jueves, 20 de octubre de 2011

LOS NIÑOS, EL LLANTO Y EL SUEÑO



Muchos padres nos debatimos, a la hora de acostar a nuestros hijos, si conviene quedarnos con ellos a hacerles compañía, si es mejor que se duerma solo; cuando son bebés, si hay que dejarlos llorar para que no nos tiranicen, y entiendan que a dormir, solitos...

Recuerdo la primera vez que fui madre, hace ya unos años: el momento de acostar a mi hija no era el mejor del día, porque realmente, su fuerte no era dormir, ni de día ni de noche. Parecía no querer perderse nada del asombroso mundo en el que había nacido. En aquel entonces, la mayor parte de la gente que me rodeaba había utilizado o utilizaba el "método Estivill" para dormir a los niños. Me lo contaban, y yo escuchaba con una cierta apertura, no fuera a ser que mi hija me hubiese tomado la medida, y la estuviera "mal educando" quedándome con ella, acogiéndole la manita o acariciándola hasta que quedaba dormida.

Tenía naturalmente una cierta resistencia a ese método que me contaban consistente en, de una forma hiperregular y medida, ir dejando llorar a tu hijo, hasta que finalmente, te contaban las madres, el niño se dormía solo. Era un método que parecía no fallar, y se sentían exitosas de haberlo llevado a cabo. A su lado parecías más bien blanda y con poco sentido de lo que es una buena educación para un hijo.

Me compré el libro y lo leí hasta el final, pero no me convenció. No me lanzaba a usar un método a mi modo de ver muy desprovisto de naturalidad, y que sobre todo lo que buscaba era el bienestar y el equilibrio de los padres. Pensé con un silogismo muy sencillo: "mientras aguante, seguiré mi sentido común de madre, que es quedarme con mi hija". No digo que lo hiciera perfecto, y es muy posible que mi inexperiencia hiciera que mi hija no se durmiera naturalmente a un ritmo normal, pero la solución no la veía en aquel método.

Pasaron los años, y fui fiel a mi sentido común o natural de madre, y un buen día cayó en mis manos otro libro: "Bésame mucho". De otro pediatra (Carlos González) que preconizaba la teoría contraria a la de Estivill, y sus argumentos sí resonaron en mi interior. Viene a decir: duerme con tus hijos, ámalos y achúchalos mucho, recupera, en definitiva, tu sentido común de madre y sé fiel a él. Me alegró mucho leerlo, y me sentí contenta de haber sido fiel a mi propio sentido maternal.

Estos días voy leyendo más artículos sobre el tema, y la neurociencia y muchos psicólogos salen también en defensa de la bondad de ser fiel al hermosísimo instinto maternal que nos lleva a atender a nuestros hijos cuando lloran, y a confiar en que ellos tienen una capacidad natural para autorregularse. Que mientras no lo hacen, es que aún les falta algo que nosotros les podemos dar. Y que mientras se lo demos, les estamos dotando de seguridad y confianza para la edad adulta.

Que un bebé llore demasiado, dice la neurociéntifica Sue Gerhardt, es contraproducente pues el estrés del llanto puede elevar demasiado el nivel de cortisol en la sangre, y como los bebés, a diferencia de los adultos, no tienen herramientas para regular esos niveles, les puede dejar huella para toda la vida.

Mi conclusión es que lo mejor para una madre es ser madre, y también para un padre, claro, en el sentido de que sepa mirar en las señales que envían sus hijos, ya sea a través del llanto o de las distintas emociones con las que nos sorprenden cada día, llamadas de atención que los requieren para proporcionar a sus hijos el ámbito de amor que necesitan para crecer sanos.

Georgina Trías

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