domingo, 26 de mayo de 2013

EL DIOS DE LOS CRISTIANOS: LA SANTÍSIMA TRINIDAD


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

INTRODUCCIÓN (PRESENTACIÓN DEL TEMA)

EL DIOS DE ISRAEL (LA REVELACIÓN)

EL DIOS DE LOS PATRIARCAS (ABRAHÁN, ISAAC, JACOB)

EL DIOS DE MOISÉS Y DEL ÉXODO. SU SANTO NOMBRE

DIOS, PADRE DEL PUEBLO, LO RESCATA Y LO EDUCA

LOS PROFETAS: DIOS ES UNO, SANTO Y MISERICORDIOSO

EL DRAMA DEL EXILIO: LA DESTRUCCIÓN DE LAS PROMESAS DE DIOS

LA INTERPRETACIÓN PROFÉTICA DEL EXILIO. LA PREGUNTA POR EL SUFRIMIENTO DE LOS BUENOS Y POR EL CASTIGO DE LOS MALOS

EL MISTERIO DE DIOS EN LOS LIBROS SAPIENCIALES

PROFUNDIZACIÓN POSTEXÍLICA. EL DIOS DE LA VIDA, EL SIERVO SUFRIENTE, LA SABIDURÍA DE LA MUERTE, METÁFORAS JURÍDICAS, LITERATURA APOCALÍPTICA

SÍNTESIS DE LA REVELACIÓN DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

JESÚS, EL HIJO DE DIOS

JESÚS, FUENTE DEL ESPÍRITU SANTO

LA REVELACIÓN DEL MISTERIO TRINITARIO EN LA «ENTREGA» DE JESÚS

SOMOS HIJOS DE DIOS EN CRISTO JESÚS

1. INTRODUCCIÓN

Miles de personas abandonan cada año sus hogares para irse a servir a los más pobres en el nombre de Dios. La Inquisición juzgaba a sus reos en el nombre de Dios. Los hospitales fueron un invento de la Iglesia para curar a los enfermos en el nombre de Dios. Muchas guerras entre pueblos se hicieron en el nombre de Dios. Hay personas que no se casan, abandonan los bienes materiales, ayunan y se levantan de madrugada para orar en el nombre de Dios. Hay quien se mantiene en el poder y oprime al pueblo en el nombre de Dios. Algunos se consagran al servicio de las mujeres más desfavorecidas, para hacerlas descubrir su dignidad en el nombre de Dios. Otros no permiten estudiar a las mujeres y les practican la ablación del clítoris en el nombre de Dios. Una cosa está clara, todas estas cosas las hacen seres humanos influenciados por distintas maneras de entender a Dios.

Con motivo de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, así como de los acontecimientos posteriores, algunos periodistas escribieron en diarios de tirada nacional que las religiones son continuamente motivo de conflicto, que Dios es una proyección de los miedos y esperanzas del hombre primitivo, una excusa para defender los privilegios de unas clases o de unos pueblos sobre los demás y un impedimento para que los seres humanos se comprometan en la construcción de un mundo más racional. Se repetían los viejos tópicos que hicieron escribir a Martín Buber en 1961: «Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna otra está tan manchada… Las generaciones humanas han cargado el peso de su vida angustiada sobre esta palabra y la han dejado por los suelos; yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas con sus disensiones religiosas han dilacerado esa palabra; han matado y se han dejado matar por ella; esa palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre… Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra "Dios"; se asesinan unos a otros y dicen hacerlo en el nombre de Dios… Debemos respetar a aquellos que evitan este nombre, porque es un modo de rebelarse contra la injusticia y la corrupción, que suelen escudarse en la autoridad de Dios». Así pues, antes de pasar adelante hemos de clarificar a qué «Dios» nos referimos.

La Filosofía habla de Dios en el tratado de Teodicea, como de un ser omnipotente, omnisciente, impasible, inmutable, feliz en la contemplación de sus perfecciones, motor inmóvil, causa increada, principio sin principio… Santo Tomás, en las primeras páginas de la Suma Teológica, nos dice que Dios es el fundamento último de toda la realidad, que no necesita a su vez ningún otro fundamento, que todo lo sustenta y todo lo mueve; Dios es el bien supremo en el que participan todos los bienes infinitos y que es su base; Dios es el último fin que dirige y ordena todas las cosas. S. Anselmo de Canterbury definió a Dios como «aquello, mayor de lo cual nada puede pensarse», no en el sentido de que es lo más grande que podemos pensar, sino que es más grande de todo lo que podemos pensar, porque supera nuestras capacidades.

Las distintas religiones también hablan de Dios, de los dioses o de lo divino, como aquel ser o aquellos seres que gobiernan el Universo, las estaciones, la vida sobre la tierra, que justifican o mantienen el orden establecido o que remedian las necesidades de los hombres. A lo largo de los siglos se han escrito páginas sublimes sobre Dios y sobre el culto que debemos ofrecerle y otras verdaderamente deplorables. Al fin y al cabo, son cosas que los hombres –normalmente con buena voluntad- han dicho o escrito sobre Dios. Pero no podemos olvidar que «a Dios nadie le ha visto nunca» (Jn 1, 18). S. Juan de la Cruz nos explica que «así como nuestros ojos pueden ver los objetos iluminados por la luz, pero no pueden mirar directamente al sol, porque el exceso de luz los quemaría, así nuestro entendimiento puede comprender las obras de Dios, pero no a Dios mismo, porque supera nuestras capacidades».

La Sagrada Escritura nos dice que Dios ha tenido una paciencia infinita con los hombres, porque nos ama como un padre a sus hijos. Ya antiguamente se manifestó de formas muy variadas a aquellas personas de buena voluntad que buscaron sinceramente su rostro y, de manera parcial, se fue revelando. Esto era una preparación para su manifestación definitiva. Finalmente, en Cristo se nos ha dado del todo, de manera directa, sin intermediarios: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres en el pasado, por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos finales nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1, 1-2). La pretensión cristiana es que «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su propio Hijo, nacido de una mujer» (Gal 4, 4). En su infinita misericordia, Dios nos ha hablado; y no por medio de mensajeros iluminados, sino haciéndose uno de nosotros, usando nuestro propio lenguaje para que podamos entenderle. Ha entrado en nuestra historia y se ha dirigido a nosotros para explicarnos quién es Él, qué espera de los hombres y quiénes somos nosotros mismos.

Compadeciéndose de nuestro extravío, en Jesucristo nos ha revelado el camino de la verdad y de la sabiduría: «¿Desprecias acaso la inmensa bondad de Dios, su paciencia y su generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento?… Ahora se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios que, por medio de la fe en Jesucristo, alcanzará a todos los que crean» (Rom 2, 4; 3, 21). Si en Cristo es Dios mismo el que nos habla, no podemos quedarnos indiferentes, porque Él espera una respuesta de nosotros. Ante nosotros se presentan la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la felicidad y la insatisfacción. Es necesario hacer opciones: «Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1Jn 5, 12). Así de sencillo y de contundente: Jesús no es un añadido, una opción entre otras, sino la presencia de Dios-con-nosotros. Si lo acogemos, tenemos la Vida eterna y la Verdad de Dios, si lo rechazamos nos quedamos con nuestra pequeña vida mortal y con nuestras verdades a medias. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de Él. El que cree en Él no será condenado; por el contrario, el que no cree en Él ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz» (Jn 3, 16ss).

San Juan de la Cruz, en dos de los capítulos más densos de sus obras (Subida al Monte Carmelo, libro 2, cap. 21 y 22) nos explica cómo, para quienes no conocen a Cristo o para quienes vivieron antes de la Encarnación, son lícitas cosas que no lo son para los cristianos. Dios ha usado con nosotros de una pedagogía exquisita y ha permitido muchas cosas que no eran buenas en nuestro proceso de crecimiento. Él sabe que buscábamos a tientas, guiados sólo de nuestros buenos deseos. Pero ahora ha salido a nuestro encuentro para revelarnos lo que nunca habríamos podido descubrir con nuestras fuerzas. Por eso se ha terminado el tiempo de la búsqueda. Ahora sólo nos queda acoger a Aquél que es la Verdad y profundizar en su mensaje: «Lo cual se entenderá mejor por esta comparación: Tiene un padre de familia en su mesa muchos y diferentes manjares y unos mejores que otros. Está un niño pidiéndole de un plato, no del mejor, sino del primero que encuentra; y pide de aquél porque él sabe comer mejor de aquél que de otro. Y, como el padre ve que aunque le dé del mejor manjar no lo ha de tomar, sino de aquel que pide, y que no tiene gusto sino en aquél, porque no se quede sin su comida y desconsolado, dale de aquél con tristeza… A la misma manera condesciende Dios con las almas, concediéndoles lo que no les está mejor, porque ellas no quieren o no saben ir sino por allí… En el Antiguo Testamento eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, porque aún entonces no estaba bien fundamentada la fe ni establecida la ley evangélica… Y todo lo que respondía, y hablaba, y obraba, y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas enderezadas a ella… Pero al darnos a su Hijo, que es su Palabra, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una sola vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar… Míralo tú bien, que ahí hallarás todo lo que buscas y deseas, y mucho más».

Podemos decir que las religiones representan el movimiento ascendente de la humanidad hacia Dios. Desde el principio de su historia, los seres humanos sienten la necesidad de Dios en lo más profundo de su ser y hacen lo posible por conocerle y agradarle, escribiendo tratados y buscando definiciones que descifren su misterio. Esfuerzo que surge de una necesidad interior escrita en nuestro corazón por Dios mismo, ya que fuimos creados para la comunión con Él. Pero esfuerzo estéril, al fin y al cabo, porque Dios siempre supera todo lo que podemos pensar o comprender. Todas nuestras torres de Babel están condenadas al fracaso, porque el cielo queda siempre más allá de nuestras capacidades. El Cristianismo, sin embargo, representa un movimiento descendente de Dios hacia los hombres. En el primer caso, nos encontramos ante los discursos o intuiciones de hombres piadosos o iluminados, en el segundo ante la misma Palabra de Dios que se dirige a nosotros. Las religiones son buenas y valiosas como revelaciones parciales de Dios, mientras no se conoce la Revelación definitiva del Dios Vivo. En Jesucristo ha terminado la búsqueda de la humanidad, porque es Dios mismo el que nos ha buscado a nosotros: «A Dios nadie lo ha visto nunca. El Hijo Único de Dios, que es Dios y está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Por lo tanto, como nos recuerda la Dominus Iesus, las creencias de las religiones son las experiencias y pensamientos que los hombres, en la búsqueda de la verdad, han ideado y creado en su referencia a lo Divino y Absoluto. A través de ellas, muchas personas han llegado a una experiencia religiosa con Dios, que no deja de hacerse presente de muchos modos en personas y pueblos para ofrecer su salvación, aunque las religiones contengan lagunas, insuficiencias y errores. Pero la revelación de Jesucristo tiene un carácter definitivo y completo. Con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, señales y milagros, con su muerte y resurrección, y con el envío del Espíritu Santo, lleva a plenitud toda revelación. El verdadero rostro de Dios sólo lo podemos conocer mirando a Jesucristo: «Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9).

Lo que hemos descubierto en Jesucristo es un misterio que sobrepasa todas nuestras esperanzas e imaginaciones: Dios no es un ser solitario, que vive aburrido en su lejano cielo, sino que es Trinidad, Comunión, Acogida, Donación, Encuentro, Familia, desde toda la eternidad. Un Padre que da su Vida, su Ser y su Amor a su Hijo. Un Hijo que es igual que su Padre y le devuelve todo lo que de él recibe: su Vida, su Ser, su Amor. Un Espíritu Santo que es el Ser, la Vida y el Amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre. Toda familia y toda comunidad deberían tener por modelo a Dios mismo. En Él la entrega, el amor, el vivir el uno para el otro es lo único importante.

2. EL DIOS DE ISRAEL

Queremos profundizar en el misterio del Dios cristiano; el que se nos reveló en Nuestro Señor Jesucristo como Trinidad. ¿Por qué empezamos, entonces, por el Dios que se manifestó en el Antiguo Testamento? Porque Jesús no cree en un «dios» cualquiera; no es un filósofo, ni un gran buscador de Dios. Es el «enviado» del Dios de Israel. Cree en el Dios de los Patriarcas, de Moisés, de los Profetas, de los Sabios de Israel y habla en su Nombre. Continúa la predicación que ellos realizaron y la lleva a plenitud, purificando algunos de sus aspectos. Por eso hemos de estudiar cómo se reveló Dios a los Padres, para comprender 1- la continuidad y 2- la originalidad del mensaje de Jesús.

Estudiando la Sagrada Escritura, descubrimos que Dios se revela, se manifiesta, sale al encuentro de los hombres. Esta revelación tiene unas características:

1. La iniciativa parte de Dios. El hombre busca natural y sobrenaturalmente a Dios como el sentido último de su vida. Las religiones manifiestan esta búsqueda de Dios. Lo que caracteriza la fe de Israel es que Dios busca al hombre, incluso cuando el hombre no lo quiere acoger. Dios «llama», «escoge», «habla», «se manifiesta»… a Abrahán, a los Profetas, al Pueblo… Culminando en la afirmación del Nuevo Testamento: «Se ha manifestado el amor que Dios nos tiene… en que él nos amó primero» (1Jn 4, 9-10). Por lo tanto es un don libre y gratuito de Dios al hombre.

2. La revelación es progresiva. Dios no se revela por completo de una vez, sino con un ritmo compuesto de etapas y esperas, de intervenciones y de ausencias… en el que Dios respeta las capacidades del hombre y manifiesta su pedagogía de condescendencia. Dios que sale al encuentro del hombre no lo fuerza, sino que respeta siempre su libertad y sabe tener paciencia infinita con él.

3. Hay una coherencia interna en la revelación. Aunque se realiza a lo largo de muchos siglos y los libros bíblicos se escriben en varios lugares, por personas distintas, cada etapa presupone a las anteriores y las desarrolla. Los textos bíblicos se iluminan mutuamente y mantienen una profunda unidad interna. Aunque notemos fuertes diferencias en las imágenes, siempre podemos encontrar unos temas fundamentales y una unidad interna que dan cohesión al conjunto. No son acontecimientos aislados, sino orgánicamente vinculados.

4. Los destinatarios son personas concretas y un pueblo concreto. Es, por lo tanto, al mismo tiempo personal (afecta a la libertad y al conocimiento de cada uno de sus protagonistas) y comunitaria (se dirige al conjunto y madura a través de la implicación de todo el pueblo). Se dirige a Abrahán, Moisés, Elías… como mediadores ante el pueblo, así como Israel está llamado a convertirse en el trámite para que la revelación de Dios llegue a todos los pueblos y a todos los hombres.

5. La revelación está guiada por una tensión hacia el futuro. La revelación está continuamente incompleta, por eso tiende hacia su plenitud, hacia su manifestación y realización definitiva, de la que cada etapa es adelanto, anuncio, prefiguración, promesa. Todo el Antiguo Testamento se dirige hacia Cristo y culmina en él, perfecto revelador del misterio de Dios.

Israel no se encuentra en primer lugar con Dios a partir de una reflexión intelectual o del estudio de la naturaleza, sino a partir de su historia, en la que Dios interviene haciendo alianza con el pueblo, salvando. Si queremos llegar a comprender la fe de Israel en YHWH, hemos de acercarnos a los acontecimientos que la han originado. Dios se automanifestó a algunas personas, a un pueblo y ellos nos transmiten su experiencia.

3. EL DIOS DE LOS PATRIARCAS (ABRAHÁN, ISAAC, JACOB)

¿MONOLATRÍA O MONOTEÍSMO? En las primeras manifestaciones de la Biblia (hasta Moisés e incluso hasta bastante después) no se puede hablar con propiedad de monoteísmo (la creencia en que hay un solo Dios), sino de monolatría (sólo se adora al Dios del clan, de la tribu, del pueblo, del propio territorio, aceptando la existencia de otros dioses, que favorecen a otros clanes o pueblos y son adorados por ellos). Los ejemplos son numerosísimos. Veamos sólo algunos: Micol, la esposa de David, conserva los ídolos familiares en casa (1Sam 18, 13-16) y el mismo rey David, cuando tiene que huir de Israel al desierto está convencido de que allí tendrá que servir a otros dioses: los del lugar (1Sam 26, 19). La predicación de los profetas desde Elías y el desastre del destierro cambiarán la mentalidad del pueblo, hasta que se acepte la existencia de un único Dios verdadero y se afirme claramente que los demás son falsos.

EL NOMBRE DE DIOS. La primera etapa de la relación de Dios con Israel comienza con la llamada de Abrahán y su viaje a Canaán desde Ur de los Caldeos, hacia el 1850 a. C., tal como se nos narra a partir de Gn 12. Para hablar de Dios se usa la palabra «El», que deriva de la raíz semítica ‘l, que se usaba para nombrar tanto al rey como al padre de los dioses. Abrahán y los patriarcas nombran al Dios que les sale al encuentro de la misma manera que la gente de su tiempo y de su región. Para expresar a quién se refieren (un dios concreto del que han tenido una experiencia concreta) utilizan tres medios:

- Ponen junto a «El» un adjetivo que lo especifique: El Elyôn = Dios Altísimo (Gn 14, 19-22); El Sadday = Dios Omnipotente, de la montaña (Gn 17, 1); El Olam = Dios Eterno; etc.

- Ponen el nombre El al plural: Elohim, para expresar la grandeza y el poder del El de Israel, por encima de los otros dioses. Es la manera ordinaria de llamar a Dios en la Biblia hasta la revelación de su nombre a Moisés (YHWH). Aparece 2.600 veces en el A. T., mientras que El sólo 240.

- Hablan del «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob». Aquél (y no otro) de cuya presencia salvadora hicieron experiencia los antepasados.

LAS CARACTERÍSTICAS DE DIOS. Los primeros israelitas eran seminómadas en el desierto. El Dios que se manifestó a Abrahán les ayuda a comprender que el ser nómada o extranjero no es una fatalidad, y que puede llegar a ser una vocación.

- Dios salió al encuentro de Abrahán como Alguien que dialoga, entra en relación con el hombre por una generosa iniciativa de amor. Es un Dios personal.

- Se muestra amigo seguro del hombre, lo guía a la felicidad y lo sostiene en el camino (es su roca y escudo).

- Entra en la historia de Abrahán, en un tiempo y lugar concretos y le invita a salir, a ponerse en camino, a dejar lo suyo, lo conocido, lo viejo y a fiarse de él.

- Establece alianza con el hombre, toma unos compromisos y hace promesas (ver Gn 17, 1-8).

- Permanece misterioso y trascendente, incomprensible, oculta su nombre -imagen de su ser- (ver Gn 32, 25-31). No puede ser totalmente conocido, ni mucho menos dominado por el hombre.

En resumen: en un contexto politeísta, en el que las fuerzas de la naturaleza, los animales… estaban divinizados, Dios se manifiesta como un ser vivo, personal, amigo del hombre, que entra en contacto con Abrahán (y no con algún personaje indeterminado o la humanidad en general) en un tiempo y lugar concretos (al contrario que los mitos, que hablan siempre de tiempos y lugares inidentificables), haciendo unas promesas concretas. Los descendientes de Abrahán comienzan dándole un culto privilegiado (y después exclusivo) como el Dios del padre (Abrahán) y de su clan, del que tuvo una experiencia directa de su presencia, de su cercanía, de sus promesas.

4. EL DIOS DE MOISÉS Y DEL ÉXODO: SU SANTO NOMBRE

Los descendientes de Abrahán (los hijos de Jacob), tras largas peripecias, se establecen en Egipto -tierra rica y fértil-, buscando sobrevivir en un momento de hambre en el país de Canaán. Allí, con el pasar del tiempo, terminan siendo esclavos de los egipcios (Gn 37-50. Ex 1). 430 años después (Ex 12, 40), en torno al 1.250 a. C., Moisés tiene una profunda experiencia de Dios en el desierto, que dará lugar al nacimiento del pueblo de Israel. Dios se presenta como «el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob», el Dios de los Padres (con las características que se ven en el Génesis: Dios personal, que sale al encuentro del hombre, que busca su amistad, que entra en su historia, que permanece misterioso al mismo tiempo…). Oye el lamento del pueblo, e interviene para liberarlo y para cumplir las promesas hechas a los patriarcas (Ex 2, 23-23). Además, profundiza la revelación que les hizo a ellos, manifestando su Nombre en el Sinaí.

EL NOMBRE DE YHWH (Yavéh): En Ex 3, 1-15 se nos narra la revelación que Dios hizo a Moisés en la zarza ardiendo (el fuego y la palabra). Moisés quiere «conocer» a Dios, su Nombre, y Dios manifiesta algo de sí permaneciendo en su trascendencia. (En Ex 33, 17-23, como en Gn 32, 25-31, se nos manifiesta la incapacidad del ser humano para ver el rostro de Dios, para comprender su misterio: Todo lo que Moisés puede ver es la «espalda» de Dios, algo de su misterio, sin poseerlo totalmente). En Moisés se junta el hablar con Dios «cara a cara» y el no poder «ver su rostro», la revelación de la cercanía de Dios y de su total alteridad.

Al revelar Dios su Nombre, también manifiesta algo de su identidad, al mismo tiempo que permanece escondido, inasible. YHWH es una derivación del verbo hajah, «ser», con unas connotaciones dinámicas, en el sentido de «existir», «vivir». En Ex 3,14 se interpreta como «Yo soy el que soy» (habría que añadir «y estaré contigo» o «seré para ti», por su sentido dinámico y el carácter de promesa del texto). YHWH se revela como el que tiene la existencia (el que es) y la comunica (para ti). Nosotros tenemos el ser, porque lo recibimos de Dios; mientras que él lo tiene en sí mismo y nos lo da. Él se manifiesta como el que da la vida, porque la tiene en sí mismo, no recibida de otro, y le pertenece. Al respecto, es profundamente significativo Oseas 1-2: Cuando Israel se aleja de Dios, deja de ser «su pueblo» y YHWH deja de ser «el que es para ellos»; pero YHWH añade: «Amaré a No Amada y diré a No Mi Pueblo, tú eres Mi Pueblo, y él me contestará Tú Eres Mi Dios».

Para subrayar su trascendencia, cuando en la Biblia se encontraba el Nombre, no se pronunciaba; se sustituía por «Adonai» (Señor mío), «ha Hashem» (el Nombre)… La traducción griega coloca en su lugar «Kyrios» (Señor). Los masoretas colocan juntas las consonantes de «YHWH» y las vocales de «Adonai». Si se unen, resulta la incorrecta pronunciación «Jehová», ya que la original era «Yahvé», como atestiguan los Padres de la Iglesia y el uso de los samaritanos hasta el día de hoy.

EL ÉXODO Y LA ALIANZA: A la revelación del nombre de YHWH (la posesión y donación del ser, su trascendencia) va unida continuamente la referencia a los Patriarcas: Es el que cumple las promesas hechas a los Padres (Ex 3, 6; 6, 1-2). Pero no es un Dios sólo del pasado; también lo es del presente: ve la opresión de su pueblo y actúa para liberarlo (Ex 3, 7-10) y hacer alianza con él (Ex 19-20); y del futuro: promete su asistencia y la conquista de la tierra de Canaán (Ex 3, 17).

Dios se manifiesta, además, superior a los dioses egipcios, con un poder absoluto, por encima de los lugares y de los tiempos (su actuar se extiende también sobre los pueblos extranjeros, en sus mismas tierras y en el desierto…); lo que prepara la revelación de la Unicidad Dios (los otros dioses son sólo apariencia), tal como se intuye en el Decálogo (Ex 20 1-3; Dt 5, 6-7; 6, 4) y se manifiesta plenamente en la predicación profética (1Re 18, 17-40).

5. DIOS, PADRE DEL PUEBLO, LO RESCATA Y LO EDUCA

Dios no se presenta ordinariamente como Padre en el Antiguo Testamento. Aunque en algunas ocasiones se presenta como Padre del Pueblo, al que ha creado, liberado de la esclavitud, guiado por el desierto, introducido en la Tierra Prometida, etc. En otras se presentará como Padre del rey (que representa a la comunidad). En los textos más recientes aparecerá como Padre de los justos, de los huérfanos y de las viudas. En el s. II a. C., el Eclesiástico invocará dos veces a Dios como Padre: «Señor, Padre y Dueño de mi vida» (23, 1); «Invoqué al Señor: "Tú eres mi Padre"» (51, 10).

Normalmente, el Antiguo Testamento enseña que Dios es totalmente distinto de los hombres y subraya su lejanía, su grandeza, su incomprensibilidad. Cuando Dios se presenta como Padre del pueblo queda claro que no se habla de una filiación de generación, sino de adopción: Dios ha adoptado gratuitamente a Israel y sin méritos por su parte: «Sois hijos del Señor, vuestro Dios. Sois un pueblo consagrado al Señor tu Dios. El Señor tu Dios te ha elegido para ser su pueblo entre todos los pueblos de la tierra» (Dt 14, 1-2). El pueblo ha sido elegido por Dios, que le ha consagrado y adoptado como hijo.

Este tema lo desarrollará S. Pablo al hablar del destino de Israel. Sufre porque su pueblo no acoge al Mesías, a pesar de tenerlo todo a su favor: «Siento una pena muy grande, un dolor incesante en el alma. Yo, por amor a mis hermanos de raza, querría estar excluido de Cristo como algo maldito. Ellos son descendientes de Israel. Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, las leyes, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas y de ellos, en cuanto hombre, procede Cristo» (Rom 9 2-5).

Israel es, pues, el pueblo adoptado por Dios. Y Dios ha actuado como Padre del pueblo en la historia, cumpliendo con las obligaciones de los padres: Ha alimentado y protegido, ha rescatado y ha educado a su pueblo.

1. DIOS HA ALIMENTADO Y PROTEGIDO A SU PUEBLO en el desierto, dándole el maná, haciendo brotar el agua de la roca, venciendo sobre los enemigos de Israel, introduciéndolo en la Tierra «porque amó a tus antepasados y eligió a su descendencia después de ellos» (Dt 4, 37).

2. DIOS HA RESCATADO A SU PUEBLO como un Padre que hace todo lo que está en su mano para liberar a su hijo si, por cualquier motivo, ha caído en la esclavitud. El jefe de la familia tiene que «rescatar», «recuperar» una tierra, un esclavo o un miembro del clan que ha sido perdido.

Es tal el amor por su pueblo-hijo, que está dispuesto a luchar por él, a sacrificar por él a los hijos de Egipto: «Di al Faraón: Israel es mi primogénito y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva; si te niegas a soltarlo, yo daré muerte a tu primogénito» (Ex 4, 21-23). Como hijo primogénito de Dios, Israel es libre. Ha caído en la esclavitud y Dios se dispone a rescatarlo: «Yo me aparecí a Abrahán, Isaac y Jacob como Dios Todopoderoso. Yo hice alianza con ellos. Al escuchar las quejas de los israelitas esclavizados, me acordé de la alianza. Por tanto, diles a los israelitas: "Yo soy el Señor. Os quitaré de encima las cargas de los egipcios, os libraré de vuestra esclavitud, os rescataré con brazo extendido y haciendo justicia solemne. Os adoptaré como pueblo mío y seré vuestro Dios"» (Ex 6, 3-8).

Pasados algunos siglos, el pueblo, por culpa suya, es conducido al destierro y vuelve a ser esclavo. Pero la infidelidad del pueblo no invalida la fidelidad de Dios, que se decide a rescatarlo de nuevo, aunque para ello tenga que luchar contra sus opresores: «Y ahora, así dice el Señor, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: "No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo… tú eres precioso para mí… traed a mis hijos y a mis hijas…"» (Is 43, 1-7). Porque Dios ama al pueblo, éste es precioso (y no al revés) y Dios lo salvará de sus enemigos.

3. DIOS EDUCA A SU PUEBLO. Después de librar al pueblo de los egipcios, Dios tiene que enseñarle a ser libre. El pueblo recuerda continuamente los ajos y las cebollas de Egipto, quiere volver a la esclavitud, no sabe vivir su libertad con responsabilidad y Dios emprende la ardua tarea de educarlo.

La educación se realizaba en el seno de la familia. Los padres transmitían a los hijos sus conocimientos y su oficio (ver Prov 1, 8; 2, 1; 3, 1; 4, 1-6). El padre quiere lo mejor para sus hijos, por eso los reprende y corrige si se equivocan (Prov 3, 11-12). Dios actuó como un padre educando a Israel. Las aflicciones del desierto son vistas como pedagogía paternal de Dios: «Reconoce que el Señor te ha educado como un padre a sus hijos…» (Dt 8, 1-6). La educación une el cariño, la protección (tus vestidos no se han gastado ni se han hinchado tus pies…) y la firmeza en exigir obediencia (prueba, aflicción…) para hacer del educando una persona adulta, capaz de enfrentarse a la vida real, con sus problemas. Las normas del padre no son caprichosas, sino que son enseñanzas necesarias para la vida.

La educación es laboriosa y prolongada, es exigente, pero está animada por el afecto paterno. No es teórica, sino vital, experimental. Someter a prueba es colocar al educando en una situación en que tenga que afrontar decisiones y superar dificultades; al hacerlo, se va manifestando y realizando. El padre se adelanta y provoca la situación de conflicto, porque mira al resultado. No sería padre si cediera en todo. El padre desea que su hijo le obedezca, porque sus mandatos son para el bien del hijo. El educando tiene que conjugar la valentía y el aguante con la confianza en el auxilio paterno.

Todo el capítulo 2 del Eclesiástico es una invitación a la confianza en Dios y a la perseverancia en medio de la prueba. El padre-maestro se dirige al hijo-discípulo para exponerle el camino de la felicidad. Ésta se encuentra en el servicio del Señor pero, para encontrarla, se necesitan la paciencia y la fidelidad, la constancia y la obediencia, que se construyen sobre la misericordia del Señor, que nos extiende sus brazos paternos: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba: orienta bien tu corazón, mantente firme y en tiempo de infortunio no te turbes… Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda… porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia… Echémonos en brazos del Señor y no en los de los hombres, porque su misericordia es como su grandeza».

6. LOS PROFETAS: DIOS ES UNO, SANTO Y MISERICORDIOSO

La monarquía se establece en Israel poco antes del 1.000 a. C. La unidad social y política permite un reforzamiento del Yahvismo como fe de todo el pueblo, defendida por el rey; con un único templo, el de la capital. El contacto con los pueblos vecinos y las alianzas de los reyes por medio de matrimonios con princesas extranjeras conllevó, también, un sincretismo religioso y la tolerancia del politeísmo, ya que las nuevas esposas traían consigo sus dioses, sus cultos y sus sacerdotes. El Profetismo surge en este contexto: 1- como iluminación y correctivo del poder real y 2- como purificación de la idea de Dios, defensa de su unicidad y acusación de las traiciones de la alianza. Los profetas son llamados por Dios para hablar en su nombre al rey y al pueblo. YHWH se les manifiesta como el Dios de los Patriarcas y de Moisés, que recuerda su alianza con Abrahán y su familia y con Moisés y su pueblo, que profundiza en la revelación de su identidad y que denuncia los pecados del pueblo para ayudarle a encontrar la vida.

Elías, el gran defensor de la unicidad de Dios en el s. IX a. C., experimenta la continuidad de la revelación de Dios, junto con su absoluta novedad. En la cueva del Sinaí tiene una experiencia similar a la de Moisés, al mismo tiempo que totalmente distinta: Dios no se le manifiesta en los fenómenos cósmicos, grandiosos, sino en la suavidad de la brisa. YHWH «pasa» junto a él, actúa, habla, pero permanece escondido, sin rostro ni figura, misterioso, inasible e incomprensible (1 Re 19, 8-14). Dios se separa de los grandes fenómenos cósmicos, con los que la gente sencilla le confundía. Éstos no son dioses ni fuerzas divinas, sino que están a su servicio.

LA GLORIA DE DIOS: Es la manera con que Dios manifiesta su santidad y al mismo tiempo su presencia en medio del pueblo. Tema ya presente en el Éxodo (13, 21-22; 24, 15-17) en el que la gloria de Dios (Kabob, en hebreo) es la señal de su presencia poderosa guiando al pueblo. Salomón construyó un Templo al Señor en Jerusalén hacia el 950 a. C. Durante su consagración, la gloria de Dios desciende para indicar que está junto a su pueblo, que escucha sus plegarias, al mismo tiempo que permanece en el cielo (1Re 8, 10-29). A diferencia de los dioses paganos, YHWH no es un ídolo que habita solamente en su templo, sigue siendo trascendente, hasta el punto de que la imagen de su presencia es precisamente un espacio vacío en el «Santo de los Santos».

A partir del tema de la gloria, de la nube y de la presencia, se prepara el tema de la «Shekináh», que se refiere al hecho de que Dios «desciende» para «morar» en medio de su pueblo, entre los fieles: en el desierto, en el templo, en el destierro. Isaías 6, 1-5; Ezequiel 1, 4-5. 26-28… insisten en que la gloria es la manifestación de la santidad de Dios que se hace presente como salvador en medio de Israel. Tema recuperado en el N. T. con el «eskenosen» griego de Jn 1, 14, por ejemplo (la Palabra «acampó» entre nosotros).

DE LA MONOLATRÍA AL MONOTEÍSMO: Los profetas denuncian el sincretismo, la adoración de los dioses falsos y anuncian a YHWH como el único Dios. Desde Elías (1 Re 18, 17-40) se insiste en que la inconsistencia de los ídolos se manifiesta en su ineficacia (ver Is 40, 18-23; 41, 21-24; 44, 6-11; etc.). Al contrario de YHWH, que actuó en la historia de Israel, salvando continuamente al pueblo. Incluso las victorias de los otros pueblos son interpretadas como castigo de Dios, que puede actuar en todos los lugares y en todos los tiempos porque es el único creador de todo (Is 40, 18-28; 44, 6-11). De ser el único Dios al que debe adorar Israel (Dt 6, 4-15: «No sigas a los dioses de las naciones vecinas…») pasa a ser entendido como el único Dios en absoluto (de Elohim a ha Elohim) (Dt 4, 32-40: «Reconoce que YHWH es Dios allá arriba en los cielos y acá abajo en la tierra, y de que no hay otro…»). El único creador es el único Dios (Is 40, 28). Sólo se podrá decir que Dios creó todo de la nada en 2 Mac 7, 28, escrito en griego, porque no existían esas palabras abstractas en hebreo, pero la idea está en Gn 1,1ss; Is 44, 24; Sab 11, 27…

YHWH SE COMUNICA POR SU ESPÍRITU Y PROMETE EL MESÍAS: YHWH se manifiesta a Elías en la brisa. Viento, soplo, brisa, se dice ruáh en hebreo. La ruáh de Dios es su manifestación fuera de sí en la creación y en la historia. Cuando YHWH se expresa y se comunica a alguien distinto de sí, lo hace por medio de su ruáh (Espíritu) y de su dabar (Palabra). La Palabra expresa lo que él quiere comunicar y el Espíritu transmite su vida. Sin el Espíritu, el hombre es sólo carne y polvo (Sal 104, 19-20). El Espíritu hace la comunión entre Dios y el hombre. YHWH se lo concede de manera especial a Moisés, los jueces, los reyes, los profetas, para que actúen en su nombre, pero sobre el Mesías reposará el Espíritu del Señor (Is 11, 1-2; 61, 1ss), para que pueda llevar la salvación a todos los pueblos (Is 42,1), darlo a todos (Jl 3,1s), de manera que el Espíritu se deposite en el corazón de los hombres, para realizar una alianza nueva y definitiva (Ez 36, 24-28; Jr 31, 31ss). El Espíritu podrá purificar a los hombres de sus pecados (sal 51), darles sabiduría (Sab 9,17), comunicarles vida más allá de la muerte (Ez 37, 1-14) y renovar toda la creación (Is 32, 15).

YHWH ES MISERICORDIOSO: PADRE: En las religiones orientales se hablaba de Dios como Padre en un sentido natural, porque se veía una continuidad entre los hombres y los dioses. Pero Israel sabe que Dios es trascendente, inalcanzable. No lo llamará Padre porque engendra hijos, sino porque libremente elige a Israel como hijo. Es una paternidad de alianza (Os 11, 1; Jr 31,9; Sal 103, 13; Is 63, 15). Dios manifiesta primero su distancia, porque para establecerse una relación hay que aceptar y respetar la diferenciación. Cuando Israel comprende que no es ni puede llegar a ser Dios, YHWH se le manifiesta como Padre que le acoge por gracia en su familia. También se utilizan imágenes maternales para hablar de la relación que Dios establece con su pueblo (Is 49, 15; 66, 13; Os 11, 8), aunque purificando las ideas de los pueblos vecinos que veían natural la existencia de una o varias diosas madres. YHWH se manifiesta como el único y para darse a conocer se aplica características paternas y maternas, pero él está más allá de nuestras experiencias, no es hombre ni mujer.

YHWH ES MISERICORDIOSO: ESPOSO: La relación entre Dios y su pueblo que, desde el éxodo, se manifestaba en términos jurídicos, de alianza (pacto entre reyes o pueblos), es expresado por los profetas en términos más personales, de relación amorosa entre esposos. Oseas en el s. VIII a. C. utiliza su propia historia para hablar de la relación de Dios con su pueblo. Casado con una mujer que lo abandona y se prostituye, mantiene su amor por ella y la perdona, dispuesto siempre a comenzar de nuevo. A partir de Oseas, todos los profetas posteriores usarán y profundizarán la imagen (la manera de narrar la historia de Israel en Ezequiel 16 es singularmente bella). El Cantar de los Cantares es un cántico esponsal que celebra el amor del rey Salomón y la bella sulamita y, al entrar en el canon bíblico, se convertirá en la mejor imagen de la búsqueda amorosa de Dios a su pueblo, describiendo la ilimitada misericordia de Dios, que sabe perdonar incluso la traición más pérfida y que nos admite en su intimidad.

CONCLUSIÓN: De estos temas de predicación profética, se va deduciendo que YHWH es trascendente, inabarcable e incomprensible para el hombre; pero no es impasible o lejano, sino que, libre y voluntariamente, por amor, sale de sí y se encuentra con el pueblo, se da a él y sufre con él.

7. EL DRAMA DEL EXILIO: LA DESTRUCCIÓN DE LAS PROMESAS DE DIOS

El 722 a. C. cae Samaría y todo el reino del Norte (Israel) en manos de los asirios, que llevan al exilio a los israelitas. Posteriormente Asiria se debilita y cae Nínive, su capital. Entonces surge Babilonia. El rey Josías de Judá muere el 609 en una batalla. El 597 a. C. cae Jerusalén y todo el reino del Sur (Judá) en mano de los babilonios, con una primera deportación de los nobles y de la corte. El 587 es destruida Jerusalén y la población es deportada en masa. Después de muchas peripecias cae Babilonia y surge una nueva potencia: Persia. Su rey Ciro permite a los judíos el retorno a Jerusalén y su reconstrucción el 538 a C.

El Exilio es una herida en la memoria de Israel. Todo se divide en un antes y un después. El Exilio es la contradicción de Dios y de sus promesas, la gran crisis de fe, el encuentro con la muerte. La Ciudad Santa es destruida, el Templo profanado, la dinastía davídica aniquilada, el pueblo deportado. Dios parece no ser el esposo, padre, amigo que decía. Los dioses de Babilonia parecen más fuertes. ¿Dónde han quedado las promesas y la alianza? Para comprender algo de la profundidad de este drama que vivió Israel nos acercaremos al capítulo 2 del libro de las Lamentaciones. Es un acróstico, en el que cada versículo empieza por una letra del alfabeto hebreo, indicando que abraza la totalidad de la realidad. Absolutamente todo se encuentra bajo el signo de la destrucción: Dios destruye Jerusalén (vv. 1-9), Jerusalén se encuentra en desolación (vv. 10-17), Grito de Jerusalén (vv. 18-22).

v 1.«El Señor, en su ira, ha cubierto de sombras a Sión, ha precipitado por tierra desde el cielo la hermosa de Israel, no se ha acordado del estrado de sus pies en el día de su ira». Jerusalén es presentada como la hermosa, la gloria de Dios y del pueblo, donde se encuentran el Templo y el Arca, el estrado de los pies de Dios. Pero ahora, todo eso ha sido destruido por Dios mismo. En el desierto cubría al pueblo con su sombra para protegerlo del sol y de los enemigos. También cubrió de sombras a los egipcios para destruirlos. Aquí trata a su pueblo como si fuera su enemigo.

v 2. «El Señor ha arrasado sin piedad todos los campos de Jacob; ha derribado en su furor las fortalezas de la capital de Judá; ha humillado y deshonrado al reino y a sus príncipes». Dios es presentado como alguien que actúa con ira, con cólera, con furor, que derrumba, destruye, arrasa, cubre de sombras… «sin piedad» (v 17: ha destruido sin piedad. v 21: ha sacrificado sin piedad). Lo contrario de lo que decían los profetas. ¿Dónde queda el Dios compasivo y misericordioso, el que se definía como padre y esposo de Israel? Dios se ha convertido en un enemigo cruel.

v 3. «Ha quebrado en el ardor de su ira toda la potencia de Israel, ha retirado su protección (su derecha) frente al enemigo, se ha convertido para Jacob en un fuego que devora alrededor». La mano derecha, que servía para proteger a Israel, para luchar en su favor, sirve ahora para entregarlo a la destrucción. El Salmo 74 dice: «¿Por qué, oh Dios, nos has rechazado para siempre y se ha encendido tu furor contra tus ovejas?… ¿Por qué apartas de nosotros tu derecha?». Son las preguntas jurídicas que sirven para enfrentar al culpable con sus delitos.

v 4. «Has tensado el arco como un enemigo». v 5. «El Señor se ha vuelto nuestro enemigo». Ésta es la experiencia más dura. Ha retirado la mano que usaba para proteger y la usa para destruir. Toma medidas de Jerusalén, no para construirla, sino para derruirla por completo (v 8). Hace algo realmente ignominioso: ha traicionado a los suyos, entregándolos a su propio pueblo al enemigo (v 7). En Josué 20, 5 encontramos el mismo verbo: A un homicida accidental no se le debe «entregar» al vengador, tal como Dios ha hecho. En 1 Samuel 23 encontramos un paralelismo. David, huyendo de Saúl, tiene compasión de la ciudad de Queilá, que va a caer en manos de sus enemigos y la libera. Saúl va a por él y David pregunta a Dios «¿Me entregarán?». «Sí», responde Dios. Ahora Dios entrega ignominiosamente a Jerusalén. Este verbo se puede traducir también por «vender», como en el Salmo 44, 10-13: «Has vendido a tu pueblo por nada». Dios es presentado como un traidor, un vendedor de esclavos y, encima, sin beneficios.

v 22. «A los que yo crié, el enemigo los ha exterminado». Los enemigos se presentan como destructores, aniquiladores. Los vv 15, 16 y 17 nos dicen que se ríen de Jerusalén, hacen fiesta en ella (no la fiesta religiosa, para alabar a Dios, sino la fiesta profanadora, para burlarse de Él). Al destruir, revelan la locura de Dios, el verdadero enemigo, que destruye en lugar de salvar.

CONSECUENCIAS: Nos encontramos ante el fin de todas las instituciones, en las que Israel tenía puestas sus esperanzas y que eran el signo de la elección de Dios.

La Monarquía: reino y príncipes (2), reyes y sacerdotes (6), reyes y príncipes (9). La elección de David parece desmentida. Israel quería ser un pueblo como los otros y se eligió un rey. Dios lo asume (aunque, en principio sea un desprecio hacia su persona, 1Sam y nombra un rey según su corazón. Los descendientes de David buscan su propio provecho, como los demás. Ahora están entre los pueblos, sometidos. Ya no pueden seguir su Ley. Ver Salmo 89 (1-19: Dios fuerte. 20-38: Promesa a David. 39-50: Destrucción. 51-53: Recuerda, Señor).

El Sacerdocio: sábados y sacerdotes olvidados (6), sacerdotes y profetas degollados (20). Ya no hay fiestas, tiempo sagrado, sábado, culto… Ya no se puede cumplir el precepto: «recuerda el sábado para santificarlo» (Ex 2, 20, en memoria del Dios creador); «recuerda que has sido esclavo y celebra el sábado» (Dt 5, 6-15, en memoria del Dios libertador). Recordar el sábado era recordar al Dios de la vida y celebrarlo era celebrar al Dios libertador. Ahora es Dios quien hace olvidar el sábado.

El Templo: Era el lugar santo del encuentro con Dios. Jeremías interpretó su destrucción. Jr 7, 1-15: No podemos poner nuestra confianza en una construcción, ya que la relación con Dios debe partir de la vida, y el culto ser signo de autenticidad, y pone el ejemplo del santuario de Silo, que fue destruido y ya no sirve para nada. No hay que idolatrar las cosas más sagradas (En el Nuevo Testamento, Jn 2, 13-17, Mt 21, 12-13 y paralelos tratan el mismo tema).

Los Profetas: No ven visiones (v 9), transmiten visiones engañosas (v 14). Deberían interpretar los acontecimientos a la luz de la palabra de Dios, como Jeremías, pero decían lo que el pueblo quería oír. Los falsos profetas han llevado a Jerusalén a la ruina.

La Ley: No hay Ley (v 9). Ya no se puede vivir la alianza, la salvación que proviene de Dios. Ya no pueden vivir como pueblo consagrado al Señor, de su propiedad. Habrán de vivir como los otros pueblos.

Sin las instituciones propias de Israel sólo queda sitio para la muerte (vv 11, 12, 19, 21, 22) para todos, jóvenes y viejos, muchachos y doncellas (marismos para indicar la totalidad del pueblo), incluso para los inocentes. Extermino total, como narra Jr 6, 10-12 y 2Cro 36, 14-21 (Final de la Biblia hebrea, aunque se abre a la esperanza con el edicto de Ciro en los vv 22-23). En este contexto, las madres que se comen a sus hijos y las placentas (Lam 2, 20; 4, 10) ofrecen una connotación especialmente triste y lúgubre. Los animales depredadores lo hacen para defender a las crías no dejando huella del parto. Aquí es al revés, comiéndose a sus descendientes se cierran a la vida. Imagen bestial. Jerusalén es la única madre que llora y hace luto. Lam 2 se cierra con estas imágenes terribles, con el planteamiento del tema teológico de la contradicción de Dios y la pregunta: ¿La destrucción es el castigo por el pecado o es Israel quien se hace daño a sí mismo pecando?

8. LA INTERPRETACIÓN PROFÉTICA DEL EXILIO. LA PREGUNTA POR EL SUFRIMIENTO DE LOS BUENOS Y POR EL CASTIGO DE LOS MALOS.

Hemos visto cómo vivió el pueblo judío la invasión de Judá y Jerusalén por los reinos del Norte (Lamentaciones 2). Jeremías 4, 5 – 6, 30 nos enseña cómo la Escritura ayuda al pueblo a interpretar la experiencia. La reacción inmediata es echar la culpa a Dios: Él nos ha engañado y traicionado, nos ha entregado al enemigo. La interpretación profética es: Todo esto sucede porque el pueblo se ha convertido en enemigo de sí mismo con su pecado.

El texto anuncia la invasión, describe la misma y entona una lamentación por la invasión. El cap. 4 anuncia la invasión y sus consecuencias. El cap. 5 es una propuesta de investigación por parte de Dios para ver si aún hay alguna posibilidad de salvación, pero todos buscan el mal y se encaminan a la ruina. En el cap. 6 se mezclan las escenas de la guerra con las palabras del Señor a Jeremías: mientras el enemigo se acerca, el profeta es «rebuscador» de los que podrían salvarse y «fundidor» que debe separar lo bueno de lo malo, pero todos son rebeldes, no hay plata que separar de la escoria ya que todo es material de desecho.

El profeta quiere que el pueblo tome conciencia de su pecado, de que se hace mal a sí mismo, para que, convirtiéndose, su mal termine: «Jerusalén, lava las maldades de tu corazón para que te salves… tu conducta y tus actos te han traído esto» (4, 14.18). Él advierte que la justicia no busca destruir sin más; el castigo no es mera aniquilación, sino correctivo, y las futuras generaciones deberán comprender lo ocurrido: «no os destruiré por completo. Y cuando pregunten: ¿Por qué el Señor, nuestro Dios, nos ha hecho todo esto? les responderás: Así como vosotros me habéis abandonado para servir en vuestro país a dioses extranjeros, así también serviréis a extranjeros en un país que no es el vuestro» (5, 18-19).

Jeremías explica lo que sucede desde dentro, participando de la angustia del pueblo (lo contrario de Jonás, el antiprofeta, en Nínive). El dolor de Jeremías es invitación a la conversión, a la penitencia, pero Jerusalén es una ciudad necia que sigue buscando amantes (4, 30). Su angustia y miedo son dolores de parto, pero estériles (4, 31).

Los gritos de advertencia a Jerusalén no sirven de nada: «Publicadlo en Judá, proclamadlo en Jerusalén, tocad la trompeta en el país, gritad: "¡basta!"… Advertid a las naciones, publicadlo contra Jerusalén» (4, 5.16). Por eso se oirán los gritos de sus enemigos: «Los sitiadores gritan contra las ciudades de Judá» (4, 16); «Oigo el toque de trompeta, el grito de guerra… ¿Hasta cuándo tendré que escuchar el grito de guerra?… Ante los gritos de jinetes y arqueros huye la ciudad» (4, 19.21.29). La invadida también gritará como una parturienta, pero será un grito estéril, por no haber querido escuchar: «Oigo gritos de parturienta, gemidos de primeriza; son los gritos de la hija de Sión que gime y alarga la mano: "¡Ay de mí, que sucumbo ante los asesinos!"» (4, 31).

En el Exilio, el pecado manifiesta sus consecuencias más trágicas: angustia, vacío, desolación. No es la culpa de un Dios vengador, enloquecido, airado, sino la consecuencia misma del pecado: El pecador se hace daño a sí mismo. Aquí surge la pregunta por el castigo de los malos con toda su crudeza. Ante la muerte, ¿hay proporción entre la culpa y la pena? ¿La muerte, el pecado y sus consecuencias, es más fuerte que Dios? Somos culpables, pero ¿nuestra culpa es más fuerte que la voluntad de salvación de Dios? Entonces, si no puede salvarnos de las consecuencias de nuestros pecados ¿Dios es inútil? El Exilio es imagen de todo hombre ante el dolor y ante la muerte. Son preguntas que no tienen una respuesta fácil y que nos tienen que mantener en actitud humilde. El Concilio Vaticano II afirmó que «la Iglesia no tiene respuesta para todos los problemas que se plantea el hombre», pero eso no quita el que nos hagamos preguntas e intentemos responderlas.

El profeta es inocente y también sufre, ¿por qué sufren los buenos? Jeremías profetizó el Exilio y explica su significado (es la consecuencia del pecado del pueblo), vive la angustia del sufrimiento. En su dolor, mete en crisis sus mismas explicaciones: «Yo dije: ¡Ah, mi Dios y Señor, cómo has engañado a este pueblo y a Jerusalén diciendo que tendríamos paz, mientras la espada se clava hasta el fondo!» (4, 10). Todas sus confesiones hablan de lo mismo: él es perseguido por ser fiel al Señor, por anunciar su palabra, no por ser pecador (11, 18 – 12, 6; 15, 10–21; 17, 14–18; 18, 18–23). Especialmente dura es su última confesión, en la que llega a denunciar a Dios y a maldecir el día de su nacimiento: «Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir; me has violentado y me has podido. Se ríen de mí sin cesar, todo el mundo se burla de mí… ¡Maldito el día en que nací! El día en que mi madre me dio a luz no sea bendito… ¿Para qué salí del vientre? Para ver penas y tormentos, y acabar mis días afrentado» (20, 7–18).

Jeremías ha comprendido el sentido de la vida. En el cap. 1 dice que ha sido conocido, amado, consagrado desde el vientre de su madre. Su nacimiento es como una promesa. A partir de su nacimiento, que es promesa de vida, de alegría, sólo ha sentido dolor, desilusiones, persecuciones… Llega a la conclusión de que no se nace para vivir, sino para morir. La amargura le lleva a maldecir el día de su nacimiento, como Job (cap. 3). Ambos desearían estar muertos, pero no quieren pasar por la muerte. Preferirían no haber nacido, que el útero materno hubiera sido su tumba. Imagen durísima: permanecer siempre en el vientre, como una promesa de vida que nunca llega a cumplimiento. He aquí el engaño de la vida, tal como es experimentado por personas que viven una situación de especial sufrimiento.

Precisamente en ese dolor, pasando por la muerte, Jeremías se convierte en signo de vida. Él se pregunta por qué se sufre, por qué se muere. No tiene miedo de plantear la pregunta en toda su dureza. Sólo entonces se dará un tentativo de respuesta, algo que no había sucedido hasta entonces en Israel. Al hablar de la destrucción como consecuencia del pecado, indica que, entrando en la muerte y en la penitencia, se puede salir vivo. Él mismo saldrá vivo de esta situación de muerte, él, que es ciudad inexpugnable (1, 10-11). El pueblo puede reflexionar, arrepentirse, asumir su culpa y librarse de la muerte definitiva. Permanece el tema del sufrimiento de Jeremías y de los inocentes y también el del castigo de los culpables (¿El pecado y el castigo o la misericordia de Dios tendrán la última palabra?). Se han puesto las preguntas pero aún no se han encontrado las respuestas. El libro de Job replanteará el tema hasta las últimas consecuencias, con una crudeza y un realismo que aún hoy nos sorprende y nos fascina.

9. EL MISTERIO DE DIOS EN LOS LIBROS SAPIENCIALES

Hay Sabios en Israel, que se dedican al estudio de las tradiciones y a recoger proverbios y enseñanzas, desde la época del Rey Salomón. Pero adquieren su sentido más profundo después del Exilio, cuando cesa la profecía en Israel. Se profundiza en la enseñanza de los padres y se transmite un conocimiento práctico sobre la vida a los jóvenes. El prólogo del Eclesiástico comienza afirmando que «muchas e importantes lecciones se nos han transmitido por medio de la Ley, los Profetas y los Escritos que les han seguido» (Prol 1-2. La misma división de la Escritura se hace en los vv 8-10 del mismo). Nos encontramos con la división bíblica que perdurará hasta hoy en el judaísmo: La Ley (Pentateuco), los Profetas (Anteriores: los libros históricos y Posteriores: los libros proféticos) y los Escritos Sapienciales.

El Destierro supuso una gran crisis de fe para Israel. El pueblo creía en las promesas de Dios: Jerusalén es mi ciudad Santa, yo viviré en el Templo sin fin, un descendiente de David se sentará en su trono por siempre. Con la destrucción de Jerusalén y del Templo y con la caída de la dinastía davídica, estas promesas parecen falsas, los dioses extranjeros se manifiestan más fuertes que YHWH. La enseñanza de los últimos Profetas, que ven en el Exilio el castigo de Dios, el cumplimiento de sus amenazas, que hablan de un Nuevo Éxodo y de una Nueva Alianza, mejores que los anteriores, hacen recuperar la fe al pueblo. El Retorno a Canaán, en tiempos del rey Darío de Persia, será una crisis aún mayor. La realidad es más dura que lo anunciado por los Profetas. Muchos no quieren regresar. Los que lo hacen encuentran sus casas y campos ocupados por otros. La reconstrucción es pesada. El egoísmo y el pecado siguen presentes… ¿dónde están ese Éxodo y Alianza gloriosos?

Durante siglos, Israel hablaba de un destino colectivo, de una responsabilidad grupal. Los últimos Profetas profundizaron en el tema de la responsabilidad personal (Ez 14, 12-23): cada uno es culpable de sus propios pecados y recibirá la recompensa de las propias buenas obras. Surge, así, una preocupación por el origen y el destino personal y por los problemas concretos de cada hombre. Nace una teología que intenta dar respuesta a estas cuestiones: la retribución personal: Si eres bueno, Dios te bendice; si eres malo, Dios te rechaza: «A sí mismo se beneficia el justo, a sí mismo se perjudica el cruel» (Prov 11, 17), «Cada cual recibe el salario de sus obras» (Prov 12, 14), «A los pecadores los persigue la desgracia, los justos son colmados de dicha» (Prov 13, 21)…

En su esfuerzo por reconstruir Jerusalén, muchos justos se encuentran abandonados, traicionados. Antes se podían pensar en razones colectivas (pagan los pecados de sus padres…), pero ahora, el dolor del inocente, el fracaso del bueno frente al triunfo de los malvados se presenta como una dolorosa pregunta. Job y Qohélet son testigos de ese malestar y desánimo. La sabiduría tradicional no sirve para solucionar los problemas que se plantean y aún no se han encontrado nuevas soluciones.

En el texto poético de Job nos encontramos con la incomprensión y la rebeldía del justo que ha servido al Señor y se siente probado por un Dios Omnipotente, que parece disfrutar destruyendo a un hombre frágil. Los amigos de Job defienden la teología tradicional: «Pregunta a la generación pasada, medita en la experiencia de los padres… Dios no rechaza al íntegro ni da la mano a los malvados» (8, 8-20). Dios estaría castigando algún pecado oculto de Job. Pero Job no se considera culpable y, aunque lo fuera, ve desproporcionado el castigo: ¿acaso puede su pecado hacer algún daño a Dios? y ¿no se supone que Dios perdona las faltas? ¿Qué está sucediendo? (7 16-21)

Job se encuentra con una teología en crisis y con una imagen de Dios que no le sirve. Su problema es el de la relación Dios-hombre, el destino del justo, el sentido del sufrimiento, la angustia de la muerte: «Él extermina al inocente y al malvado» (9, 22). Job grita, pregunta, se rebela, reta a Dios: «Un proceso he preparado… Arguye tú y yo responderé… ¿Por qué tu rostro ocultas y te tienes por enemigo mío? ¿Quieres asustar a una hoja que se lleva el viento, perseguir a una paja seca? (13, 18-25). «Ésta es mi última palabra: respóndeme, oh Dios» (31, 35).

Dios no tiene por qué, pero responde (38, 1). Lo hace llenando de preguntas a Job: «¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?… ¿Por dónde se va a la morada de la luz?…» (38, 2 – 39, 30). Job entiende su incapacidad para comprender a Dios, acepta la imposibilidad de obtener respuesta a sus preguntas, se da cuenta de que a Dios no se le puede comprender ni utilizar para el propio provecho: «He hablado a la ligera, ¿qué voy a responder Me taparé la boca con la mano… no insistiré» (40, 3-5). Dios insiste en sus preguntas (40, 6 – 41, 26). Job termina confesando: «He hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan… Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza» (42, 2-6). Job tenía sólo un conocimiento teórico de Dios, el que había heredado de sus mayores. Ahora se ha encontrado personalmente con Él y ha descubierto que lo único que da sentido a la vida es la experiencia de Dios, aunque todo lo demás quede sin respuesta.

Qohélet vive también la experiencia de la inconsistencia de la vida. No sólo le preocupa la muerte del justo, sino la muerte en sí misma: «Vanidad de vanidades, todo vanidad. ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?… No hay recuerdo de los antiguos, como tampoco de los venideros quedará memoria en los tiempos que vendrán» (1, 2-11). La conquista del dinero, del poder, de la fama, del placer, de la sabiduría… se demuestran un sinsentido ante la muerte: «Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo» (3, 20). La muerte une a todos en el polvo, en la nada, «porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, y no hay paga para ellos, pues se perdió su memoria» (9, 5). Para un hombre de fe, sólo queda el guardar los mandamientos de Dios, aunque no se sepa el por qué ni el para qué: «Componer muchos libros es nunca acabar y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras, todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que esto es ser hombre cabal» (12, 12-13).

LA REFLEXIÓN SAPIENCIAL SOLUCIONARÁ ESTOS PROBLEMAS EN UNA TRIPLE DIRECCIÓN:

- Se profundiza en el sentido de la experiencia de Dios, de su amor. Esto es más importante que el dinero, que el placer, que la vida misma. Es lo único realmente importante. El Salmo 73 narra la historia de un justo que, cansado de su propio dolor: «yo era golpeado cada día y cada mañana sufría» (13-14), llegó a envidiar el triunfo de los fraudulentos: «por poco mis pies se extravían, celoso como estaba de los arrogantes… para ellos no hay congojas…» (2-5). Hasta que profundizó en la intimidad divina: «entré en tus divinos santuarios» (17) y entendió que la posesión de Dios es más importante sin comparación que todos los bienes de la tierra, aún cuando permanezca incomprensible: «mi porción es Dios por siempre… mi bien es estar junto a Dios» (25-28).

- Se clarifica el tema de la absoluta trascendencia e incomprensibilidad del misterio de Dios. Nos desborda y no podemos acercarnos a él desde nuestras capacidades racionales, sino aceptando con sencillez su revelación y respetando su misterio. Nuestra sabiduría es imperfecta, pero él comunica al hombre su Sabiduría para que le pueda conocer. La Palabra de Dios creadora (Gn 1, 3; Sal 33, 6; Is 55, 10-11) y la Ley de Dios (Sal 118) son un reflejo de esta Sabiduría divina y se entregan al hombre para su felicidad. Esta Sabiduría se presenta con rasgos personales (Prov 8, 22-31), con las mismas características de Dios (Sab 7, 22-27), intermediaria en la creación, en la revelación y en el don del Espíritu (Sab 9, 1-18). Esta Sabiduría nos ayuda a conocer el misterio de Dios, que -al mismo tiempo- permanece incomprensible (Job 42, 1-6). Lo que vemos es sólo un destello del obrar de Dios (Eclo 42, 22), que siempre está más allá de sus obras (Eclo 43, 27-33).

- Se afianza la fe en la Resurrección. Si el amor de Dios es desde siempre, ha de ser para siempre (2Mac 7, 9). Desde aquí se da un paso a la literatura apocalíptica, que presenta a Dios como Señor de la historia y de su cumplimiento. A pesar de todas las apariencias, es el Señor del cosmos y de la historia el que tiene en sus manos, aunque de una manera misteriosa, los hilos de los acontecimientos, siendo fiel a su proyecto y asegurando la meta final: la llegada del Reino de Dios, la salvación definitiva y eterna para la que fuimos creados (Dn 7). Este Reino de Dios no tiene sólo una dimensión histórica, sino que apunta hacia una dirección más allá de la misma.

10. PROFUNDIZACIÓN POSTEXÍLICA: EL DIOS DE LA VIDA, EL SIERVO SUFRIENTE, LA SABIDURÍA DE LA MUERTE, METÁFORAS JURÍDICAS, LITERATURA APOCALÍPTICA

Jeremías y Job nos permitían descubrir la presencia de Dios incluso en el sufrimiento y en la muerte: Un Dios incomprensible, que desborda todos nuestros cálculos. La interrogación sobre el sufrimiento y sobre el mal se abre en un momento posterior a una visión de bien y de vida.

EL DIOS DE LA VIDA (Gn 1): La primera página de la Biblia se escribió en plena crisis del Exilio. No es el relato más antiguo de la creación, ya que el capítulo segundo del Génesis es anterior (y más primitivo en el lenguaje y en las imágenes). El capítulo primero del Génesis es una gran celebración de Dios como origen de la creación y de la vida. En el Exilio se ha atravesado por un gran sufrimiento, una gran crisis, pero se ha crecido en la fe, hasta escribir textos como éste. Allí donde Israel no posee nada (ha perdido la tierra, la ciudad santa, el templo, el rey, las promesas…) descubre a Dios origen de la vida, de todo lo creado, de las bendiciones. Gn 1 es el canto de fe de un pueblo que descubre una promesa anterior a su constitución como pueblo, anterior a David, a Moisés, a Abrahán. Mi propio existir es precedido por el existir de la vida, de los seres y corresponde a un proyecto de bendición de Dios. Incluso en momentos de sufrimiento incomprensible no podemos dejarnos llevar por el desánimo. Más allá de las circunstancias concretas que nos tocan vivir, hemos de descubrir que nuestro origen y nuestro destino último coinciden. Venimos del amor de Dios y nos dirigimos hacia el encuentro con este amor. Jeremías escuchó: «Antes de formarte en el vientre, te conocía». Ese «antes» de conocimiento por Dios es garantía de un «después». El haber sido queridos desde siempre, el responder a un proyecto eterno de Dios, se convierte en garantía de vida para siempre, en promesa de amor más allá del nacer y del morir. Hay un don de la vida que precede al nacimiento y que no puede terminar con la muerte. En Gn 1 el discurso es celebrativo. Se abre a dimensiones universales. El Dios de Israel es el Dios de toda la creación, que todo lo ha hecho bueno.

EL SIERVO DE YHWH (Is 42, 1ss; 49, 1ss; 50, 4ss; 52, 13ss): Textos del libro de la consolación (Deutero Isaías). El Primer Isaías (1-39) es anterior al destierro y anuncia el desastre si no se da la conversión. El Segundo Isaías (40-55) es de la época del destierro, e intenta consolar con palabras de esperanza a los que se encuentran lejos de su patria. El Tercer Isaías (56-66) se sitúa después del regreso a la Tierra Prometida y denuncia que la experiencia del exilio parece no haber enseñado nada a los supervivientes.

A partir de la dolorosa experiencia del Exilio, surgen los cánticos del Siervo de YHWH, que encontramos en el libro de Isaías. En principio, parece que se refieren al mismo pueblo en el destierro, personificado en este siervo misterioso que con su sufrimiento está cumpliendo la voluntad de Dios y está colaborando con él en un proyecto de salvación para todos los pueblos. Pero terminan refiriéndose a un personaje futuro que recibirá una misión profética universal. Como el nuevo Éxodo (el retorno del Exilio) y la nueva Alianza (el futuro don del Espíritu) serán superiores a las originales, este Siervo-Profeta final y definitivo será superior a los anteriores. Este personaje asumirá voluntariamente un servicio de obediencia al plan de YHWH para, a través del sufrimiento total y de la misma muerte, pagando las consecuencias del pecado de Israel y de la humanidad, cargando sobre sus espaldas con nuestras faltas, nuestros dolores y nuestra muerte, llegar a establecer una relación plena y duradera de todos con Dios. Este misterio sólo se clarificará con la venida de Jesucristo, especialmente con su Pasión, Muerte y Resurrección.

EL CÁNTICO DE LA SABIDURÍA DE JOB 28: El hombre abre minas en la profundidad de la tierra buscando tesoros, pero la Sabiduría es mucho más valiosa que las piedras preciosas. Nadie sabe dónde está, ni se puede comprar con riquezas, porque es don de Dios. «Está oculta a los ojos de los vivientes, pero la muerte ha oído hablar de ella» (vv 21-22). Hay algo del conocimiento de la Sabiduría que pertenece a la muerte. La muerte nos permite una nueva relación con la vida y con Dios, sin engaños. La muerte nos revela nuestra verdad más profunda, descubre la falacia de nuestros orgullos. Toda ilusión de omnipotencia naufraga frente a la muerte. Cuando el hombre admite su limitación, acepta que no es Dios ni le comprende, empieza a ser sabio. Entrando en la muerte se puede encontrar la Sabiduría y la vida que vienen de Dios.

METÁFORAS JURÍDICAS: En nuestra experiencia cotidiana, percibimos una relación alterada, pervertida, injusta, de los hombres entre sí y de los hombres con Dios. ¿Cómo se puede restablecer la justicia después del pecado? En Israel hay dos figuras jurídicas de juicio. Una, parecida a la nuestra, y otra típicamente bíblica, que nos ayuda a comprender numerosos textos de la escritura.

El juicio (mishpat) supone un juez, un acusador y un acusado. El juez siempre dicta sentencia de condena contra el ofensor o contra el que se dice ofendido (si acusa en falso). Se busca el resarcimiento y el castigo del culpable mediante la ley del Talión.

El encuentro judicial (rib) es una institución bíblica que busca la salvación del culpable. El ofendido intenta que el ofensor tome conciencia de su pecado para que pueda ser perdonado, por medio de una serie de preguntas. El ofendido busca el bien del ofensor, la liberación de su pecado. Si el acusado comprende la locura de su actuar, con el que hace daño a su hermano y a sí mismo, se ha salvado. Ejemplo: David frente a Saúl (1Sam 24): David corta un trozo del manto del rey que le persigue a muerte, cuando podría vengarse y acusa a Saúl por medio de unas preguntas. El rey toma conciencia de su falta y pide perdón, por lo que se restablece la comunión entre ambos.

La justicia del tribunal es parcial, imperfecta. La verdadera justicia es la del rib, que no busca la venganza del ofendido, sino la salvación del ofensor. Normalmente, cuando Dios interviene en la Biblia llamando a juicio al hombre, lo hace como parte ofendida, no como juez. Acusa para que el pecador tome conciencia de sus faltas y, confesándolo, pueda recibir el perdón, la reconciliación, la salvación. Pensemos en las preguntas de Dios a Adán: «¿Acaso has comido del árbol?» o a Caín: «¿Dónde está tu hermano?» o al pueblo: «¿Por qué repiten tu boca las palabras de la alianza si en tu corazón tramas el engaño?». No buscan una respuesta que Dios desconozca, sino que intentan que el culpable tome conciencia de su falta y se arrepienta. Veamos unos ejemplos.

* «He criado y educado hijos, pero ellos se han rebelado contra mí. El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no me conoce, mi pueblo no tiene entendimiento» (Is 1, 2ss). Dios se presenta como Padre ofendido. En 1, 9 dice: «Si el Señor no nos hubiera dejado un resto, seríamos como Sodoma». Deberíamos haber sido destruidos totalmente (eso manda la Ley para los hijos rebeldes: Dt 21, 18-21), pero Dios se ha manifestado como Padre paciente, corrigiéndonos y dándonos una nueva oportunidad.

* Dt 32, 1-43: Los hijos desobedientes no aprecian los dones de su Padre y se van detrás de otros dioses. Dios los castiga para que recapaciten y permite que sus enemigos les hagan daño, pero termina compadeciéndose y castigando a los enemigos.

* «El hijo honra a su padre, el siervo a su señor. Pues, si yo soy Padre, ¿Dónde está el honor que me pertenece? Y si soy Señor, ¿Dónde el temor que se me debe?» (Mal 1, 6). Dios se presenta como Padre no respetado y quiere que sus hijos tomen conciencia de su error.

* Los primeros capítulos de Jeremías son una composición penitencial: Dios, Padre y Esposo, denuncia el pecado (2, 27). Dios Padre quiere perdonar (3, 14. 19). El pueblo escucha y vuelve a Dios (3, 22-25), que acoge y perdona (4, 1-4).

* Is 63, 7 – 64, 11: Proceso penitencial. Se confiesan los beneficios de Dios, el propio pecado y se apela al amor de Dios (63, 15-17; 64, 7-8). Se invoca a Dios como redentor y restaurador.

* El Salmo 50 es un acta de acusación: «¿Por qué recitas mis preceptos, si no quieres cumplir mi alianza?». El 51 es la respuesta del pecador que ha tomado conciencia y pide perdón: «Misericordia, Dios mío… pues yo reconozco mi culpa». La consecuencia es la reconciliación y el restablecimiento de unas relaciones amistosas: «Te agradarán nuestros sacrificios… Sobre tu altar se inmolarán novillos».

* Hermosos ejemplos de perdón paterno: Os 11, 8-9; Jer 31, 18-20; Salmo 103

El proceso sigue siempre el mismo orden: 1-Acusación, 2-Arrepentimiento (metanoia), 3-Conversión (epistrepho), 4-perdón. Judas se arrepiente, pero no se convierte, por lo que no deja lugar a la reconciliación. Pedro se arrepiente y se convierte, por lo que se produce la reconciliación. El arrepentimiento debe llevar a la recapacitación, al deseo de mejorar, a volver a Dios.

LITERATURA APOCALÍPTICA: Se desarrolla, principalmente, entre el s. II a. C. Y el s. II d. C. Una vez que se ha establecido que YHWH es el único creador de todo y que tiene poder para actuar en todos los tiempos y en todos los lugares, se empieza a interpretar la historia como la realización en el tiempo de un misterioso proyecto de Dios, que inicia con la creación, se va actuando con las distintas intervenciones de Dios, que corresponden a un plan bien organizado (lo que los Padres de la Iglesia llamarán economía de la salvación) y que llegará a plenitud en el momento que Dios tiene preparado desde siempre. En momentos de persecución y de desencanto, la esperanza del pueblo se dirige hacia el establecimiento definitivo del Reinado de Dios, que no tiene sólo una dimensión histórica, sino que se realizará en plenitud más allá del momento presente, en un nuevo «eón» (una nueva época), que está a punto de llegar.

11. SÍNTESIS DE LA REVELACIÓN DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Como hemos visto, la Biblia no se esfuerza en demostrar la existencia de Dios ni en definirle. Para Israel, Dios es un hecho evidente. No se especula sobre Él, sino que se narran sus intervenciones en la historia del pueblo que, de manera lenta y progresiva, va profundizando en su misterio. Dios se ha revelado en los acontecimientos; por eso, la Biblia es, ante todo, «historia de salvación». Los nombres con los que la Escritura habla de Dios, más que describir su naturaleza, reflejan su manera de actuar. En concreto, Elohim (plural de «El») indica el poder absoluto de Dios frente a los demás dioses, que son sólo apariencia, y YHWH sirve para presentar a Dios como origen de toda existencia, dador de vida.

Los descendientes de Abrahán comenzaron dando un culto preferencial al Dios que se reveló a su padre. Posteriormente le dieron culto en exclusiva, para terminar afirmando claramente el monoteísmo. Los dioses de los otros pueblos y sus representaciones escultóricas son invenciones humanas, impotentes e ineficaces, mientras que YHWH está más allá de lo que conocemos y podemos pensar, por eso se prohíbe toda imagen suya e incluso el uso de su Nombre en vano (Ex 20, 4-7). No se puede ver a Dios y quedar con vida (Ex 19, 12ss). Es totalmente trascendente y habita en una región pura, incontaminada, adonde no puede llegar el lastre de lo profano o de lo impuro (Is 6). Incluso el símbolo de su presencia en el Templo es un espacio vacío en el Santo de los Santos.

Sin embargo, por pura misericordia suya, sale al encuentro de algunas personas para hacer con ellos una alianza, que ha de ir extendiéndose hasta convertirse en bendición para todos los pueblos (Gn 12, 1-3). Habla con los hombres y les envía sus mensajeros para que conozcan su voluntad, les revela su amor y su ternura para los que le son fieles, así como su justicia, que exige de los seres humanos un comportamiento ético. Todas sus obras anteriores eran sólo preparación, anticipo y promesa de una intervención suya definitiva, que culminará en el triunfo sobre todos sus enemigos y en la instauración de su Reino por medio del Mesías. Se habla, así, de nueva Jerusalén, nuevo David, nueva alianza, nuevos cielos y nueva tierra, nueva creación… que irán acompañados por la revelación perfecta de Dios y el establecimiento de unas relaciones de intimidad con los hombres (Ez 36, 24ss). Éste es el Dios en el que cree Jesús y de Él nos hablará, aunque con sus matizaciones personales.

12. JESÚS, EL HIJO DE DIOS

A lo largo del Antiguo Testamento nos encontramos con muchas personas que se sienten llamadas y enviadas por Dios para realizar una misión: «He visto la opresión de mi pueblo… y ahora te envío para que saques…» (Ex 3, 7-10); «Adonde yo te envíe, irás» (Jer 1, 7); «Hijo de Adán, yo te envío a la casa de Israel» (Ez 2, 1); «Me ha enviado para anunciar una buena noticia» (Is 61, 1). Juan, el último de los profetas, también recibe una vocación similar: «Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan…» (Jn 1, 6-7).

En el Nuevo Testamento se afirma que todos estos mensajeros fueron llamados y enviados por Dios: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros antepasados por medio de los profetas» (Heb 1, 1), pero se añade que, como conclusión, remate y perfeccionamiento de los envíos anteriores, Dios nos ha enviado a su propio Hijo: «En estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo…resplandor de su gloria e imagen perfecta de su ser» (Heb 1, 2s). En lo mismo insiste la parábola de los viñadores homicidas: «Envió un criado y lo maltrataron… envió un segundo y lo descalabraron… envió muchos otros y los mataron… finalmente, envió a su Hijo…» (Mc 12, 2-6). S. Pablo también lo afirma con rotundidad: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatarnos… y darnos la adopción filial» (Gal 4, 4s). Si queremos entenderla en profundidad, toda la vida de Jesús ha de interpretarse como un envío, como una misión: «Yo no he venido por mi propia cuenta, sino que he sido enviado por aquel que es veraz» (Jn 7, 28). Por eso no habla en su nombre, sino en el de su Padre: «Yo no hablo en virtud de mi propia autoridad; es el Padre, que me ha enviado, quien me ordenó lo que debo decir y enseñar» (Jn 12, 49). Al concluir su vida terrena, Él mismo envía a su Iglesia: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo» (Jn 20, 21).

Jesús toma conciencia de su identidad y de su misión de una manera progresiva. Verdaderamente «creció en edad, en sabiduría y en gracia». A los 12 años manifiesta su madurez y la conciencia que va tomando, en el episodio del templo (Lc 2, 41-52). María habla de «tu padre y yo» y Jesús explica que su orientación se dirige a otro Padre: Dios. Jesús habla de su auténtica filiación, comienza a descubrirnos un misterio oculto. Seguirá sumiso en su vida doméstica, pero en su misión depende totalmente de su Padre del cielo. María y José se abisman en un misterio que les desborda, pero María lo conserva en su corazón.

En su progresiva toma de conciencia, Él se autocomprende como Hijo y se sabe enviado. Su misión es anunciar a Dios, que lo ha enviado y volver a Dios llevando consigo a los hombres, sus hermanos: «Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre» (Jn 16, 28). La manera tan libre y peculiar que tiene de comportarse frente a la Ley, el Templo, su entorno social… corresponde a su experiencia de Dios. Jesús no lo define, pero vive una relación especial con él (de filiación). En su oración siempre se dirige a Dios como Padre (130 veces lo llama así en los evangelios). Se relaciona con Dios como un niño con su padre, lleno de confianza, al mismo tiempo que siempre dispuesto a la obediencia. «Abba», para Jesús, más que un título, es una experiencia. No manifiesta sólo una concepción de Dios; también de sí mismo, como el Hijo. Jesús se comprende a sí mismo en total dependencia de Dios y como total apertura a Dios: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4, 34). Todos los enviados de Dios anunciaban el mensaje que habían recibido, daban testimonio de lo que habían «oído», pero el testimonio del Hijo es el más perfecto, porque Él, además, anuncia lo que ha "visto" desde el principio: «A Dios nadie lo ha visto nunca, el Hijo que está junto a él nos lo ha contado… Las palabras que me oís no son mías, sino del Padre que me ha enviado… El Espíritu Santo que el Padre os enviará en mi nombre hará que recordéis todo… Os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 1, 18; 14, 24. 26; 15, 15).

Para conocer a Dios, su actuar, su corazón, hemos de conocer a Jesús, porque «si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre» (Jn 8, 19), ya que «el Padre y yo somos uno» (Jn 10, 30). Pero Jesús no es sólo el revelador. Él nos trae la enseñanza del Padre y es al mismo tiempo el único camino que nos lleva al Padre: «Yo soy el camino, la verdad y la vida, y nadie puede ir al Padre si no es por mí» (Jn 14, 1-6). Sólo a través de Jesús tenemos acceso al misterio íntimo de Dios y, lo que es más importante, a la comunión de vida con Él: «Padre, les he dado a conocer quién eres y continuaré dándote a conocer, para que el Amor con que me amas pueda estar también en ellos» (Jn 17, 26).

13. JESÚS, FUENTE DEL ESPÍRITU SANTO

Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo, del que está lleno desde el principio; pero antes de su bautismo no aparece en los evangelios actuando con el poder del Espíritu, ni mucho menos comunicándolo. Con motivo del bautismo, se da una nueva efusión del Espíritu en Jesús, una consagración como Mesías, una toma definitiva de conciencia de su misión y el inicio de su actividad pública, en la que actúa con el poder del Espíritu. Jesús participa en el rito penitencial del bautismo y, mientras está en oración, se abren los cielos, desciende el Espíritu sobre Él y se oye la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy» (Lc 3, 22). Aquí se manifiesta el más profundo misterio trinitario. Como insisten en repetir los Padres de la Iglesia, el Padre se revela como el que consagra, el que unge, el que envía, el que ama; Jesús como el consagrado, el ungido, el enviado, el amado; el Espíritu como la consagración, la unción, el envío, el amor. Jesús toma conciencia de su vocación, de su misión: Él es el Mesías-Siervo de YHWH, el enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para establecer el reinado de Dios.

El Bautista da testimonio de que el Espíritu ha descendido sobre Jesús en el Bautismo «y se ha quedado sobre él» (Jn 1, 32). Este mismo Espíritu que consagra a Jesús, «lo lleva al desierto» (Mt 4, 1) y después lo devuelve a Galilea (Lc 4, 14). Desde este momento, vemos a Jesús «exultar en el Espíritu» (Lc 10, 21), hablar con autoridad, actuar con poder, expulsar a los demonios «con el dedo de Dios» (Lc 11, 20), que es el Espíritu (Mt 12, 28). El Espíritu, pues, desciende y permanece sobre Jesús que, desde este momento actuará con su fuerza. Jesús es tan consciente de que el Espíritu de Dios actúa en él, que habla de una blasfemia contra el Espíritu que no puede ser perdonada, en referencia a los que afirman que realiza sus obras con el poder de Belcebú y no con el del Espíritu. Con ello, se sustraen a la posibilidad de recibir el perdón y la salvación que se realizan en Jesús por la fuerza del Espíritu (Mc 3, 28-30).

Jesús posee el Espíritu en plenitud, por eso lo promete y lo envía a sus fieles: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). San Juan nos relata como «el último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, de pie, gritó: Quien tenga sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: de su seno brotarán torrentes de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39). La fiesta de las tiendas recordaba la fuente que manó de la roca en el desierto (Ex 17) y anticipaba la alegría de los días del Mesías, en que Dios, de nuevo, «hará brotar agua en el desierto para dar de beber al pueblo» (Is 43, 20); días en que se derramará sobre todos los creyentes «un agua pura que os purifique de todas vuestros pecados… infundiré mi Espíritu en vosotros y viviréis» (Ez 36, 24 – 37, 14); agua que brotará del costado del templo para dar vida hasta al mismísimo Mar Muerto (Ez 47, 1ss). Y he aquí que Jesús proclama que ha llegado esta hora, que los ríos del Espíritu brotarán de su propio costado. El pueblo será bautizado con Espíritu, tal como prometió Juan (Mc 1, 8). El Evangelista añade que «aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 39). El envío del Espíritu forma parte del misterio pascual: Jesús ha muerto para la salvación del mundo, para darnos el Espíritu. El anuncio realizado durante la fiesta de las tiendas era una profecía, en la línea de la realizada por Zacarías: «derramaré un espíritu de gracia y de oración y mirarán hacia aquél a quien traspasaron… Aquel día habrá una fuente abierta para lavar el pecado y la impureza» (Ez 12, 10 – 13, 1).

Después de la resurrección, los apóstoles toman conciencia de que Jesús estaba lleno del Espíritu desde el momento de su concepción. Esto no elimina el que fuera ungido por el Espíritu en su bautismo para ser Mesías, ministro de salvación y de santidad: «A Jesús de Nazaret, Dios lo ungió con Espíritu Santo y con poder, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» (Hch 10, 38). Lo recibirá de nuevo y lo derramará sobre todos en su resurrección: «Dios lo ha resucitado y Él, habiendo recibido del Padre el Espíritu santo prometido, lo ha derramado sobre nosotros, como lo estáis viendo» (Hch 2, 33). No es que el Espíritu se divida o se entregue a plazos, sino que -al no ser un objeto, sino la fuerza, la vida, el amor de Dios- siempre se puede recibir con más plenitud. El mismo Espíritu hizo posible la Encarnación, actuó en toda la vida pública de Jesús y fue derramado por Él sobre sus fieles. Siempre se manifiesta como la energía salvadora de Dios que actúa en Jesús y que en cada momento le lleva a realizar lo que conviene. En Jn 3, 34 tenemos una afirmación profundamente significativa de Jesús, que puede traducirse por: «Aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios porque le da el Espíritu sin medida» o «porque Él da el Espíritu sin medida». Interesante ambigüedad: Él da el Espíritu sin medida porque Dios le da el Espíritu sin medida.

En el último instante de su vida terrena, como manifestación suprema de su amor, Jesús «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19, 30). Esta es la hora en que Jesús realiza la promesa, en una doble entrega: nos da el Espíritu al darse a sí mismo. Como un frasco que se rompe y derrama el perfume que llevaba dentro, Cristo reparte su Espíritu al morir. Añade el Evangelista que «un soldado le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido y él sabe que dice la verdad. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: Mirarán al que atravesaron» (Jn 19, 34-37). S. Juan subraya la importancia del acontecimiento y su relación con las promesas antiguas. Cristo nos entrega su vida (la sangre) y su Espíritu (el agua). Como las fuentes que surgen de las profundidades de la tierra a través de aberturas, formando los manantiales; el Espíritu Santo, que es la interioridad de Dios, surge del corazón de Jesús y brota por la hendidura de su costado atravesado (Ez 12, 10), golpeado como la roca (Ex 17, 6), oprimido como cordero degollado (Is 53, 7). Aquí podemos comprender algo de lo que significa la afirmación del Evangelista S. Juan: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).

Como Eva surgió del costado de Adán, mientras éste dormía; la Iglesia nace del costado de Cristo «dormido» en la cruz. En Pentecostés se realizará la confirmación en el Espíritu de todos los creyentes, la universalización del don del Espíritu (Hch 2). Precisamente en la fiesta en que se celebraba el don de la Alianza y de la Ley en el Sinaí (Ex 31, 18), se cumple lo anunciado por los profetas: «pactaré con ellos una alianza nueva… pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré…» (Jer 31, 31-34). Así como el nuevo santuario es Cristo, la Ley del amor no escrita en tablas de piedra, sino en los corazones es el don del Espíritu. Jesús había prometido a la samaritana que quien bebiera del agua que él nos daría, nunca más tendría sed, «sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 13-14). Esta vida eterna se nos da en el bautismo, que hace renacer del agua y del Espíritu (Jn 3, 5); del Espíritu del que el agua es símbolo.

14. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO TRINITARIO

EN LA «ENTREGA» DE JESÚS

«El Señor Jesús, la noche en que iba a ser "entregado" tomó el pan y, después de dar gracias lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi Cuerpo que se "entrega" por vosotros» (1Cor 11, 23-24). En este texto de San Pablo se nos habla de una doble «entrega» de Jesús: Los hombres lo «entregaron» y Él se «entregó». Aparentemente, los seres humanos guiaron la historia de la Pasión, traicionando a Jesús, vendiéndolo, y entregándolo a la muerte. La Palabra de Dios nos revela la verdad que permaneció escondida bajo las apariencias: Era Jesús mismo el que se entregaba por nosotros.

Antes de pasar adelante tenemos que hacer una clarificación filológica. En griego «didomai» significa «dar», «donar» y «paradidomai» es una forma superlativa, que traducimos por «entregar» (en español tenemos la misma relación en muchos verbos como «seguir» y «perseguir», «durar» y «perdurar», etc.). Tanto el verbo «didomai» como la forma superlativa «paradidomai» aparecen numerosas veces en los Evangelios, especialmente en los relatos de la Pasión.

«Judas les dijo: ¿Qué me "dais" si yo os lo "entrego"? Le ofrecieron treinta monedas de plata. Y, desde ese momento buscaba la ocasión para "entregarlo"… Mientras cenaba, les dijo: Os aseguro que uno de vosotros me va a "entregar"… El que come de mi mismo plato, me "entregará"… ¡Ay del que "entrega" al Hijo del hombre!» (Mt 26, 15ss). «Judas lo besó. Jesús le dijo ¿Con un beso "entregas" al Hijo del hombre?… Pilato les "entregó" a Jesús para que hicieran con Él lo que quisieran» (Lc 22, 48; 23, 25). Judas, los Sumos Sacerdotes, Pilato… todos «entregan» a Jesús, como una mercancía o un animal destinado al matadero.

Sin embargo, Jesús había dicho: «Yo "doy" mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela, soy yo quien la "da" por su propia voluntad. Yo tengo poder para "darla" y para recuperarla» (Jn 10, 17-18). Y también: «Nadie tiene amor más grande que el que "da" la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Efectivamente, es Él el que se «da», el que se «entrega», como expresión máxima de su amor. De esta manera lleva a cumplimiento lo anunciado por el profeta Isaías en sus cánticos del Siervo: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba, no volví la cara ante los insultos y salivazos» (Is 50, 6). En el momento de morir, como un frasco roto, que derrama el perfume que llevaba dentro, «inclinando la cabeza, "entregó" el Espíritu» (Jn 19, 30). Jesús nos «entrega» su Espíritu al tiempo que nos «entrega» su vida. «Y al punto brotó de su costado sangre y agua» (Jn 19, 34), como máxima expresión de su entrega. Se vació totalmente. No se reservó nada para sí.

Su «entrega» en la Última Cena y en la Cruz fue sólo el último eslabón de una cadena. Jesús vivió toda su existencia para los demás. Siempre «entregándose» sin medida. Por eso, San Pablo puede exclamar, lleno de gozo: «La vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se "entregó" por mí». La Escritura nos habla, incluso, de una «entrega» anterior. El Padre nos ha «entregado» a Jesús y su muerte se sitúa dentro de un plan salvador que no terminamos de comprender: «Tanto amó Dios al mundo, que "entregó" a su propio Hijo, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Dios no perdonó a su propio Hijo, antes bien, lo "entregó" a la muerte por todos nosotros» (Rom 8, 32).

Reflexionando en estos temas se nos descubre el misterio íntimo de la Santísima Trinidad. Nuestro Dios es pura donación, pura «entrega». Desde toda la eternidad, el Padre se vacía de todo y de sí mismo para darse del todo a su Hijo: le regala su Vida, su Amor, su propio Ser, su Espíritu. Como el Hijo es igual que su Padre, desde siempre se vacía de todo y de sí mismo para devolver al Padre lo que de Él recibe: le regala su Vida, su Amor, su propio Ser, su Espíritu. El Espíritu Santo es el mismo Ser de Dios: la Vida y el Amor que el Padre ofrece a su Hijo y que el Hijo devuelve a su Padre en un eterno y feliz intercambio. De hecho, el nombre propio del Espíritu Santo es «Don». Por eso, en su vida mortal, Jesús no podía hacer otra cosa que lo que venía realizando desde toda la eternidad: Darse sin límites, ofrecerse, regalarse; no pensando en sí mismo, sino en nuestro bien. Ahora entendemos aquellas palabras del Señor que nos explican el camino de la felicidad verdadera: «El que guarde su vida, la perderá, pero el que la entregue, la ganará» (Mt 10, 39). Si hemos sido creados a su imagen y semejanza, estamos llamados a parecernos a nuestro modelo.

15. SOMOS HIJOS DE DIOS EN CRISTO JESÚS

Los cristianos recibimos la salvación y la gloria de Jesucristo: «Por la fe en Cristo hemos llegado a obtener esta situación de gracia en que nos encontramos» (Rom 5, 2). Él nos revela la identidad oculta de Dios y nos permite tener con el Padre la misma relación filial que Él tiene, nos hace hijos. Además, nos regala el Espíritu.

«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley y para darnos la adopción de Hijos. Y, como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba!, Padre. De modo que no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres heredero por disposición de Dios» (Gal 4, 4-7). En la comunidad de Galacia, algunos judaizantes decían que había que circuncidarse y cumplir las leyes de Moisés para salvarse. S. Pablo reacciona con fuerza afirmando que la salvación nos viene íntegramente de la fe en el Señor Jesús. Utiliza una imagen de su cultura: En una familia de personas libres, el niño nace libre, pero tiene que pasar por un proceso de educación y maduración antes de poder disfrutar de sus derechos. Durante ese tiempo, el niño es encomendado a un preceptor. La Ley mosaica ha cumplido la función de preceptor para los judíos hasta la llegada del Mesías. Los paganos, por su parte, vivían sometidos a poderes cósmicos y a divinidades falsas. Al venir Jesucristo, libera a los judíos de su ayo y les confiere todos los derechos de hijos, a la vez que libera a los paganos de la esclavitud y los hace también hijos de Dios.

El hijo, además, sabe reconocer a su padre y se relaciona con él. Jesús nos ha concedido el Espíritu, que nos hace reconocer a nuestro Padre Dios y ora en nosotros. Lo opuesto a la filiación es la esclavitud o la sujeción del menor de edad. Eso está superado por los cristianos, que reciben la libertad de su Padre. Los hombres nos inventamos divinidades y vicios que nos esclavizan, de todas ellas nos libera Cristo.

Una consecuencia de la filiación es el derecho a la herencia. Nosotros no debemos pedir nuestra parte de herencia por adelantado (como el hijo pródigo), ya que no podríamos con ella en esta vida; pero hemos de tomar conciencia de la herencia maravillosa que nos espera: estar con el Padre, recibir la plenitud del Espíritu, ser transformados a imagen de Jesucristo resucitado. Ya podemos recibir un anticipo, que nos hace pregustar las maravillas futuras.

«Ya no pesa condena alguna sobre los que pertenecen al Mesías Jesús. Porque la ley del Espíritu vivificante, por medio de Jesucristo, me ha emancipado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que era imposible para la ley, por la debilidad de la condición humana, lo ha hecho Dios enviando a su Hijo con una naturaleza semejante a nuestra condición pecadora. Es más, se hizo sacrificio de expiación por el pecado y dictó sentencia contra él, para que así, los que vivimos, no según nuestros apetitos desordenados, sino según el Espíritu, podamos cumplir las exigencias de la ley… Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace clamar ¡Abba!, Padre. Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él» (Rom 8 1-4; 14-17).

Encontramos dos triángulos contrapuestos. El primero lo forman Ley-Pecado-Muerte. La Ley pide cosas buenas, pero quien no las cumple debe ser castigado y la Ley nos indica lo que es bueno, pero no nos da fuerzas para cumplirlo. Por lo tanto, la Ley denuncia nuestro pecado (ya que no cumplimos todo lo que nos pide) y la consecuencia del pecado es el castigo y la muerte. El segundo lo forman Espíritu-Cumplimiento-Vida. El Espíritu no manda cosas desde fuera, sino que nos permite vivir desde dentro el espíritu de la Ley y nos da la vida. Pero, como el Pecado ha arraigado en nosotros con fuerza, Dios envía a alguien más fuerte que pueda vencerlo: a su Hijo. Él vence al pecado y nos permite vivir como Dios quiere, como Él mismo vive, como hijos. Jesús recibe el Espíritu de su Padre y vive la vida de Dios. Jesús nos da el Espíritu que nos hace hijos y nos permite vivir la vida de Dios. Esto llegará a plenitud cuando el Espíritu nos glorifique –como a Cristo- en la resurrección. Por nuestra condición humana estamos sometidos a la corrupción, pero el Espíritu es la garantía, las arras, de nuestra liberación definitiva y de nuestra victoria. La conciencia de ser hijos de Dios nos hace esperar y llorar: esperar lo que será, llorar porque todavía no es.

La filiación divina de los cristianos está unida a la fraternidad con Jesús. Él es el hombre que lleva y manifiesta «la imagen y semejanza» de Dios. Al parecernos a Él, realizamos el proyecto original de Dios y podemos vivir como buenos hijos. De este modo, el Unigénito se convierte en Primogénito de muchos hermanos. Por eso, S. Pablo prorrumpe en una exclamación de júbilo: «¿Qué más podemos decir? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo?… Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8, 31-39). Las últimas consecuencias de ese amor de Dios las vemos por la fe, las poseemos por la esperanza, aunque desbordan todas nuestras previsiones y no podemos ni llegar a imaginarlas: «Ved qué gran amor nos ha mostrado el Padre, que nos ha llamado hijos de Dios, y lo somos… Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es» (1Jn 3, 1-2).

Terminemos con una hermosa oración de S. Pablo: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la gloria, os conceda un Espíritu de sabiduría y revelación que os haga conocer y os ilumine los ojos de la mente para apreciar la esperanza a la que os llama, la espléndida riqueza de la herencia que promete a los consagrados y la grandeza extraordinaria de su poder a favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa… Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda por la riqueza de su gloria fortaleceros internamente con el Espíritu. Que por la fe resida Cristo en vuestros corazones, que estéis arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis comprender, junto con todos los consagrados, la anchura y longitud, la altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del todo de la plenitud de Dios. El que, actuando eficazmente en nosotros, puede realizar muchísimo más de lo que pedimos o pensamos, reciba de la Iglesia y de Cristo Jesús la gloria en todas las generaciones por los siglos de los siglos. Amén» (Ef 1, 17-19; 3, 14-21).

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