sábado, 22 de octubre de 2011

CAMINO DE HUMILDAD




CAMINO DE HUMILDAD (RB PRÓL. 4-7) – I
Ante todo, cuando te dispongas a realizar cualquier obra buena, pide con muy insistente oración que Él la lleve a término, para que quien ya se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, en ninguna ocasión se tenga que entristecer por nuestras malas obras [cf. Sab 4,8; 5,5]. Por tanto, hay que estar prontos a obedecerle con sus bienes en nosotros, para que no sólo no llegue alguna vez como padre airado a desheredar a sus hijos, sino que ni siquiera como señor temible, irritado por nuestros males, entregue, como siervos malvados, a la pena eterna, a quienes no quisieron seguirlo a la gloria [cf. Mt 18,32; 25,26].

Tras la invitación a escuchar su enseñanza para que sea realizable su determinación de dejar sus voluntades y ponerse al servicio del verdadero Rey, el maestro - padre da al lector - oyente, a ese hijo que va a ser gestado en su magisterio, su primera indicación.

Quien comienza el camino de renuncia y servicio no parte de la nada. Él ya ha oído la primera llamada y se dispone a proseguir el seguimiento que ya ha comenzado en la primera conversión. El bautizado, todo quien está en gracia, cuenta con una ingente riqueza que ha recibido de Dios y que lo dota para poder llevar a cabo la empresa a la que ha sido llamado. Desde el primero, todos los pasos son posibles por gracia, Jesucristo tiene siempre la iniciativa.

Pero no es lo mismo estar dotado que ser capaz de algo. Aquello con lo que contamos por naturaleza para que no se quede en virtualidad agostada, en un ex-futuro, en algo que pudo ser pero que se quedó en posibilidad con el paso del tiempo muerta, necesita ponerse a tono, estar en forma de realización. Y a esto la vida de fe no hace excepción. De ahí la necesidad del maestro espiritual que, a través de la ascesis/entrenamiento pertinente, nos ponga en forma.

Y lo primero de todo para estar dispuestos, aparejados, prontos, para obedecer, gracias a los bienes que en nosotros Dios ha puesto, es la humildad... ¿o la oración?

Las virtudes y dones sobrenaturales son míos, pero siempre lo son como don, no como don-ya-dado, sino como don-en-donación. De los hombres recibimos cosas y dejan de ser del donante y no necesitan de él para ser lo que son; pero el amor de una amistad, que es don del amigo, es un manadero que no podemos controlar, ese amor solamente es nuestro cuando estamos ante él no como quien ya ha recibido, sino como quien está permanentemente en recepción, como quien no puede forzar, exigir o expropiar, sino como quien es enriquecido por el libre hontanar de amor del amigo.

Orar es estar abierto ante el manadero divino. Es el humus fecundo donde empieza a crecer la semilla recién sembrada, aunque haya que quitar cantos y espinos. Pero esa actitud orante, esa humildad, es ya comenzar a limpiar la tierra de las propias voluntades, para poder obedecer la voluntad una. La humildad nos capacita, la oración lo es de un menesteroso mendigo de la gracia de Dios siempre necesitado.

CAMINO DE HUMILDAD (RB PRÓL. 4-7) - II
Se trata de una oración de una gran intensidad, sumamente apremiante. Y lo ha de ser tanto en su profundidad como en su duración. Una oración que ha de serlo de todo nuestro ser, pero no en un momento ni siquiera con gran reiteración en una prolongada sucesión de momentos. Toda la vida ha de convertirse en una única oración. Llegar a vivir en estado de oración.

Seguramente una de las constantes en el monacato primitivo sea la preocupación por la oración continua, sin intermisión. Pronto quedaron atraídos por el mandato del Señor: «Es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1; cf. 1Tes 5,17). Y al mismo tiempo comprendieron la lejanía del ideal y la dificultad para alcanzarlo. No se trata de orar con frecuencia, sino ininterrumpidamente, llegar a un estado en que la atención esté permanentemente en Dios.

Por ello, la oración se convierte en un combate y el camino ascético para llegar hasta ahí es propiamente la vía del guerrero. Toda una diversidad de elementos internamente atraen y dividen nuestra atención. Todo tipo de pensamientos, imágenes, sensaciones, mociones,... detraen nuestra atención de lo eterno e infinito y la atraen a la dispersión de lo finito y fragmentario, dividiéndonos entre lo externo y lo interno, entre el falso yo y los objetos y a estos entre sí.

Esta inicial llamada del maestro-padre sitúa al lector-oyente de la Regla ante su incapacidad y, por tanto, como hijo empieza a ser gestado para la humildad. La gracia nos capacita para la lucha, pero no nos exime de ella. Intentar abrir nuestra atención de manera permanente a Dios nos pone rápidamente ante el fracaso. Palpar esa pequeñez será también un primer triunfo, pues todo lo que es sentir aceptantemente nuestra imposibilidad es crecer en humildad.

El combate contra ese torbellino de sugestiones no es posible desde la soberbia, con nuestras solas fuerzas y desde ellas, pero tampoco es un tramo del camino del que nos vaya a privar la gracia, aunque muchas veces el Señor, para acrecer nuestra esperanza y, por ello, nuestro ánimo en la lucha, nos da, en momentos puntuales, a gustar la paz y reposo de una atención abierta ilimitadamente a Dios, la unión en Él de todas las cosas y cómo la anulación del ego no es nuestra aniquilación. Ahí la libertad alcanza una plenitud inimaginable, libre de todo, también de la mera realidad, se es libre para Dios, porque se es libre en el misterio divino. Ahí todo muestra su hermosura y la luz parece recién nacida, pues no está velada por el desorden del corazón.

Comienza un combate humilde por la oración, por vencer todo afecto desordenado, para que nuestra atención esté solamente seducida por Dios. El primer fracaso es una magnífica ocasión para empezar a vencer nuestra tendencia a ser nuestros propios maestros, nuestro opinionismo. Es momento para comenzar a pedir a quien curtido por los combates tiene experiencia: «Dame una palabra para que pueda salvarme».

Y, al final, como la amada del Cantar, decir: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2).

CAMINO DE HUMILDAD (RB PRÓL. 4-7) – III
En ese paraíso de contemplación, donde todo es uno y cada realidad es más ella misma, toda acción, bien sea de contemplación caritativa o de caridad contemplativa, sin dejar de estar en la inevitable sucesión del tiempo en que somos, se encuentra embebida de eternidad. Pero el principiante, que ha sido ya incluido en el número de los hijos, en sus comienzos torpemente, como quien aprende a caminar, no puede por menos de vacilar, de orar tambaleándose; su insistencia en la humilde petición es balbuciente.

Esta debilidad, este palpable fraccionamiento de su obrar en todos los aspectos, discernidamente sentido con la ayuda del buen maestro espiritual, se convierte en fuente de acción ascética, en tierra/humus sobre el que apoyar el pie para poder dar el siguiente paso en un caminar agraciado.

Un andar por un camino cuyo trazado, como cuerda de violín bien templada, está fijado por la tensión entre la elección y el juicio, entre la debilidad de haber sido elegido por gracia y el estar convocado al juicio sobre la respuesta a esa llamada. Es un peregrinar en gozosa penumbra, en estar saliendo de la negra noche y estar ya palpando la luz de un Sol cuyo cenit en su amanecer anuncia. Por ello, vivimos ya en las últimas realidades.

Y ese camino lo recorremos y nos lleva. Como río que porta las naves a su destino, es Cristo quien lleva a término nuestra jornada, mas con su gracia la recorremos. Y siendo ya hijos, no dejamos de ser siervos. Siendo nada, lo tenemos todo. No teniendo con qué merecer, recibimos gracia para hacerlo. Es un camino de humildad.

Alfonso G. Nuño

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