viernes, 21 de septiembre de 2012

LA TRISTE HISTORIA DE HORACE WELLS



A través de la historia podemos darnos cuenta que la medicina nace como una manifestación de solidaridad ante el dolor humano. Nuestros antepasados relacionaban sus dolencias con la cólera de los dioses castigadores y no podían hacer más que tratar de apaciguar esas dolencias. De ahí surgió el hombre que curaba; el hechicero, el shamán o mago que fueron reverenciados como seres superiores.

Aunque las extracciones dentarias ya se venían realizando desde los tiempos más remotos -se calcula unos 10.000 años-, la odontología se separa de la medicina general recién en el siglo XVIII cuando sus pioneros se especializaron en ella.

En esa época la inexistencia de la odontología preventiva y muchas veces la inadecuada higiene dental, hacían que el único y desesperado recurso de una persona, sea la extracción de un diente o una muela, proceso que por cierto era muy doloroso e inevitable.

Una extracción, incluso en las mejores circunstancias era una experiencia traumática que se llevaba a cabo generalmente con un par de pinzas o alicates y un gancho de hierro en forma de “T” que fácilmente podría romper la mandíbula del paciente, astillarla e incluso sacar dientes sanos junto a la pieza dañada. Muchas veces las infecciones posteriores eran fatales.

Es en esta época donde un joven dentista de Connecticut llamado Horace Wells empieza a hacerse famoso al inventar un sistema para empastar dientes, e incluso llega a tener alumnos que querían aprender de su método. El único gran problema de este dentista era su extremada empatía y compasión para con sus pacientes. No soportaba verlos sufrir. De hecho cuando terminaba de hacer algún trabajo especialmente doloroso, dejaba de trabajar por algunos días traumatizado por el dolor que sin querer infringía a quienes confiaban en él. Esto le hizo muchas veces cuestionar su vocación, a tal punto que un par de ocasiones tuvo que ser convencido por sus colegas para no abandonarla.

Los médicos se burlaron del invento de Horace, mientras los alumnos presentes lo abucheaban. Inmediatamente se fueron retirando uno a uno del salón, dejando al innovador dentista solo y humillado. Su experimento había fracasado.

Luego del bochorno público y emocionalmente golpeado, Horace abandona la práctica médica y cae en una profunda depresión. Viaja a Europa con esperanza de que ahí los médicos sean más receptivos a su innovador invento, y deambula entre Francia e Inglaterra con relativamente poco éxito.

Lo peor es que sería otro dentista de Boston, William Morton - ex alumno suyo -, quien dos años después se llevaría la gloria efectuando la primera cirugía indolora con óxido nitroso frente a un grupo de connotados médicos.

El 10 de diciembre de 1844, Horace Wells y su esposa Elizabeth asistieron a un show donde a un grupo de voluntarios les suministraron óxido nitroso (gas hilarante), quienes luego de inhalarlo comenzaron a reír descontroladamente y a hacer cosas estúpidas. Uno de los voluntarios comenzó a perseguir a un enemigo imaginario y en su alocada carrera tropezó. Cuando regresó a su asiento se dieron cuenta que tenía la pierna desgarrada, pero el individuo no sintió dolor hasta que los efectos del gas se disiparon. Esto le dio a Wells una gran idea.

Al día siguiente, Horace le pidió a un dentista colega suyo que le extraiga una muela mientras inhalaba algo de gas hilarante, y los resultados fueron los previstos, no sintió ningún tipo de dolor ni tuvo complicaciones.

Wells emprendió una serie de experimentos exitosos para demostrar científicamente su descubrimiento y hasta se dio el lujo de extraer piezas dentales sin dolor a unos 15 voluntarios pacientes suyos. Por desgracia, el día en que decide llevar a cabo una demostración pública ante renombrados cirujanos y varios estudiantes de medicina, algo salió mal. Parece que no fue bien regulada la administración del gas y el paciente se levantó dando fuertes alaridos.

Vuelve a su país en 1947 para instalarse definitivamente en Nueva York y aquí empieza verdaderamente la parte triste de su vida. Y es que durante todos aquellos años que Wells había experimentado con distintos gases y soluciones en búsqueda de un anestésico eficaz, se había hecho consumidor habitual y adicto al cloroformo, el cual inhalaba compulsivamente. Muy poco quedaba de aquel joven idealista, de aquel médico humanista que quiso aliviar el dolor de sus pacientes. Prácticamente se había convertido en un guiñapo humano que sufría de grandes trastornos y cambios de personalidad bajo los efectos del gas, tanto era así, que cierta noche deambulando por las frías calles neoyorquinas en un ataque de histeria arrojó ácido sulfúrico sobre la cara de una prostituta.

Enseguida fue encarcelado, y horas después, cuando ya se le había pasado el efecto del cloroformo se dio cuenta del horror que había cometido. Cuatro días después se anestesia a sí mismo y se abre la arteria femoral del muslo con una cuchilla de afeitar con el fin de morir desangrado y sin dolor dentro de su celda. Así en 1848, moría de esta triste forma el padre de la anestesia moderna.

Por: Carlos Suasnavas

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