martes, 22 de mayo de 2012

UNA MONJITA Y UN EXORCISMO.


A Miguel se le aparecía en sueños una monjita que le señalaba el rostro de un hombre. En su desesperación, Miguel soñaba que esa mujer piadosa y consagrada le decía, sin palabras, "este hombre puede salvarte del averno". Miguel vivía en Entre Ríos y trabajaba con un miembro de una secta satánica que lo pretendía en amores. Se había resistido a ese requerimiento, había probado alimentos que el mago le había cocinado a modo de galante obsequio y, a partir de entonces, había sufrido convulsiones, violencias y toda clase de fenómenos autodestructivos. Lo habían tratado médicos y psiquiatras, y un sacerdote local le había diagnosticado "posesión diabólica". Al borde del suicidio, creyendo verdaderamente que estaba tomado por el demonio, llegó a la provincia de Buenos Aires y buscó, por medio de unos parientes alarmados, a un exorcista.

Carlos Mancuso es el párroco del templo de San José, sobre la calle 6, y el cura autorizado por el obispado de La Plata para realizar el ritual más misterioso y estremecedor de la liturgia católica. Cuando Mancuso examinó en su despacho al paciente y comprobó que no se trataba de un asunto meramente psiquiátrico, Miguel reconoció en sus facciones la cara del hombre providencial que le señalaba, en sueños, aquella monja ignota.

El exorcismo se produjo poco después en esa iglesia cerrada, sobre una frazada y con ayuda de cinco hombres que sostenían al poseso, mientras Mancuso trabajaba con las oraciones en latín, el crucifijo y el agua bendita. En la realidad, los exorcismos son mucho menos espectaculares que en la ficción. No hay levitaciones, telequinesis, multiplicidad de voces ni pronunciación de distintas lenguas. Al menos, el padre Mancuso, que lleva veinte años cumpliendo ese ritual redactado en 1614 y que tuvo leves enmiendas en 1984 bajo el papado de Juan Pablo II, asegura que jamás vio semejantes piruetas o clichés del folklore.

No por eso la ceremonia resultaba menos aterradora. Miguel se sacudía, gruñía, pateaba, insultaba y de vez en cuando miraba el fondo de los ojos del exorcista y le hablaba en nombre de otro. "Tu Dios no existe", le dijo en un momento. "¿Ah, no? -respondió Mancuso-. ¿Y a vos quién te mandó al infierno?" Miguel, o su ardiente inquilino, pasó de la negación al lamento: "Dios me ha abandonado".

El sacerdote tiene orden de su obispo de no confraternizar ni entrar en diálogos, pero no pudo en esa ocasión evitar la ironía: "Ah, claro, ahora resulta que te abandonó". Miguel se movía con una fuerza impresionante, y era doblegado una y otra vez por los auxiliares y atacado con las armas del ritual.
En un momento, exhausto por el esfuerzo, sonrió de un modo escalofriante: "Bueno, ahora podemos negociar", le dijo al cura. No había negocio posible. Y al final se entregó. Lo hizo adoptando un alivio absoluto, una paz nueva, un silencio limpio. Regresó a casa de sus parientes con la sensación de que había vuelto a ser él mismo después de tanto tiempo. Y antes de viajar a Entre Ríos, fue a escuchar misa y a darle gracias a Dios a la catedral de La Plata. También visitó distraídamente la santería y entre todas las estampitas vio una de sor María Ludovica, una mujer legendaria que realizó una gran tarea en el Hospital de Niños de la ciudad y murió en 1962. Esa era la monjita -aseguró Miguel, alelado- que se le aparecía en sueños mostrando la cara redonda pero seria del padre Mancuso.

Este episodio ocurrió hace dos años y a pesar de que el párroco de San José es uno de los más notables exorcistas de la Iglesia Católica argentina y que no se trata de un sacerdote ramplón y ciego sino de un hombre intelectual y estudioso de la psiquiatría, no puedo creer en lo que acaba de contarme. Puedo creer que me cuenta la verdad. Pero no puedo creer de verdad que existan anticristos ni posesiones satánicas. "No puedo creer - le digo -. Pero a veces creo en los que creen."

Fui educado en un colegio salesiano, pero luego conocí el materialismo histórico y me deslicé por la ciencia y la razón a este agnosticismo culposo: ahora envidio a los que tienen fe. Y me fascinan los ritos milenarios de la Iglesia que resisten la modernidad. Pero me gustan las historias de exorcistas como me gustan los cuentos de fantasmas y de vampiros.

Me encantan como lector los monstruos aunque no puedo creer verdaderamente en ellos. En mi concepción racionalista, Miguel tenía un delirio místico y necesitaba un curador que entrara en su lógica, creyendo profundamente en ella, y que lo curara de esa sugestión. El exorcista y el poseso tenían así algo en común: creían que Satanás existía y que podía invadir un cuerpo humano. Para muchos miembros de la propia Iglesia el diablo es sólo una metáfora del mal. Una figura jamás corpórea ni parlante. Otros sectores tienen la seguridad plena de lo contrario. Se reconoce que Juan Pablo II realizó tres exorcismos y se recuerda que hace poco Benedicto XVI saludó a la Asociación de Exorcistas Italianos diciéndoles: "Ustedes ejercen un importante ministerio al servicio de la Iglesia".

Lo concreto es que, en la era de las computadoras y más allá de polémicas internas o externas, el exorcismo se sigue practicando discretamente en casi todo el mundo. Y Mancuso se ha convertido en un referente de esa praxis. Lo llaman y escriben desde Estados Unidos y Europa, y lo invitan a realizar exorcismos en Centroamérica. Hace dos años tuvo que dar una conferencia en el Congreso Internacional de Psiquiatría, que se realizó en el Hotel Panamericano. El exorcista ha estudiado mucho esa materia, y los psiquiatras lo rodeaban pidiéndole que les relatara los casos más impresionantes. Su principal trabajo consiste en dilucidar cuándo verdaderamente se trata de un hecho de posesión. En muchas ocasiones, descubre detrás de esos síntomas esquizofrenia, histeria o paranoia, y deriva a los pacientes hacia centros de salud mental. Muchas veces percibe que es simplemente trabajo para los médicos clínicos o para los neurólogos. Es que los exorcistas dividen los problemas en tres planos: el físico, el psíquico y el espiritual. Y sólo pueden intervenir cuando en los dos primeros no se ha encontrado la razón última del disturbio. Si tengo que optar entre la mente y el alma, particularmente yo me quedo con la mente porque puedo diseccionarla, pero no se me ocurre discutir del tema con alguien que estudia día y noche teología, psiquiatría, parapsicología y tratados de demonología. Estamos en su despacho, donde habitualmente atiende cercado por libros antiguos, y me doy cuenta de que le teme más a la influenza que al demonio. "Es cierto -se ríe-. Tengo la estufa prendida todo el día y me pongo el abrigo para salir al corredor porque hace frío: soy diabético y no quiero enfermarme. Vivo solo y nunca tuve miedo a cosas sobrenaturales."
El cielo y la tierra están llenos de asuntos que no comprendemos y tengo la impresión de que no me queda más alternativa que escuchar y narrar algunas experiencias límites del exorcista sin juzgar si la suya es medicina real o simple placebo.

El primer caso de posesión que Carlos Mancuso vio de cerca ocurrió en los años 80 y la protagonista del evento resultó ser una catequista. La chica estaba de novia y todo marchaba bien, directo al casamiento, a pesar de que la inminente "suegra" pensaba que ella no era un buen partido y que la relación era un error. Al parecer, la mujer consultó un brujo y pagó por un maleficio. El mago le dio un preparado especial y le pidió que lo mezclara con frutillas e hiciera con ellas una torta para la catequista. Se trataba de un "trabajo" importante, y la madre del novio siguió las indicaciones al pie de la letra. Después de comer varias porciones, la chica comenzó a vomitar y a perder la conciencia, cambió radicalmente su personalidad y entró en un túnel de insultos y reacciones demenciales que duró días y días, y que ningún médico atinaba a frenar. El ángel se había convertido en un demonio. Y el cura de su parroquia, cuando la cosa se volvió inmanejable y escuchó que ella misma aseveraba tener dentro una presencia maligna, fue a buscar a Mancuso. Era una noche de luna y el cura de la calle 6 caminó por un largo pasillo y tocó a la puerta de la casa. Lo hicieron pasar y vio que la catequista estaba en cama, con su madre a un lado y un sacerdote, amigo de la familia, del otro. Inmediatamente entró, la chica le gritó a Mancuso: "¡Fuera, basura!". Y comenzó a escupirlo. Mancuso le acercó el crucifijo y le advirtió: "Este te va a vencer". La catequista respondió, con voz ronca: "A ése yo ya lo vencí".

"Está endemoniada"

Al día siguiente Mancuso visitó al padre Antonio Sagrera, un sacerdote español que tenía 85 años y que era el exorcista oficial de la diócesis. Sagrera estaba trabajando en el jardín y en cuanto Mancuso empezó a relatarle los detalles del caso de la catequista, sin dejar de cortar los brotes con su tijera, el veterano guerrero de la oscuridad dictaminó: "Está endemoniada". Lo hizo sin pestañear y sin dejar de podar su parra. Mancuso quedó impresionado por la seguridad de su maestro. Luego también él adquiría ese ojo clínico.

En aquel entonces, para practicar un exorcismo en la zona había que pedir permiso a monseñor Antonio Plaza. Hoy el obispo Héctor Aguer le ha dado permiso especial a Mancuso para llevar a cabo esas ceremonias según su criterio: confía absolutamente en los razonamientos de su párroco. Plaza le dijo a Mancuso: "Háganlo pero con mucha prudencia, tal vez no se trate de una poseída sino de una enferma".

Los familiares de la catequista la trajeron a la rastra a la iglesia a las diez de la mañana. Cerraron el templo al público y pusieron una manta en el suelo. Pese a que Sagrera dirigía la operación, Mancuso se adelantó y les dijo a los auxiliares: "Agárrenla entre todos". La catequista lo miró con sorna: "Ah, me tenés miedo". A órdenes del padre Antonio comenzaron los ritos y las unciones, y su sucedieron los pataleos e insultos procaces.

En un momento pararon para descansar y uno de los auxiliares le dijo: "La bronca es con usted, Mancuso". Era cierto: Sagrera manejaba el exorcismo, pero el odio de ella no se concentraba en el maestro sino en el aprendiz. "Fue como un aviso -me dice Mancuso-. Una premonición y un aviso por todos los combates que libraríamos él y yo a partir de entonces." Después de luchar y resistirse, después de un escándalo de voces y forcejeos, repentinamente todos escucharon una voz: "Abandono". Y la chica volvió dolorosamente de su furia ciega a sus cabales. Un estudiante de medicina, que presenciaba las maniobras, la había examinado en el pico máximo de tensión: la catequista registraba los valores vitales normales. En medio de la ira sin límite y los puñetazos tenía sólo 72 pulsaciones, como si estuviera tomando una apacible siesta.

El crecimiento del ocultismo y la magia negra, la proliferación de sectas satánicas y las cofradías secretas, la multiplicación de hechiceros, curanderos y adivinadores, y la progresiva experimentación del espiritismo han sido el principal caldo de cultivo de los pacientes que el padre Mancuso ha venido atendiendo. La mayoría proviene de la provincia de Buenos Aires y de la Capital.

Sin embargo, el caso más resonante del exorcista de la calle 6 vino de Santiago del Estero. En 1985 un joven de veinte años llamado Gonzalo entró en una secta y firmó un pacto diabólico. Se les prometía, a quienes pactaban, placeres y dichas a cambio de ofrendas cada vez más exigentes. A Gonzalo le pidieron, en una escalada final, la vida de un ser querido: que asesinara a un sobrino de ocho años. El joven no pudo cumplir con ese sacrificio y comenzó a tener comportamientos perversos, a manifestar que cargaba con una venganza infernal y que llevaba en su interior un espíritu demoníaco. Lo revisaron siquiatras y médicos, y lo trajeron a La Plata en ambulancia: allí vivía su madre, que lo hizo ver en institutos de alta tecnología médica. Gonzalo cometía locuras en períodos irregulares y de manera intermitente. Lo ingresaron finalmente en un manicomio y, después de unos días de observación, un psiquiatra encaró a la familia: "Llévenlo a un sacerdote especializado para que lo curen de la parte espiritual".

Un jueves de ceniza un párroco de la zona, atribulado por el caso, recurrió a los exorcistas. Mancuso examinó detenidamente el asunto y decidió que harían la ceremonia. El y sus auxiliares ayunaron durante unos días y estuvieron en oración permanente. Luego se reunieron con parientes de Gonzalo y con un médico catedrático de la Universidad de La Plata, que quería presenciar el exorcismo, y partieron hacia la zona de Lisandro Olmos. Gonzalo estaba viviendo solo en una casa humilde. Los vecinos decían haberlo visto masticar vidrios, tragar cuentas de rosario y destruir crucifijos. Había intentado pegarle a su madre, había tratado de estrangular a un hombre, había roto ventanas y dormía en el piso como un animal. Tenía, sin embargo, lapsos de lucidez y por lo tanto de congoja.
Mancuso entró en la casa y alzó su crucifijo, rodeado de su grupo de ayudantes, y Gonzalo se acercó en cuatro patas gruñendo como un cerdo y se detuvo, echó a correr en sentido contrario y se lanzó afuera por una ventana. Corrió a campo traviesa sin que pudieran alcanzarlo. Y tuvieron que volver a la parroquia con las manos vacías. Pero, después de almorzar, les avisaron a los sacerdotes que lo habían finalmente apresado y que lo llevaban maniatado en una camioneta hasta la Iglesia de San Cayetano.

El exorcismo se realizó en esa misma iglesia, con el apoyo de una veintena de personas, que lograban sujetar a Gonzalo a duras penas. El joven tenía una fuerza inverosímil y cuando Mancuso intentó ungirle la frente se sacudió con violencia. Lo dieron vuelta y lo pusieron boca abajo para que no pudiera lastimar a nadie ni zafarse, y los curas comenzaron el ritual en latín y no lo acabaron hasta que Gonzalo se aplacó y pudieron sentarlo en una silla. Allí terminaron los alaridos y extraños balbuceos. Estaba ahora calmado y abatido, y narró el acuerdo diabólico que había firmado y por qué se había producido la posesión. Y luego, en señal de arrepentimiento, pidió que lo llevaran en andas hasta el sagrario y allí besó los pies de Jesucristo: todo había terminado.

"Gonzalo murió veinte años después, hace poco -me dice Mancuso-. Muerte súbita. Le falló el corazón." Supongamos, le propongo, que un tipo cree estar endemoniado pero no lo está y ustedes le realizan un exorcismo. "No siempre podemos estar seguros de que no simulan la posesión -confiesa encogiéndose de hombros-. Pero si la persona se va de acá mejor, hemos hecho un bien, ¿no cree?" Me gusta creer que el exorcista no tiene forma entonces de hacer el mal. Me habla de paso de San Benito de Nursia, que fundó la orden de los benedictinos, fue un poderoso exorcista y es "invocado con efectividad" para conseguir la protección contra los espíritus diabólicos.

Mancuso se coloca nuevamente el abrigo y me acompaña hasta la puerta atravesando la fría austeridad de su parroquia. Está preparándose porque en pocos días más le traerán a un muchacho que vive en una villa miseria de la Capital. Dicen que está poseído y que al nacer su madre en lugar de bautizarlo lo consagró a Satán durante una misa sangrienta. Por cada hecho diurno hay un hecho nocturno. Hay una Biblia y una biblia negra, y un Cristo y un anticristo, un derecho y un revés, una diestra y una siniestra. Y un duelo entre los cultores del diablo y este gladiador de Dios. Aún en mi incredulidad más absoluta, le digo que fue un honor conocerlo. Mancuso no puede con su genio y me recuerda una vieja sentencia católica: "Al infierno van aquellos que dicen que no existe el infierno".

CARLOS MANCUSO
Cura exorcista de la diócesis de La Plata

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