMENAJE A SAN VICENTE DE PAUL - 27 DE SEPTIEMBRE




Te agradecemos, Señor, el don que nos regalas todos los días al poder servirte en los más necesitados y hacer fructificar nuestros talentos cuando con Fe, Esperanza y Caridad los ponemos a tu disposición.

· Queremos seguir siendo testigos de la Fe, muy especialmente entre nuestros hermanos los pobres, siendo también nosotros pobres y sencillos, siguiendo a san Vicente que nos dice hoy, también, lo que les decía a las Hijas de la Caridad de su tiempo: La fe es una gran posesión para los pobres, ya que una fe viva obtiene de Dios todo cuanto razonablemente queremos. Si sois verdaderamente pobres, sois también verdaderamente ricos, ya que Dios es vuestro todo. Fiaos de él, mis queridos Hijos. Dios es fiel en sus promesas, y es muy bueno confiar en él, y esa confianza es toda vuestra riqueza y seguridad. (IX, 99-100).

· Tenemos Esperanza en tu Palabra, que hemos compartido en esta Eucaristía, y en tus promesas, y sabemos que hoy, también, nos envías a anunciar las buenas noticias a los más pobres, con la seguridad de que tú los has escogido para crear el futuro y seguir construyendo el Reino del Padre, actuando con los mismos sentimientos que los que san Vicente, también hoy, nos exhorta, con las mismas palabras que lo hacía en su tiempo: Nosotros no debemos estimar a los pobres por su apariencia externa o su modo de vestir, ni tampoco por sus cualidades personales. Por el contrario, si consideráis a los pobres a la luz de la fe, os daréis cuenta de que representan el papel del Hijo de Dios, ya que él quiso también ser pobre. También nosotros debemos estar imbuidos de estos sentimientos e imitar lo que Cristo hizo, cuidando de los pobres, consolándolos, ayudándolos y apoyándolos”. (S. V. XII, carta 2546).

· Nos comprometemos a que la Caridad sea la norma de nuestra vida: el amor al quien lo más necesita, pues en él estas Tú. Renovamos nuestro compromiso de trabajar unidos, de formar familia vicenciana para servirte mejor, de compartir nuestros carismas en la obra de la salvación. Y renovamos nuestra intención de que nuestra caridad sea efectiva, y no sólo de palabra, pues así nos lo enseña el mismo san Vicente: No es suficiente tener caridad en el corazón y en las palabras, debe manifestarse en las acciones. Solamente en la medida que engendra el amor en los corazones con los cuales se ejercita, es perfecta y llega a ser fecunda, entonces gana a todas las personas(S. V. XII, 274).

Gracias Señor, por la Fe, Esperanza y Caridad que has puesto en nuestros corazones, que son nuestra luz y faro. Que tu celo nos queme y nos lance a construir tu Reino. Que la familia de los seguidores de Vicente sea levadura en la masa, luz en las tinieblas, alegría en la desesperanza. Que Tú seas siempre, en los pobres, el motor de nuestras vidas. Gracias Señor, por el don que le diste a tu Iglesia en San Vicente de Paul.

Un año decisivo.
Que
Vicente de Paúl experimentara en la época que estamos historiando un proceso de conversión, es hoy una opinión generalizada entre los biógrafos del santo. Entendamos por conversión, primeramente, el descubrimiento vital de la dimensión religiosa de la existencia: Una potencia nueva penetra en la vida, y ésta es experimentada como enteramente otra, recibe un fundamento renovado y comienza a ser de nuevo”. La conversión es vivida por su protagonista como la irrupción avasalladora de Dios en lo más íntimo de la propia personalidad. Conversión y vocación son realidades correlativas, como las dos caras de una moneda. Como consecuencia de la irrupción divina, se produce una ruptura con la existencia anterior y una renovación completa del modo de entender el mundo y la propia vida. La conversión provoca una llamada. Surge un nuevo y definitivo proyecto vital.

No siempre es la conversión un fenómeno repentino. En la mayoría de los casos es fruto de un lento proceso de maduración, aunque al final del mismo cristalice en torno a un acontecimiento más o menos extraordinario, tomando así las apariencias de subitaneidad. La caída en el camino de Damasco, el tolle, lege agustiniano, son ejemplos típicos de esa manera de producirse los acontecimientos.En cuanto descubrimiento de la presencia soberana de Dios y de sus radicales exigencias, la conversión no supone necesariamente el total desconocimiento previo de ese mismo Dios ni una vida pecadora. En muchos casos, la conversión se produce simplemente desde una existencia que en su orientación fundamental no contaba de veras con Dios.

En el actual estado de nuestros conocimientos hay que conjeturar que ése es el caso de Vicente de Paúl. Cualesquiera que fuesen las exageraciones de su humildad posterior, Vicente no fue nunca un malvado ni a sus propios ojos ni a los de los demás. En 1608 está seguro de que su obispo no tendrá inconveniente en certificar que ha sido tenido siempre por hombre de bien. Su conversión a una vida de plena y absoluta entrega a la voluntad divina se produce desde una existencia trivial, de aspiraciones meramente terrenas, de escasa profundidad religiosa, de muy mediocres preocupaciones sobrenaturales. Eso significan sus pecadillos infantiles - la vergüenza de su padre cojo y mal vestido -, su ligereza en cuestiones de dinero, deudas, venta del caballo de alquiler, su constante búsqueda de sustanciosos beneficios eclesiásticos.

Enfrentémonos ya con el proceso de su conversión. El año 1610, cuando Vicente informaba a su madre de sus desengaños y de sus desesperanzas, iba a ser un año decisivo en la vida del todavía joven sacerdote. Lo iba a ser también, y no menos, en la historia de Francia. De nuevo nos sale al paso el insistente paralelismo entre la trayectoria del hombre y los rumbos de su nación, ahora más riguroso y con mayores implicaciones mutuas.

El 14 de mayo de ese año, casi a la misma hora y en lugares muy próximos entre sí, se producían dos acontecimientos de distinto signo, pero coincidentes en señalar el comienzo de una nueva etapa - importante etapa - en la vida de sus respectivos protagonistas: Vicente de Paúl y el reino de Francia. En la tarde de ese día, en un edificio de la calle de Coutellerie, de la parroquia de San Merigó, Vicente firmaba el contrato por el que recibía del arzobispo de Aix, Mons. Pablo Hurault de I’Hôpital, la abadía de San Leonardo de Chaumes, en la diócesis de Saintes, con todos sus títulos, rentas y obligaciones. Vicente creía alcanzar con ella la meta de sus largos y penosos esfuerzos: al fin era propietario de un importante beneficio eclesiástico.

Poco más o menos a la misma hora, entre las cuatro y las cinco de la tarde, y a sólo unas manzanas de distancia, en la calle de la Ferronerie, mientras se dirigía desde el Louvre a la casa de su primer ministro Sully, el rey Enrique IV recibía en su misma carroza, de un fanático medio loco llamado Francisco Ravaillac, las dos puñaladas que ponían fin a su vida y a su reinado. La muerte del rey galante cerraba un capítulo de la historia de Francia; dejaba en suspenso una campaña bélica que le habría enfrentado inevitablemente con España y el Imperio daba paso a un inestable período de luchas por el poder iniciado con la minoría del nuevo rey, Luis XIII, y la regencia de su madre, María de Médicis. No sólo por su proximidad física al lugar de los sucesos, Vicente hubo de sentirse vivamente afectado por el regicidio. La abadía de San Leonardo no era el primer empleo que conseguía. Desde unas pocas semanas antes, y aunque en uno de sus círculos más periféricos, su existencia giraba en torno al poderoso núcleo de atracción que era la casa real: entre el 28 de febrero y el 14 de mayo había conseguido también el nombramiento de capellán de la ex reina Margarita de Valois. Con ese título se le nombra en el contrato de arriendo de la abadía.

La reina Margot.
No sabemos con exactitud cuáles eran las funciones de Vicente como capellán de Margarita. La primera esposa de Enrique IV, última descendiente directa de los Valois, cuyo matrimonio con el rey había sido declarado nulo - ¡y con razón! - en 1599, habitaba un suntuoso palacio en la orilla izquierda del Sena. En torno a la antigua soberana bullía, con pretensiones de corte, una variopinta turba de poetas, comediógrafos, teólogos, nobles,
religiosos y charlatanes. Margarita, sin renunciar del todo a sus devaneos galantes, combinaba su afición a las ciencias y a las artes con el gusto por la devoción: mantenía a su costa una comunidad de agustinos, que cantaba día y noche el oficio divino en su capilla, y oía diariamente tres misas celebradas por sus capellanes, que eran, al menos, seis. Uno de ellos era Vicentede Paúl, quien debía su nombramiento a los buenos oficios del Sr. Le Clerc de la Forêt. A fin de vivir en la proximidad del palacio, Vicente instaló su domicilio en la calle del Sena, en una casa distinguida por ostentar en su fachada la insignia de San Nicolás. Como capellán-limosnero (aumonier, en el francés del siglo XVII, no había perdido aún su primitivo significado), además de celebrar la misa según su turno, Vicente se ocupaba de distribuir las abundantes limosnas de la extravagante dama. Muchas de ellas tenían como destino el vecino hospital de la Caridad, regentado por los Hermanos de San Juan de Dios, los Fate ben Fratelli, en cuyo convento romano había ingresado el ex renegado tunecino. Pronto lo vamos a ver en acción allí. Vicente continuaba aprendiendo, y su aprendizaje le iba entrenando cada vez con mayor precisión para las grandes empresas de su vida. Andando el tiempo, sería, sin títulos, pero muy realmente, el gran limosnero del reino. Sería también director de conciencia de la verdadera reina de Francia. Algo muy profundo estaba empezando a cambiar en el corazón de Vicente de Paúl en este año de 1610, al traspasar esa divisoria entre juventud y madurez que son los treinta años.

La abadía de San Leonardo de Chaumes no resultó tan buen negocio como se había prometido Vicente. En el contrato de adquisición ya se hacía constar que la iglesia se encontraba en ruinas, que no había en ellas monjes y que era preciso poner en explotación las tierras abandonadas. Por si fuera poco, resultó un avispero de pleitos. Vicente no conseguía hacerle producir las 3.500 libras que anualmente tenía que pagar al concesionario, Hurault de I’Hôpital. A los seis años de tan ruinosa adquisición, se desprendería de ella, por donación entre vivos irrevocable y firme, en favor del prior de San Esteban d’Ars, Francisco de Lanzón.

Una vida verdaderamente eclesiástica.
Volvamos, una vez más, a 1610. Aparte de ocuparse en afianzar lo más sólidamente posible su situación económica, Vicente vivió durante aquellos meses otros problemas y preocupaciones de índole muy diversa. Una serie de indicios nos permiten vislumbrar el cambio que empezaba a producirse en su espíritu. A pesar del anuncio hecho a su madre a principios de año, ni la capellanía de la reina Margarita ni la abadía de San Leonardo, que en cierto sentido era el honesto retiropor tanto tiempo buscado, le llevaron a regresar a su pueblo para consagrarse, como proyectaba, al cuidado de los intereses familiares. Había cambiado, como sabemos, de domicilio. La desagradable experiencia derivada de su hospedaje en casa del juez de Sore le había abierto los ojos a los peligros de la vida en el mundo. Ya antes de la falsa acusación de robo había trabado conocimiento con una de las figuras más relevantes de la
Iglesia francesa en aquellos momentos: Pedro de Bérulle (1575-1629). Vicente de Paúl se puso bajo su dirección, pequeño gesto que implicaba un profundo cambio de actitud. Vicente empezaba a proponerse metas más altas que el mero ascenso social: empezaba a buscar una orientación y unos objetivos espirituales. “Dios le había inspirado - comenta Abelly - el deseo de llevar una vida verdaderamente eclesiástica”.Con Bérulle, Vicente entraba en contacto con las corrientes más fervorosas y activas de la Iglesia francesa, las que desde hacía medio siglo se esforzaban por implantar en Francia la reforma preconizada por el concilio de Trento. Por aquellos años alcanzaba su apogeo la campaña en favor de la aceptación por Francia de los decretos tridentinos. Derrotada en los Estados Generales de 1614, acabaría imponiéndose, a pesar de las resistencias galicanas, en la Asamblea General del Clero de 1615.

Uno de los hombres más santos que he conocido, el cardenal Bérulle.
Miembro por nacimiento de la pequeña nobleza francesa, Pedro de Bérulle había recibido una esmerada
educación humanística y eclesiástica en los colegios jesuíticos. Muy joven, se había distinguido por su fervor y su inocencia de vida. Lazos familiares e inquietudes religiosas le colocaron en el centro de las corrientes reformadoras. Ya antes de su ordenación sacerdotal, en la última década del siglo XVI, había formado parte del grupo que en torno a la Sra. Acarie (1566-1618), y bajo la dirección de un cartujo francés, don Ricardo Beaucousin, y de un capuchino inglés convertido del anglicanismo, Benito de Canfield (1562-1610), introducía en los círculos devotos de Francia las corrientes espirituales de la mística renano-flamenca y el Carmelo español. Al mismo grupo pertenecían hombres como Miguel de Marillac, futuro guardasellos de Francia; Andrés Duval (1564-1638), doctor de la Sorbona, y Francisco Leclerc de Temblay (1577-1638), barón de Maffliers, el futuro y famoso P. José, la eminencia gris del cardenal Richelieu. Con todos ellos trabaría conocimiento Vicente en una u otra época de su vida. Este grupo - Bérulle y Duval en particular - pondría en ejecución la iniciativa de introducir en Francia a las carmelitas españolas, debida en sus orígenes a Juan de Quintadueñas, el hispano-francés señor de Brétigny, que dedicó su vida y su fortuna a la propagación de las hijas de Santa Teresa, cediendo a otros el primer plano de la escena, especialmente a Bérulle, por lo que se refiere a la introducción del Carmelo en Francia 16. En efecto, en 1604 es Bérulle quien se trasladará a España y regresará a París con el primer grupo de carmelitas españolas. El propio Bérulle, Duval y Gallemant serían, conjuntamente, sus primeros superiores.

Otras muchas empresas, religiosas y políticas, aguardaban todavía a Bérulle. Sus numerosas publicaciones pondrían en marcha lo que se ha llamado la escuela francesa de espiritualidad. Su actividad política, secundada y continuada por los Marillac, supondría - ya tendremos ocasión de verlo - la única alternativa válida a la política de Richelieu. Pero, sobre todo, la reforma interior del clero francés encontraría en él su guía y su mentor espiritual. Inspirándose en la obra de San Felipe Neri, fundaría el Oratorio, asociación de sacerdotes seculares, cuya mística era la visión del estado sacerdotal como ideal de santidad cristiana, frente a la postura, tan frecuente como superficial y hasta materialista, que reducía el sacerdocio a la búsqueda de prebendas y beneficios. Justamente lo que necesitaba Vicente de Paúl.

Este era el hombre, uno de los más santos que he conocido, como diría años más tarde, con quien en 1610 entraba en contacto Vicente de Paúl. Por mediación suya se incorporaba al pequeño e influyente círculo de los restauradores; leía la Regla de perfección, de Benito de Canfield, publicada el año anterior; trababa amistad con Duval, conocía a los Marillac. Naturalmente, para tomar parte en la reforma de la Iglesia tenía que empezar por reformarse a sí mismo. El nuevo grupo de sus amistades y una providencial intervención divina lograrían el cambio.Pedro de Bérulle es, cronológicamente, el primero de los tres grandes maestros de espíritu de Vicente de Paúl. Él es quien le despierta de sus sueños de dorada mediocridad y le asiste en la crisis decisiva de su vida. Pero la influencia de Bérulle sobre Vicente no fue total ni perdurable.

En la época en que Vicente se colocaba bajo su dirección estaba madurando el eminente eclesiástico las líneas fundamentales de la fundación del Oratorio, que cuajaría un año más tarde, el 11 de noviembre de 1611, en la constitución de la primera comunidad. Vicente convivió por algún tiempo con el primer grupito de futuros oratorianos. Pero no - indica Abelly con fina matización - para ser agregado a su santa compañía, pues él mismo declaró más tarde que nunca había tenido esa intención, sino para ponerse un tanto al abrigo de los compromisos mundanos y conocer mejor los designios de Dios sobre él y disponerse a seguirlos. Cualquiera que fuese la admiración de Vicente hacia el fundador del Oratorio, no fue tan fuerte como para arrastrarle a su seguimiento.

La influencia directa de Bérulle sobre Vicente se prolongó, que sepamos, durante siete u ocho años. De ella retendría Vicente no pocas fórmulas espirituales y una sincera veneración hacia su primer maestro. Pero Vicente descubriría en un momento dado su propio camino y su propia espiritualidad, que, a pesar de los esfuerzos de Brémond, no puede considerarse como simplemente beruliana.Es curioso constatar cómo las citas explícitas de Bérulle en los catorce volúmenes de los escritos vicencianos no pasan de la docena. Varias de ellas, aunque envueltas en elogios más bien tópicos, refieren pensamientos berulianos bastante triviales, como el de la malignidad que el cargo de superior suele dejar en quienes lo ejercen. La armonía entre maestro y discípulo terminó en una grave ruptura. No estamos muy enterados de los detalles por la extrema discreción de Vicente en estas materias. Probablemente, la ruptura se produjo en 1618. Poco antes de esa fecha había estallado una grave crisis en el círculo beruliano. El futuro cardenal se había empeñado en imponer a las carmelitas, como cuarto voto comunitario, el voto de esclavitud a Jesús. Tal propósito encontró la apasionada resistencia de muchas religiosas y la decidida oposición de otro de los superiores, el Dr. Duval, quien no dudó en denunciar el caso al cardenal Belarmino. En enero de 1618, Bérulle sostuvo con la Sra. Acarie para entonces M. María de la Encarnación, un violento altercado, que se saldó con una ruptura irremediable.

La Sra. Acarie murió en abril de aquel mismo año sin haber hecho las paces con Bérulle. Varias de las carmelitas tomaron la grave decisión de abandonar su convento de París y refugiarse en los Países Bajos españoles. No parece que Vicente interviniera en el fondo de esta malhadada controversia, pero sí podemos suponer, con bastante certeza, el partido que tomó: el del Dr. Duval. Sin un conflicto de gravedad, no se explica el encono con que, en 1628, Bérulle se opondría a la aprobación por la Santa Sede de la Congregación fundada por su antiguo discípulo.

El buen Sr. Duval”.
De la tutela de Bérulle pasó Vicente a la del Dr. Andrés Duval. Es muy probable que durante algún tiempo simultaneara ambas influencias, más atento a la de Bérulle en el plano profesional de ocupaciones y empleos, más sumiso a Duval, su confesor, en asuntos de conciencia. Duval, menos brillante que Bérulle, no era menos sabio que él y, seguramente, más desinteresado y más santo. Vicente dirá de él que, siendo un gran doctor de la Sorbona, era más grande todavía por la santidad de su vida”. “El buen Sr. Duval - otra de las expresiones favoritas de Vicente para referirse a él - se distinguía por su fervorosa adhesión a la Santa Sede. Era, en el sentido francés de la palabra, un ultramontano. A instancias del cardenal Barberini, el futuro
Urbano VIII, con quien le unía una estrecha amistad desde los tiempos en que éste había sido nuncio en París, compuso un tratado sobre la autoridad del romano pontífice para combatir el antirromanismo propagado por Richer. En un orden más práctico, trabajó, sin excesivo éxito, por convertir a la Sorbona en un foco de irradiación espiritual, y, en la misma línea, tradujo el Flos sanctorum del P. Rivadeneira, completándola con la vida de los santos franceses, y escribió la biografía de la Venerable Madre María de la Encarnación, la famosa Sra. Acarie. Hasta su muerte en 1638 sería el consejero indispensable de Vicente. Este, sin duda, encontraba más de su gusto la doctrina de Duval, de que las personas más sencillas disputan a los sabios la puerta del cielo y se la ganan 25, que la de Bérulle, según la cual los pastores de Belén carecían de categoría para honrar dignamente al Verbo encarnado: “El honor que le hacían era muy pequeño, de suerte que puede decirse que vinieron más a ver al Hijo de Dios que a rendirle homenaje. ¿No estaría ahí la raíz profunda que acabó distanciando de Bérulle al futuro apóstol de la pobre gente del campo?.

Como vivía en la ociosidad, se vio asaltado de una fuerte tentación contra la fe”.
Pero hemos anticipado demasiado el curso de los acontecimientos. En 1610, las relaciones entre Bérulle y Vicente de Paúl acaban de comenzar y son armoniosas. Tanto que puede decirse que Bérulle es, para Vicente, mucho más que un protector y un consejero: es su maestro de novicios. Después del primer y serio sobresalto interior que ha sido para Vicente la acusación de robo, el encuentro con Bérulle es el segundo gran acontecimiento que le va a orientar decididamente por el camino de la santidad. El tercero y más importante no iba a tardar en producirse. Entre 1611 y 1616, sin que podamos entrar en mayores precisiones cronológicas, sufre Vicente una terrible crisis espiritual, su travesía por el desierto o, si se prefiere el vocabulario carmelitano, su noche oscura del espíritu.

Los hechos, según Abelly, se desarrollaron de la siguiente manera: de la comitiva palaciega de la reina Margarita formaba parte un famoso doctor que en otro tiempo, siendo magistral de su diócesis, se había distinguido por su actividad y elocuencia en la controversia antiprotestante. La ociosidad a que le condenaba su nuevo oficio hizo que se viera asaltado por graves tentaciones contra la fe. Tan violentas llegaron a ser, que el pobre hombre experimentaba impulsos violentos de blasfemar de Jesucristo, desesperaba de su salvación y hasta sentía deseos de quitarse la vida tirándose por las ventanas. El mero intento de rezar el padrenuestro despertaba en él horribles imaginaciones. Hubo que dispensarle del rezo del oficio y de la celebración de la Misa. El mismo confió sus angustias a Vicente de Paúl, quien le aconsejó que en el ardor de la tentación se limitara a apuntar con un dedo hacia Roma o hacia la iglesia más cercana, indicando de esta manera que creía todo lo que cree la Iglesia romana. En tal estado de ánimo, cayó gravemente enfermo. Vicente, temiendo que acabase por sucumbir a la fuerza de las tentaciones, pidió a Dios que, si lo tenía a bien, traspasase a su propia alma las tribulaciones del doctor. Dios le tomó la palabra. El doctor sintió disiparse de golpe las tinieblas de su espíritu, empezó a ver bañadas en radiante claridad todas las verdades de la fe y murió en medio de una consoladora y maravillosa paz espiritual.

Entonces empezó la prueba para Vicente. La oscuridad envolvió su alma. Le resultaba imposible hacer actos de fe. Sentía desmoronarse en torno suyo el mundo de creencias y certezas que le había envuelto desde la infancia. Sólo conservaba, en medio de las tinieblas, la convicción de que todo era una prueba de Dios y de que éste acabaría por compadecerse de él. Redobló la oración y la penitencia y puso en práctica los medios que creyó más apropiados. El primero fue escribir en un papel el símbolo de la fe y ponerlo sobre su corazón. Convino con Dios en que cada vez que se llevase la mano al pecho renunciaba a la tentación, aunque no pronunciase una sola palabra. De esta manera – comenta Abelly con fino instinto psicológico – confundía al diablo sin hablarle ni mirarle. El segundo remedio consistió en vivir con los hechos las ideas que la confusión de la mente no le permitía contemplar con claridad. Se entregó a la práctica de la caridad, visitando y consolando a los enfermos del hospital de San Juan de Dios. La tentación duró tres o cuatro años. Se vio libre de ella cuando, bajo la inspiración de la gracia, tomó la firme e irrevocable resolución de consagrar toda su vida, por amor de Jesucristo, al servicio de los pobres. Apenas había formulado este propósito, cuando las sugestiones del maligno se desvanecieron; su corazón, oprimido tanto tiempo, se encontró sumergido en una dulce libertad y su alma se llenó de una luz esplendorosa que le permitió contemplar con plena claridad las verdades todas de la fe".

Quisiéramos conocer más a fondo el caminar interior de Vicente durante esos tres o cuatro años. Es inútil. Vicente no nos ha dejado nada parecido a la narración de sus experiencias místicas, que otros santos han descrito con minuciosidad. Pero todo indica que nos encontramos aquí ante la coyuntura decisiva de su vida. Bajo el peso de la prueba, su espíritu se fue acrisolando lentamente. Salió de ella purificado y transformado. Todavía habría de vivir otras experiencias y recibir otras luces. Pero el cambio radical ya se había producido. Había encontrado a Dios y se había encontrado a sí mismo, aunque su vocación no se había concretado aún en una determinada forma de vida ni en una actividad específica. Por eso va a seguir durante unos años tanteando un poco a ciegas todavía. La conversión radical vivida por Vicente pasaría por un largo proceso de maduración, hasta convertirse en un árbol cargado de frutos. Un episodio de 1611 podría hacernos pensar que Vicente era ya otro en esa temprana fecha. El 20 de octubre de ese año, mediante acta notarial, Vicente hacía donación voluntaria y libre al hospital de la Caridad de una suma de 15.000 libras que él había recibido el día anterior del Sr. Juan de La Thane. ¿Puro y desinteresado rasgo de caridad o mera transmisión de una limosna recibida con ese preciso destino? En todo caso, el que se escogiera a Vicente como ejecutor del acto de caridad es un indicio de que nos encontramos ya muy lejos del despreocupado deudor de Toulouse. La acusación del robo, todavía no completamente esclarecida, no había disminuido la confianza depositada en él por sus amigos parisienses. Si no por un santo, se le tenía por un hombre honrado.

Por primera vez, cura de aldea.
Otra prueba de
confianza la recibía Vicente de su director el P. Bérulle. Uno de los primeros compañeros de éste en la fundación del Oratorio iba a ser Francisco Burgoing. Pero Burgoing era párroco del pueblecito de Clichy-la-Garonne, vecino a París. Necesitaba renunciar a su parroquia para incorporarse a la naciente comunidad. En busca de un sustituto, Bérulle puso los ojos en Vicente de Paúl. Burgoing firmó su renuncia el 13 de octubre de 1611. La Santa Sede la aceptó el 12 de noviembre. Vicente no era ya el inexperto aspirante a la parroquia de Tilh; sabía que era necesario atar bien todos los cabos. El 2 de mayo de 1612, cuando todo estuvo legalmente asegurado, tomó posesión de su cargo con todas las formalidades de rigor: entró y salió por la puerta de la iglesia y de la casa presbiteral, hizo la aspersión con agua bendita, oró de rodillas ante el crucifijo y ante el altar mayor, besó el misal, puso la mano sobre el sagrario y las fuentes bautismales, tocó las campanas, se sentó en la sede del párroco Al cabo de doce años, por primera vez en su vida sacerdotal asumía la responsabilidad de la cura de almas. La conservaría durante más de catorce años. Pero sólo en los dos primeros haría de ella su principal ocupación. Luego le reclamarían otros cargos y otras obligaciones, forzándole a descargar el cuidado directo de la parroquia en un vicario. Clichy quedaría, hasta que la vida de Vicente haya encontrado al fin su rumbo definitivo, como apoyo seguro y último, mantenido en reserva, puesto que los usos del tiempo y los sagrados cánones le autorizaban a ello, durante una larga excedencia.

Clichy, en 1612, era una parroquia bastante extensa, con territorios anexionados hoy en gran parte a los distritos VIII, IX, XVII y XVIII de París, pero poco poblada: unas 600 almas, de las que sólo 300 estaban en edad de comulgar. A pesar de su cercanía a la capital, los habitantes eran campesinos humildes y gentes sencillas como los que Vicente había conocido en su Pouy natal. El nuevo párroco se entregó al trabajo con el ardoroso celo del neófito. Seguía atravesando la dolorosa prueba que acabamos de relatar, pero ello no hacía sino redoblar su fervor, convencido como estaba de que era la ociosidad la causa de sus turbaciones y de que sólo la práctica de los actos contrarios acabaría por concederle la victoria sobre la insidiosa tentación.

Su actividad se extendió a todos los ámbitos. La iglesia se encontraba en muy mal estado. Vicente emprendió su reconstrucción, la dotó de ornamentos y muebles, hizo poner un nuevo púlpito y una nueva pila bautismal. Sus amistades parisienses le proporcionaban los recursos necesarios. Vicente poseía ya el don, que tan importante papel desempeñaría en su vida, de saber despertar la generosidad de los poderosos en favor de los necesitados. Él mismo no dudaba en endeudarse para tan nobles fines. A los seis meses de su entrada en Clichy le vemos reconocer ante notario una deuda de 320 libras.

Más feliz que el Papa.
Con ardor todavía mayor se entregó a la atención espiritual de sus feligreses; predicaba con entusiasmo y, lo que es más importante, con capacidad de persuasión; visitaba a los
enfermos, consolaba a los afligidos, socorría a los pobres, reprendía a los extraviados, animaba a los pusilánimes. Fue, para él, una época feliz que en su ancianidad recordaría con nostalgia:
Yo he sido párroco de una aldea pobre párroco!). Tenía un pueblo tan bueno y tan obediente para hacer todo lo que les mandaba, que, cuando les dije que vinieran a confesarse los primeros domingos de mes, no dejaron de hacerlo. ‘Venían, se confesaban, y cada día iba viendo los progresos que realizaban sus almas’. Esto me daba tanto consuelo y me sentía tan contento, que me decía a mí mismo: Dios mío, ¡qué feliz soy por poder tener este pueblo!’ Y añadía: Creo que el Papa no es tan feliz como un párroco en medio de un pueblo que tiene el corazón tan bueno. Y un día, el señor cardenal de Retz me preguntó: ‘¿Qué tal, señor? ¿Cómo está usted?’ Le dije: Monseñor, estoy tan contento, que no soy capaz de explicarlo’. ‘¿Por qué?’ ‘Es que tengo un pueblo tan bueno, tan obediente a cuanto le digo, que me parece que ni el Santo Padre ni Su Eminencia son tan felices como yo’”.

No sólo eran buenos, sino artistas:
Diré, para confusión mía, que, cuando yo me vi en una parroquia, no sabía lo que hacer: oía a aquellos campesinos entonar los salmos sin fallar en una sola nota. Y entonces me decía: Tú que eres su padre espiritual, ignoras todo esto y me llenaba de aflicción”.

La acción de Vicente en Clichy irradió a las parroquias vecinas, cuyos pastores vieron en él un estímulo y un ejemplo. Una pequeña ausencia suya provocó una carta de su coadjutor pidiéndole que volviera cuanto antes, pues todos los párrocos de los alrededores, así como los burgueses y demás habitantes de la villa, deseaban ardientemente su regreso. Un religioso, doctor de la Sorbona, a quien Vicente invitaba con frecuencia a predicar y confesar en la parroquia, declaraba que los feligreses del futuro fundador de la Misión le parecían ángeles. Intentar instruirlos con su palabra se le antojaba empeño tan vano como llevar luz al sol.

Otra iniciativa tuvo Vicente durante su estancia en Clichy. Reunió en torno suyo a un pequeño grupo juvenil compuesto por diez o doce muchachos aspirantes al sacerdocio 38. Uno de ellos se llamaba Antonio Portail y tenía entonces veinte años. Es el primer discípulo de Vicente cuyo nombre conocemos. Estaba llamado a ser el más permanente de sus colaboradores: pasaría toda su vida junto a Vicente y ambos morirían el mismo año, con sólo siete meses de intervalo. Portail fue la ocasión involuntaria de que Vicente ejercitara otra virtud: la del perdón de las injurias. Un día el bueno de Portail fue atacado, sin que se sepa por qué, por un grupo de vecinos del cercano pueblo de Clignancourt, que la emprendieron con él a golpes y pedradas. Los habitantes de Clichy salieron en defensa del atribulado mozo y consiguieron apoderarse de uno de los agresores, que fue puesto en prisión. Vicente intervino ante la justicia del lugar e hizo libertar al prisionero.

Clichy es, en cierto sentido, el primer esbozo de la obra total de Vicente. En pequeña escala, en su labor parroquial están ya presentes todos los grandes temas que desarrollará su futura acción misionera: la preocupación evangelizadora de la gente del campo, la movilización de los poderosos en favor de los humildes, la caridad, la formación del clero. Todo ello no es todavía sino un vislumbre de líneas borrosas y poco definidas, pero en ellas late ya el presentimiento de la obra futura. Para descubrir y realizar ésta, Vicente necesitaba otros horizontes, un marco más amplio, llamadas aún más precisas. Sin darse cuenta de ello, Bérulle iba a ser de nuevo el instrumento de la Providencia. A finales de 1613 le invitaba a dejar Clichy e ingresar como preceptor en una de las más ilustres familias de Francia: los Gondi.

Se comprende el dolor con que los vecinos de Clichy vieron a Vicente alejarse de su pueblo. No les dejaba por completo, puesto que hasta 1626 retendría la titularidad de la parroquia, y de vez en cuando regresaría a ella ya para administrar algún bautismo 40, ya para recibir, al frente de su feligresía, la visita pastoral del señor obispo, como ocurrió en 1624, en que Mons. Juan Francisco Gondi encontraría todo en orden: el oficio dignamente celebrado, enseñado el catecismo, los libros parroquiales al día, armonía y buen entendimiento entre el párroco y su vicario, entre los sacerdotes y el pueblo.

El Señor Vicente.
El buen pueblo de Clichy guardó siempre un grato recuerdo del mejor de sus párrocos, Vicente de Paúl o, como ellos le llamaban familiarmente, Monsieur Vincent, el Señor Vicente. Había sido él mismo quien había querido que se le llamase así, como quien dice el Señor Pedro o el Señor Antonio, según explica Abelly. Ocultaba de esa manera el de Paúl, un poco enfático, de su apellido. El resto de su vida seguiría siendo sólo eso, Monsieur Vincent, el Señor Vicente. Así le llamarían la reina, el cardenal Mazarino, los misioneros, las
Hijas de la Caridad, los pobres de Chatillon, los cardenales y los obispos. Por el mismo nombre, acaso hoy privado por el uso de su primitivo y espontáneo frescor, le seguimos conociendo nosotros: Monsieur Vincent, el Sr. Vicente.

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