martes, 18 de octubre de 2011

CELOS DE DIOS



Los celos se generan por la sospecha o la realidad de haberse cambiado el amor, que se espera de alguien, hacia otra persona.

Los celos son siempre un producto de un amor no correspondido o traicionado. Por ello los celos son producto del amor, donde no ya amor no puede haber celos. Y esto es, lo que le pasa al Señor, cuando constata que su amor a nosotros no es correspondido debidamente. Precisamente la tragedia del Señor, consiste en que no encuentra entre nosotros, personas dispuestas a aceptar sin reparo de ningún género el amor que Dios quiere volcar en ella. No encuentra personas que se le entreguen incondicionalmente sin ninguna clase de reservas.

Esta fue la gran aportación que Santa Teresa de Lisieux, hizo a la espiritualidad del Carmelo, poniéndonos de manifiesto, el tremendo amor que el Señor quiere derramar sobre sus criaturas, y estas que somos nosotros, no aceptamos este amor, incluso llegamos a menospreciarlo. Ya en el Antiguo testamento, el Señor dejó explicitado a su pueblo elegido, el amor que siempre está deseando derramar sobre nosotros, y la traición a este amor que suponía buscar otros dioses o ídolos, para robarle al Señor el amor que solo a Él le corresponde. Así en el Libro del Éxodo podemos leer: No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas. No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto, porque yo soy el Señor, tu Dios, un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación, si ellos me aborrecen; y tengo misericordia a lo largo de mil generaciones, si me aman y cumplen mis mandamientos. (Ex 20,4-6).

También en el Deuteronomio, se puede leer: "Porque Yahvéh tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso”. (Dt 4,24). Desde luego que el amor del Señor es un fuego devorador, no hay nada más que leer los Evangelios: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!”. (Lc 12,49-50). Los celos del Señor, han ido variando en su importancia de acuerdo con nuestras conductas y actitudes, aunque siempre han tenido un factor generador que es nuestra idolatría. Es decir nuestro amor a unos determinados ídolos. Pero estos ídolos, pueden ser de muchas clases.

En la época del A.T. los celos los causaban la adoración a iconos o ídolos construidos por los israelitas. En el año 1.225 más o menos a. C. Moisés subió al monte en el Sinaí, y Dios le dio las tablas de la Ley y: “Entonces habló Yahveh a Moisés, y dijo: «¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado. Bien pronto se han apartado el camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: "Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto”. (Ex 32,7). Para Raniero Cantalamessa, franciscano predicador oficial de la Curia del papa, El becerro de oro, fue un típico caso de religiosidad popular. El pueblo se agolpa alrededor de Aarón, el sacerdote, y le pide: Haznos un dios que camine delante de nosotros… ¡Cuantas veces se repite esta escena en algunas partes de la cristiandad, por ejemplo, con la imagen del santo patrono!”.

Antiguamente la idolatría humana revestía otras formas, que ahora sigue existiendo también, pero hoy en día, podríamos afirmar que pocos de nosotros se hallan en situación de cometer un pecado de idolatría en sentido literal. La idolatría de hoy en día, propiciada por nuestro inteligente enemigo, el demonio, es mucho más sutil, menos burda, pero más dañina para el alma humana, la que ahora tenemos. Hoy se rinde culto al dinero y sobre todo al falso dios de uno mismo. El Señor, ya nos avisó y nos dejó dicho: Quien quiera salvar su vida la perderá y quien acepte perderla por el Señor, la encontrara. (Mt 10,35).

Cualquier cosa que coloquemos por delante de nuestro amor al Señor, sean las riquezas, los negocios, el éxito social, el placer mundano o el bienestar físico, se convierte para nosotros en un dios, si es que las colocamos delante de nuestros deberes con Dios. Estamos así frente a un pecado de auto idolatría. No terminamos de tener una auténtica fe, nuestra fe es muy tibia, y por ello en vez de ampararnos en el amor y en la confianza con el Señor, nos refugiamos en nosotros mismos, o en otras personas que consideramos más capacitadas, que nosotros mismos, dados sus triunfos materiales. Y lo que es lo peor de esta situación, llegamos a creernos y aceptar que el dios dinero, todo lo puede: Poderoso caballero es el dinero reza el dicho popular.

Todos sabemos que directa o indirectamente utilizando la mano de obra humana, o prescindiendo de ella, todo ha sido hecho por Dios, por lo que resulta que todo, absolutamente todo lo que vemos y nos rodea, cualquier que sea su belleza, o su utilidad es siempre inferior a su Creador y tal como nos dice San Agustín: Pudiendo llegar a poseer al que todo lo hizo, ¿porque nos emperramos en poseer algo inferior?, cuales son cualquiera de sus creaciones. Convertimos las creaciones de Dios en ídolos a los que adoramos anteponiéndolos al amor que le debemos al Señor. ¡Cómo podemos extrañarnos de que Dios sea celoso!

Para los ángeles que nos contemplan, les resulta a ellos sorprendente, esa ansia de posesión material que nos domina, menospreciando los bienes de carácter espiritual, que tan fácilmente tenemos a nuestra disposición. A medio tontos que seamos, nos damos cuenta de esta realidad y somos conscientes de que cuando lleguemos ante el Señor, nunca vamos a poder alegar como mérito nuestro, la cuantía de los bienes materiales, que aquí abajo hayamos conseguido. No podremos enorgullecernos de ellos y decirles al Señor: Es que yo llegue a ser el más rico del cementerio. Solo el haber amado a Dios nos podrá salvar. Nos podrá salvar el que en ningún momento, Dios haya sentido celos o se haya sentido traicionado en nuestro amor a Él.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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