lunes, 26 de agosto de 2013

EL ESPIRITU SANTO

EL ESPÍRITU SANTO, ESPÍRITU DE JESÚS

La doctrina sobre el Espíritu Santo completa la explicación del plan divino: importancia capital de este asunto

Tenemos entre nuestros Libros Santos uno que historia los primeros días de la Iglesia, y se llama Hechos de los Apóstoles. Esta narración, debida a la pluma de San Lucas, que fue testigo de muchos de los hechos narrados, está llena de encanto y de vida.- En ella vemos cómo la Iglesia, fundada por Jesús sobre los Apóstoles, se desenvuelve en Jerusalén y se extiende después poco a poco fuera de Judea, merced sobre todo a la predicación de San Pablo, pues que la mayor parte del libro la dedica precisamente al relato de las misiones, de los trabajos y de las luchas del gran Apóstol. Podemos seguirle paso a paso en casi todas sus expediciones evangélicas. Esas páginas, llenas de animación, nos revelan y nos pintan al vivo las incesantes tribulaciones que padeció San Pablo, las dificultades sin cuento que hubo de vencer, sus aventuras, sus padecimientos en el curso de los múltiples viajes emprendidos para extender por doquier el nombre y gloria de Jesús.

Refiérese en esos Hechos que, andando San Pablo de misiones, llegó a Efeso, y allí encontró algunos discípulos, y les preguntó: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?» -Los discípulos le contestaron: «¡Pero, si no hemos oído siquiera hablar del Espíritu Santo ni que tal cosa exista!» (Hch 19,2).

Ciertamente, no ignoramos nosotros que exista el Espíritu Santo; mas ¡cuántos cristianos hay que sólo le conocen de nombre y casi nada saben de sus operaciones en las almas! Sin embargo, la economía divina no se comprende cumplidamente sin tener una idea precisa de lo que es el Espíritu Santo para nosotros.

Vedlo, si no: en casi todos los textos donde expone los pensamientos eternos sobre nuestra adopción sobrenatural, y siempre que trata de la gracia y de la Iglesia, habla San Pablo del «Espíritu de Dios», del «Espíritu de Cristo», del «Espíritu de Jesús». «Hemos recibido un Espíritu de adopción que nos hace exclamar dirigiéndonos a Dios: ¡Padre, Padre!» (Rm 8,15).- «Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones para que le pudiéramos llamar Padre nuestro» (Gál 4,5). «¿No sabéis, dice en otra parte, que por la gracia sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» (1Cor 3,16). Y también: «Sois el templo del Espíritu Santo que habita en vosotros» (ib. 6,19). «En Cristo se eleva todo el edificio bien ordenado para formar un templo santo en el Señor: en El también estáis vosotros edificados para ser por el Espíritu Santo morada de Dios» (Ef 2, 21-22).

«De suerte que así como no formáis más que un solo cuerpo en Cristo, así también os anima un solo Espíritu» (ib. 4,4). La presencia de este Espíritu en nuestras almas es tan necesaria, que San Pablo llega a decir: «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Él».

¿Veis ahora por qué el Apóstol, que nada tomaba tan a pechos como ver a Cristo vivir en el alma de sus discípulos, les pregunta si han recibido el Espíritu Santo? Es que sólo son hijos de Dios en Jesucristo los que son dirigidos por el Espíritu Santo (Rm 8,9 y 14).

No penetraremos, pues, perfectamente el misterio de Cristo y la economía de nuestra santificación, mientras no fijemos la mirada en este Espíritu divino, y en su acción sobre nosotros.- Hemos visto que la finalidad de nuestra vida consiste en tratar de someternos con gran humildad a los pensamientos de Dios- adaptarnos a ellos lo mejor posible y con la sencillez de un niño. Siendo divinos esos designios, su eficacia es intrínsecamente absoluta; y producirán, sin duda alguna, sus frutos de santificación, si los aceptamos con fe y con amor. Ahora bien; para encajar en el plan divino, es menester no solamente «recibir a Cristo» (Jn 1,12), sino que, como lo hace notar San Pablo, es preciso «recibir al Espíritu Santo» y someterse a su acción, a fin de ser «uno con Cristo». Ved cómo el mismo Señor, en el admirable discurso que pronunció después de la Cena, en el que revela a los que llama sus «amigos» los secretos de la vida eterna, les habla varias veces del Espíritu Santo, casi tantas como de su Padre.

Les dice que este Espíritu «suplirá sus veces entre ellos» cuando haya subido al cielo; que este Espíritu «será para ellos el maestro interior, un maestro tan necesario que Jesús rogará al Padre para que se lo dé y viva en ellos». ¿Por qué, pues, nuestro divino Salvador puso tanto cuidado en hablar del Espíritu Santo en momentos tan solemnes, en términos tan apremiantes, si todo ello había de ser para nosotros como letra muerta? ¿No sería ofenderle y causarnos a la vez grave perjuicio el no prestar atención a un misterio tan vital para nosotros?

[En su Encíclica sobre el Espíritu Santo (Divinum illud munus, 9 de mayo de 1897), León XIII, de gloriosa memoria, deploraba amargamente el que «los cristianos tuvieran conocimiento tan mezquino del Espíritu Santo. Emplean a menudo su nombre en sus ejercicios de piedad, mas su fe anda envuelta en espesas tinieblas». Por eso el gran Pontífice insiste enérgicamente en que «todos los predicadores y cuantos tienen cura de almas miren como deber suyo el enseñar al pueblo diligentius atque uberius cuanto dice relación con el Espíritu Santo». Sin duda, quiere que «se evite toda controversia sutil, toda tentativa temeraria de escudriñar la naturaleza profunda de los misterios», pero quiere también «que se recuerden y que se expongan con claridad los numerosos e insignes beneficios que nos han traído y trae sin cesar a nuestras almas el Donador divino; porque el error o la ignorancia en misterios tan grandes y fecundos (error e ignorancia indignos de un hijo de la luz) deben desaparecer totalmente»: prorsus depellatur].

Trataré de demostraros, con toda la claridad que pueda, lo que es el Espíritu Santo en sí mismo, dentro de la adorable Trinidad, su acción en la santa humanidad de Cristo y los incesantes beneficios que reporta a la Iglesia y a las almas.

Así terminaremos la exposición de la economía del plan divino en sí mismo considerado.

El tema es, sin duda, muy elevado; debemos tratarlo, pues, con profunda reverencia; mas, como nuestro Señor nos lo ha revelado, debe también nuestra fe considerarlo con amor y confianza. Pidamos humildemente al Espíritu Santo que ilumine El mismo nuestras almas con un rayo de su luz divina, pues seguramente atenderá a nuestros ruegos.

1. El Espíritu Santo en la Trinidad: Procede del Padre y del Hijo por amor, se le atribuye la santificación, porque ésta es obra de amor, de perfeccionamiento y de unión

No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la Revelación nos enseña. ¿Y qué nos dice la Revelación?

Que pertenece a la esencia infinita de un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; ése es el misterio de la Santísima Trinidad. [Fides autem catholica hæc est: ut unum Deum in Trinitate et Trinitatem in unitate veneremur... neque confundentes personas, neque substatiam separantes. Símbolo atribuido a San Atanasio]. La fe aprecia en Dios la unidad de la naturaleza y la distinción de Personas.

El Padre, conociéndose a Sí mismo, enuncia, expresa ese conocimiento en una palabra infinita, el Verbo, con acto simple y eterno; y el Hijo, que engendra el Padre, es semejante e igual a El mismo, porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida y sus perfecciones.

El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único: ¡Posee el Padre una perfección y hermosura tan absolutas! ¡Es el Hijo imagen tan perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al otro, y ese amor mutuo que deriva del Padre y del Hijo, como de fuente única, es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu Santo. El nombre es misterioso, mas la revelación no nos da otro.

El Espíritu Santo es, en las operaciones interiores de la vida divina, el ultimo término: El cierra -si nos son permitidos estos balbuceos, hablando de tan grandes misterios- el ciclo de la actividad íntima de la Santísima Trinidad, pero es Dios lo mismo que el Padre y el Hijo posee como Ellos y con Ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad.

Este Espíritu divino se llama Santo y es el Espíritu de santidad, santo en Sí mismo y santificador a la vez.- Al anunciar el misterio de la Encarnación, decía el Angel a la Virgen: «El Espíritu Santo bajará a ti: por eso el Ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Las obras de santificación se atribuven de un modo particular al Espíritu Santo. Para entender esto, y todo lo que se dirá del Espíritu Santo, debo explicaros, en pocas palabras, lo que en Teología se llama apropiación.

Como sabéis, en Dios, hay una sola inteligencia, uns sola voluntad, un solo poder, porque no hay más que una naturaleza divina; pero hay también distinción de personas. Semejante distinción resulta de las operaciones misteriosas que se verifican alla en la vida íntima de Dios y de las relaciones mutuas que de esas operaciones se derivan. El Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede de entrambos. «Engendrar, ser Padre», es propiedad exclusiva de la Primera Persona, «ser Hijo» es propiedad personal del Hijo, así como el «proceder del Padre y del Hijo, por vía de amor», es propiedad personal del Espíritu Santo. Esas propiedades personales establecen, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, relaciones mutuas, de donde proviene la distinción.- Pero fuera de esas propiedades y relaciones, todo es común e indivisible entre las divinas Personas: la inteligencia, la voluntad, el poder y la majestad, porque la misma naturaleza divina indivisible es común a las tres Personas.- He ahí lo poquito que podemos rastrear acerca de las operaciones íntimas de Dios.

Por lo que atañe a las obras «exteriores», las acciones que se terminan fuera de Dios (ad extra), sea en el mundo material, como la acción de dirigir a toda criatura a su fin, sea en el mundo ds las almas, como la acción de producir la gracia, son comunes a las tres divinas Personas. ¿Por qué así? -Porque la fuente de esas operaciones, de esas obras, de esas acciones, es la naturaleza divina, y esa naturaleza es una e indivisible para las tres personas; la Santísima Trinidad obra en el mundo como una sola causa única.- Pero Dios quiere que los hombres conozcan y honren, no sólo la unidad divina, sino también la Trinidad de Personas; por eso la Iglesia, por ejemplo, en la liturgia, atribuye a tal Persona divina ciertas acciones que se verifican en el mundo, y que, si bien son comunes a las tres divinas Personas, tienen una relación especial o afinidad íntima con el lugar, si así puedo expresarme, que ocupa esa Persona en la Santísima Trinidad, con las propiedades que le son peculiares y exclusivas.

Siendo, pues, el Padre, fuente, origen y principio de las otras dos Personas -sin que eso implique en el Padre superioridad jerárquica ni prioridad de tiempo-, las obras que se verifican en el mundo y que manifiestan particularmente el poderío, o en que se revela sobre todo la idea de origen, son atribuidas al Padre; como, por ejemplo, la creación en que Dios sacó el mundo de la nada. En el Credo cantamos «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra». ¿Será tal vez que el Padre tuvo más parte, manifestó más su poder en esta obra que el Hijo y el Espíritu Santo? Error fuera el pensarlo; el Hijo y el Espíritu Santo obran en esto tanto como el Padre, porque Dios obra hacia fuera, por su omnipotencia, y la omnipotencia es común a las tres Personas.- ¿Cómo, pues, habla de ese modo la Iglesia? -Porque, en la Santísima Trinidad, el Padre es la primera Persona, principio sin principio, de donde proceden las otras dos he ahí su propiedad personal, exclusiva, la que le distingue del Hijo y del Espíritu Santo, y precisamente para que no olvidemos esa propiedad, se atribuyen al Padre las obras «exteriores» que nos la sugieren por tener alguna relación con ella.

Lo mismo hay que decir de la Persona del Hijo, que es el Verbo en la Trinidad, que procede del Padre por vía de inteligencia; que es la expresión infinita del pensamiento divino; que se le considera sobre todo como Sabiduría eterna.- Por eso se le atribuyen las obras en cuya realización brilla principalmente la sabiduría.

E igualmente en lo que respecta al Espíritu Santo, ¿qué viene a ser en la Trinidad? Es el término último de las operaciones divinas, de la vida de Dios en sí mismo. Cierra, por decirlo así, el ciclo de esa intimidad divina; es el perfeccionamiento en el amor, y tiene, como propiedad personal, el proceder a la vez del Padre y del Hijo por vía de amor. De ahí que todo cuanto implica perfecciona miento y amor, unión, y, por ende, santidad -porque nuestra santidad se mide por el mayor o menor grado de nuestra unión con Dios, todo eso se atribuye al Espíritu Santo. Pero, ¿es por ventura más santificador que el Padre y el Hijo? No, la obra de nuestra santificación es común a las tres divinas Personas, pero repitamos que, como la obra de la santidad en el alma es obra de perfeccionamiento y de unión, se atribuye al Espíritu Santo, porque de este modo nos acordamos más fácilmente de sus propiedades personales, para honrarle y adorarle en lo que del Padre y del Hijo le distingue.

Dios quiere que tomemos, por decirlo así, tan a pechos el honrar su Trinidad de personas, como el adorar su unidad de naturaleza; por eso quiere que la Iglesia recuerde a sus hijos, no sólo que hay un Dios, sino que ese Dios es Trino en Personas.

Eso es lo que en Teología llamamos apropiación. Se inspira en la Revelación, y la Iglesia la emplea [en su carta Encíclica de 9 de mayo de 1897, León XIII dice que la Iglesia usa aptissime de ese procedimiento: con sumo acierto]; tiene por fin poner de relieve los atributos propios de cada Persona divina. Al hacer resaltar esas propiedades, nos las hace también conocer nos las hace amar más y más. Santo Tomás dice que la Iglesia guarda esa ley de la apropiación para ayudar a nuestra fe, siguiendo en esto la revelación [ad manifestationem fidei. I, q.29, a.7.] Nuestra vida, nuestra bienaventuranza por toda la eternidad, consistirá en ver a Dios, en amarle, en gozarle tal cual es, esto es, en la Unidad de naturaleza y Trinidad de Personas. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que Dios, que nos predestina a esa vida y nos prepara esa bienaventuranza, quiera que, desde acá abajo, nos acordemos de sus divinas perfecciones, tanto las de su naturaleza como de las propiedades que distinguen las Personas? Dios es infinito y digno de loor en su Unidad, como lo es en su Trinidad, y las divinas Personas son tan admirables en la unidad de naturaleza, que poseen de un modo indivisible como en las relaciones que entre sí mantienen y que originan su distinción.

«¡Dios todopoderoso, Dios dichoso! ¡Me alegro de tu poder, de tu eternidad, de tu dicha! ¿Cuándo te veré? ¡Oh principio sin principio! ¿Cuándo veré salir de tu seno al Hijo, que es igual a Ti? ¿Cuándo veré tu Espíritu Santo proceder de vuestra unión, terminar tu fecundidad consumar tu acción eterna?» (Bossuet, Préparation à la mort, 4e. prière).

2. Operaciones del Espíritu Santo en Cristo: Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; gracia santificante, virtudes y dones conferidos por el Espíritu Santo al alma de Cristo; la actividad humana de Cristo dirigida por el Espíritu Santo

Nada os costará ya comprender el lenguaje de las Escrituras y de la Iglesia cuando exponen las operaciones del Espíritu Santo.

Veamos primeramente esas operaciones en Nuestro Señor. Acerquémonos con respeto a la divina Persona de Jesucristo, para contemplar algo siquiera de las maravillas que en Él se realizaron en la Encarnación y después de Ella.

Como os dije al explicar este misterio, la Santísima Trinidad creó un alma que unió a un cuerpo humano formando así una naturaleza también humana, y unió esa misma naturaleza a la Persona divina del Verbo. Las tres divinas Personas concurrieron de consuno a esta obra inefable, si bien es preciso añadir que tuvo por término final únicamente al Verbo, el Verbo sólo, el Hijo de Dios fue el que se encarnó. Esta obra es debida, sin duda, a la Trinidad toda, aunque se atribuye especialmente al Espíritu Santo; ya lo decimos en el Símbolo: «Creo… en Jesucristo Nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo». El Credo no hace sino repetir las palabras del Ángel a la Virgen: «El Espíritu Santo se posará en ti; el ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios».

Me preguntaréis tal vez el porqué de esta atribución especial al Espíritu Santo. Santo Tomás (III, q.37, a.1), entre otras razones, nos dice que el Espíritu Santo es el amor sustancial, el amor del Padre y del Hijo; ahora bien, si la redención por la Encarnación es obra cuya realización reclamaba una Sabiduría infinita, su causa primera ha de ser el amor que Dios nos tiene. «Amó Dios tanto al mundo, nos dice Jesús, que le dio su Hijo Unigénito» (Jn 3,16).

Ved ahora cuán fecunda y admirable es la virtud del Espíritu Santo en Cristo. No sólo une la naturaleza humana al Verbo, sino que a El también se le atribuye la efusión de la gracia santificante en el alma de Jesús.

En Jesús hay dos naturalezas distintas, perfectas entrambas, pero unidas en la Persona que las enlaza: el Verbo. «La gracia de unión» hace que la naturaleza humana subsista en la Persona divina del Verbo; esa gracia es de orden enteramente único, trascendental e incomunicable, por ella pertenece al Verbo la humanidad de Cristo, que se convierte en humanidad del verdadero Hijo de Dios, y que es, por tanto, objeto de complacencia infinita para el Padre Eterno.- Mas aun cuando la naturaleza humana esté así unida al Verbo, no por eso es aniquilada ni queda inactiva; antes bien, guarda su esencia, su integridad todas sus energías y potencias; es capaz de acción y la «gracia santificante» es la que eleva a esa humanidad santa para que pueda obrar sobrenaturalmente.

Desarrollando esta misma idea en otros términos, se puede decir que la «gracia de unión» hipostática une la naturaleza humana a la Persona del Verbo, y diviniza de ese modo el fondo mismo de Cristo; Cristo es, por ella, un «sujeto» divino; hasta ahí alcanza la finalidad de esa «gracia de unión», que es privativa de Jesús.- Pero conviene, además, que a esa naturaleza humana la hermosee la «gracia santificante» para obrar de un modo divino en cada una de sus facultades; esa gracia santificante, que es «connatural» a la «gracia de unión» (esto es, que dimana de la gracia de unión de un modo natural en cierto sentido), pone el alma de Cristo a la altura de su unión con el Verbo [Gratia habitualis Christi intelligitur ut consequens unionem hypostaticam, sicut splendor solem. Santo Tomás, III, q.7, a.13]; hace que la naturaleza humana -que subsiste en el Verbo en virtud de la «gracia de unión»- pueda obrar cual conviene a un alma sublimada a tan excelsa dignidad, y producir frutos divinos.

He ahí por qué no se dio tasada la gracia santificante al alma de Cristo, como a los elegidos, sino en sumo grado. Ahora bien, la efusión de la gracia santificante en el alma de Cristo se atribuye al Espíritu Santo.

[Luego en Cristo es uno el efecto de la «gracia de unión», que se consuma una vez constituida la unión de la naturaleza humana con la Persona del Verbo, y otro el efecto de la «gracia santificante» que habilita a la naturaleza humana para obrar en forma sobrenatural, aun cuando permanezca íntegra en su esencia y en sus facultades aun después de consumada la unión con el Verbo. No hay pues, redundancia, como podría parecer a primera vista, y la gracia santificante en Cristo no es tampoco superflua (Santo Tomás, III, q.7, a.1 y 13). +Schwaim, Le Christ d’après S. Thomas d’Aquin, ch. II, 6.

Nótese, además, que la «gracia de unión» sólo se da en Cristo, mientras que la «gracia santificante» se encuentra también en las almas de los justos; en Cristo se halla en su plenitud, plenitud de que todos recibimos, en una medida más o menos amplia, la gracia santificante. Hay que observar sobre todo que Cristo no es Hijo adoptivo de Dios, como lo somos nosotros, por la gracia santificante, sino que es Hijo de Dios por naturaleza.

En nosotros la gracia santificante origina la adopción divina; mas en Cristo la función de la gracia santificante consiste en obrar de modo que la naturaleza del futuro Redentor -una vez unida a la Persona del Verbo por la gracia de unión y convertida por esta misma gracia en la humanidad del propio Hijo de Dios- pueda obrar de un modo sobrenatural].

El Espíritu Santo, al derramar en el alma de Jesús la plenitud de las virtudes (+Is 11,2), le infundió al mismo tiempo la plenitud de sus dones.- Oíd lo que cantaba Isaías, hablando de la Virgen y de Cristo, que de ella debía nacer: «Brotará una vara de la raza de Tessé (la Virgen), y de sus raíces saldrá un tallo (Cristo). En El se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu dc ciencia y de piedad, y será henchido del espíritu de temor dc Dios».

En una circunstancia memorable, mencionada por San Lucas, se aplicó nuestro Señor a Sí mismo este texto del Profeta. Ya sabéis que en tiempo de Jesús se reunían los judíos el sábado en la sinagoga, y un doctor de la ley, de entre los asistentes, desplegaba el rollo de las Escrituras para leer la parte del texto sagrado asignado al día. Cuenta, pues, San Lucas que un sábado, al comenzar su vida pública, entró nuestro divino Salvador en la sinagoga de Nazaret; y como le entregaran el libro del profeta Isaías, al desenvolverlo dio con el lugar donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre Mí; porque El me ha consagrado con su unción y me ha enviado a evangelizar a los pobres, a curar a los que tienen el corazón desgarrado, a anunciar a los cautivos su liberación, a publicar el tiempo de la gracia del Señor». Enrollando después el libro lo devolvió y se sentó; todos en la sinagoga tenían clavada en El la mirada; entonces les dijo Jesús: «Hoy se ha cumplido este oráculo, y vosotros mismos habéis visto realizada la predicción del Profeta» (Lc 4,16 ss.). Nuestro Señor hacía suyas las palabras de Isaías que comparan la acción del Espíritu Santo a una unción. [En la liturgia, en el himno Veni Creator Spiritus, se llama al Espíritu Santo spiritalis unctio]. La gracia del Espíritu Santo se ha difundido sobre Jesús como aceite de alegría que le ha consagrado, primero, como Hijo, de Dios y Mesías, y le ha henchido, además, de la plenitud de sus dones y de la abundancia de los divinos tesoros. «Por eso, con preferencia a tus compañeros, el Señor te ha ungido con el óleo de la alegría» (Sal 44,8) [+Hch 10,38; Iesum a Nazareth, quomodo unxit eum Deus, Spiritu Sancto. Véase también Mt 12,18]. Esta santa unción se verificó en el momento mismo de la Encarnación, y precisamente para significarla, para darla a conocer a los judíos y para proclamar que Él es el Mesías, el Cristo, esto es, el Ungido del Señor, el Espíritu Santo se posó visiblemente sobre Jesús en figura de paloma el día de su bautismo, cuando iba a comenzar su vida pública. Esta era la señal por la que Cristo debía ser reconocido, como lo declaraba su Precursor el Bautista: «El Mesías es aquel sobre quien bajare el Espíritu Santo» (Jn 1,33).

Desde este momento, los Evangelios nos muestran cómo el alma de Jesucristo en toda su actividad obedecía a las inspiraciones del Espíritu Santo. El Espíritu le empuja al desierto, donde será tentado (Mt 4,1); después de vivir una temporada en el desierto, «el mismo Espíritu le conduce de nuevo a Galilea» (Lc 4,14), por la acción de este Espíritu arroja al demonio de los cuerpos de los posesos (Mt 12,28); bajo la acción del Espíritu Santo salta de gozo cuando da gracias a su Padre porque revela los secretos divinos a las almas sencillas: «En aquella hora estalló de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Finalmente, nos dice San Pablo que la obra maestra de Cristo, aquella en la cual brilla más su amor al Padre y su caridad para con nosotros, el sacrificio sangriento en la Cruz por la salud del mundo, le ofreció Cristo a impulso del Espíritu Santo: «El cual, mediante el Espíritu Santo, se ofreció a Dios cual Hostia inmaculada» (Heb 9,14).

¿Qué nos indican todas estas revelaciones sino que el Espíritu de amor guiaba toda la actividad humana de Cristo? Cristo, el Verbo encarnadot es el que obra todas sus acciones son acciones de la única Persona del Verbo en que subsiste la naturaleza humana pero así y todo, Cristo obra por inspiración y a impulsos del Espíritu Santo. El alma de resús, convertida en alma del Verbo por la gracia de la unión hipostática estaba además henchida de gracia santificante y obraba por la suave moción del Espíritu Santo.

De ahí que todas las acciones de Cristo fueran santas. Su alma, aunque creada como todas las demás almas, era santísima; en primer lugar por hallarse unida al Verbo; unida a una persona divina, tal unión hizo de ella, desde el primer momento de la Encarnación, no un santo cualquiera, sino el Santo por excelencia, el Hijo mismo de Dios.- Es santa además por estar hermoseada con la gracia santificante, que la capacita para obrar sobrenaturalmente y en consonancia con la unión inefable que constituye su inalienable privilegio.- Es santa, en tercer lugar, porque todas sus acciones y operaciones, aun cuando sean actos ejecutados únicamente por el Verbo encarnado, se realizan por moción y por inspiración del Espíritu Santo Espíritu de amor y santidad.

Adoremos los admirables misterios que se producen en Cristo: El Espíritu Santo santifica el ser de Cristo y toda su actividad; y como en Cristo esa santidad alcanza el grado sumo, como toda santidad humana se ha de modelar en la suya y debe serle tributaria, por eso canta la Iglesia a diario: «Tú eres el solo santo, ¡oh Cristo Jesús!» El solo santo, porque eres, por tu Encarnación, el único y verdadero Hijo de Dios; el solo santo, porque posees la gracia santificante en toda su plenitud, a fin de distribuirla entre nosotros, el solo santo, porque tu alma se prestaba con infinita docilidad a los toques del Espíritu de amor que inspiraba y regulaba todos tus movimientos, todos tus actos, y les hacía agradables al Padre.

3. Operaciones del Espíritu Santo en la Iglesia; el Espíritu Santo, alma de la Iglesia

Las maravillas que se obraban en Cristo bajo la inspiración del Espíritu Santo, se reproducen en nosotros, por lo menos en parte, cuando nos dejamos guiar de aquel Espíritu divino. Pero, ¿poseemos acaso nosotros ese Espíritu? -Sin duda alguna que sí.

Antes de subir al cielo, prometió Jesús a sus discípulos que rogaría al Padre para que les diera el Espíritu Santo, e hizo, de ese don del Espíritu a nuestras almas, objeto de una súplica especial. «Rogaré al Padre y os dará otro Consolador, el Espíritu de verdad» (Jn 14, 16-17). Y ya sabéis cómo fue atendida la petición de Jesús, con qué abundancia se dio el Espíritu Santo a los Apóstoles el día de Pentecostés. De ese día data, por decirlo así, la toma de posesión por parte del Espíritu divino de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y podemos añadir que, si Cristo es jefe y cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es alma de ese cuerpo. El es quien guia e inspira a la Iglesia, guardándola, como se lo prometiera Jesús, en la verdad de Cristo y en la luz que El nos trajo: «Os enseñará toda verdad y os recordará todo lo, que os he enseñado» (ib. 14,26).

Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia es varia y múltiple.- Os dije antes que Cristo fue consagrado Mesías y Pontífice por una unción inefable del Espíritu Santo y con unción parecida consagra Cristo a los que quiere hacer participantes de su poder sacerdotal, para proseguir en la tierra su misión santificadora: «Recibid el Espíritu Santo… el Espíritu Santo designó a los obispos para que gobiernen la Iglesia» (Hch 20,28); el Espíritu Santo es quien habla por su boca y da valor a su testimonio (ib. 15,26; Hch 15,28; 20, 22-28). Del mismo modo, los Sacramentos, medios auténticos que Cristo puso en manos de sus ministros para transmitir la vida a las almas, jamás se confieren sin que preceda o acompañe la invocación al Espíritu Santo. El es quien fecunda las aguas del Bautismo. «Hay que renacer del agua por el Espíritu Santo para entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5); «Dios, dice San Pablo, nos salva en la fuente de regeneración renovándonos por el Espíritu Santo» (Tit 3,5), ese mismo, Espíritu se nos «da» en la Confirmación para ser la unción que debe hacer del cristiano un soldado intrépido de Jesucristo; El es quien nos confiere en ese Sacramento la plenitud de la condición de cristiano y nos reviste de la fortaleza de Cristo, -al Espíritu Santo, como nos lo demuestra sobre todo la Iglesia Oriental, se atribuye el cambio que hace del pan y del vino, el cuerpo y la sangre de Jesucristo; los pecados son perdonados, en el Sacramento de la Penitencia, por el Espíritu Santo (Jn 20, 22-23) [Santo Tomás, III, q.3, a.8, ad 3]; en la Extremaunción se le pide que «con su gracia cure al enfermo de sus dolencias y culpas»; en el Matrimonio se invoca también al Espíritu Santo para que los esposos cristianos puedan, con su vida, imitar la unión que existe entre Cristo y la Iglesia.

¿Veis cuán viva, honda e incesante es la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Bien podemos decir con San Pablo que es el «Espíritu de vida» (Rm 8,2), verdad que la Iglesia repite en el Símbolo cuando canta su fe en el «Espíritu vivificador»: Es, pues, verdaderamente el alma de la Iglesia, el principio vital que anima a la sociedad sobrenatural; que la rige, que une entre sí sus diversos miembros y les comunica espiritual vigor y hermosura.

[Al decir que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no es nuestro intento enseñar que sea la forma de la Iglesia, como lo es el alma en el compuesto humano. En tal sentido, sería teológica más exacto decir que el alma de la Iglesia es la gracia santificante -con las virtudes infusas, que forman su cortejo obligado-; la gracia es, en efecto, el principio de la vida sobrenatural, que da vida divina a los miembros pertenecientes al cuerpo de la Iglesia; mas también en este caso es muy imperfecta la analogía entre la gracia y el alma; pero no es ésta la ocasión de disertar sobre esta diferencias. Cuando decimos que el Espíritu Santo y no la gracia es el alma de la Iglesia, no hacemos sino tomar la causa por el efecto, esto es, que el Espíritu Santo produce la gracia santificante; queremos, pues, con esta expresión (Espíritu Santo=alma de la Iglesia) hacer resaltar el influjo interno vivificador y «unificador» (si se puede hablar así) que ejerce el Espíritu Santo en la Iglesia.- Ese modo de expresarnos es perfectamente legítimo y tiene consigo la aprobación de varios Padres de la Iglesia, como San Agustín: Quod est in corpore nostro anima, id est Spiritus Sanctus in corpore Christi quod est Ecclesia (Serm. CLXXXVII, de tempore). Muchos teólogos modernos hablan del mismo modo, y León XIII consagró esta expresión en su Encíclica sobre el Espíritu Santo. También interesa notar que Santo Tomás, para encarecer la influencia íntima del Espíritu Santo en la Iglesia, la compara a la que ejerce el corazón en el organismo humano III, q.8, a.1, ad 3].

En los primeros días de la Iglesia, la acción del Espíritu Santo fue mucho más visible que en los nuestros. Así convenía a los designios de la Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese establecerse sólidamente, manifestando a los ojos del mundo pagano las señales luminosas de la divinidad de su fundador, de su origen y de su misión.- Esas señales, frutos de la efusión del Espíritu Santo, eran admirables, y todavía nos maravillamos al leer el relato de los comienzos de la Iglesia. El Espíritu descendía sobre aquellos a quienes el bautismo hacía discípulos de Cristo, y los colmaba de carismas tan variados como asombrosos: gracia de milagros, don de profecía, don de lenguas y otros mil favores extraordinarios, concedidos a los primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia hermoseada con tal profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras que era verdaderamente la Iglesia de Jesús. Leed la primera Epístola de San Pablo a los de Corinto, y veréis con qué fruición enumera el Apóstol las maravillas de que él mismo era testigo; en cada enumeración de esos dones tan variados, añade: «El mismo y único Espíritu es quien obra todo esto», porque El es amor, y el amor es fuente de todos los dones «en el mismo Espíritu» (Cor 12,9). El es quien fecunda a esta «Iglesia que Jesús redimió con su sangre y quiso fuera santa e inmaculada» (Ef 5,27).

4. Acción del Espíritu Santo en las almas donde mora

Mas si los caracteres extraordinarios y visibles de la acción del Espíritu Santo han desaparecido en general, la acción de ese divino Espíritu se perpetúa en las almas y, si bien es sobre todo interior, no por eso es menos admirable.

Hemos visto que la santidad no es más que el desarrollo de la primera gracia, la gracia de adopción divina que se nos da en el Bautismo, como luego diremos, por la cual nos convertimos en hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. El quid de toda santidad consiste en saber sacar de esa gracia inicial de la adopción, para hacerlos fructificar. todos los tesoros y riquezas que contiene y que Dios quiere extraigamos de ella. Cristo es, como hemos dicho, el modelo de nuestra filiación divina, el que nos la ha merecido del Padre, y el que ha establecido personalmente los cauces por los cuales nos llega.

Mas el desarrollo fecundo en nosotros de esta gracia que debemos a Jesús es obra de la Santísima Trinidad, aunque, no sin motivo, se atribuye especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué así? -Por lo mismo de siempre. La gracia de adopción es puramente gratuita, y tiene su fuente en el amor: «Contemplad cuán grande caridad nos ha mostrado Dios Padre, que ha querido que seamos llamados sus hijos y que en realidad lo seamos» (Jn 3,1). Ahora bien; en la Trinidad adorable, el Espíritu Santo es el amor sustancial, y por ello, San Pablo nos dice que la «caridad de Dios», o, lo que es lo mismo, la gracia que nos hace hijos de Dios, «la ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo», «porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Desde que por medio del Bautismo se nos infundió la gracia, el Espíritu Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo. «Si alguno me ama, tiene dicho Nuestro Señor, mi Padre le amará también y vendremos a él y en él fijaremos nuestra morada» (Jn 14,23). La gracia hace de nuestra alma templo de la Trinidad Santa, y nuestra alma, adornada con la gracia, es verdaderamente morada de Dios. En ella habita, no solamente como en todos los seres por su esencia y potencia, con que sostiene y conserva todas las criaturas en el ser, sino de un modo muy particular e íntimo, como objeto de conocimiento y de amor sobrenaturales. Mas porque la gracia nos une de tal modo a Dios, que ella es principio y medida de nuestra caridad, se dice especialmente que el Espíritu Santo es el que «mora en nosotros», no de un modo personal, que excluya la presencia del Padre y del Hijo, sino en cuanto procede por amor y es lazo de unión entre los dos. «En vosotros permanecerá y en vosotros morará» (Jn 14,17) decía nuestro Señor.- Aun en el hombre empecatado se advierten huellas del poder y sabiduría de Dios, mas sólo los justos, sólo los que estan en gracia comparten la caridad sobrenatural, de ahí que San Pablo dijera a los fieles: «¿No sabéis que sois templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios y está en vosotros?» (1Cor 6,19).

Más, ¿qué hace ese Espíritu divino en nuestras almas, ya que, siendo Dios, siendo amor, no puede quedar ocioso? -Nos da primeramente testimonio de que «somos hijos de Dios» (Rm 8,16). Es espíritu de amor y de santidad, que, como nos ama, quiere también hacernos participantes de su santidad, para que seamos verdaderos y dignos hijos de Dios.

Con la gracia santificante, que deifica, por decirlo así, a nuestra naturaleza, capacitándola para obrar sobrenaturalmente, el Espíritu Santo deposita en nosotros energías y «hábitos» que elevan al nivel divino las potencias y facultades de nuestra alma; de ahí provienen las virtudes sobrenaturales y sobre todo las teologales de fe, esperanza y caridad, que son propiamente las virtudes características y específicas de los hijos de Dios; después, las virtudes morales infusas, que nos ayudan en la lucha contra los obstáculos que se cruzan en el camino del cielo; y, por fin, los dones.- Detengámonos en ellos siquiera algunos instantes.

El divino Salvador, nuestro modelo, los recibió también, como hemos visto, aunque con medida eminente y trascendental, o, mejor todavía, sin medida ni tasa. La medida de los dones en nosotros es limitada, pero aun así es tan fecunda, que obra maravillas de santidad en las almas en que abundan esos dones. ¿Por qué así? -Porque ellos sobre todo son los que perfeccionan nuestra adopción, como vamos a verlo.

¿Qué son, pues, los dones del Espíritu Santo? -Son, y ya el nombre lo indica, bienes gratuitos que el Espíritu nos reparte juntamente con la gracia santificante y las virtudes infusas.- La Iglesia nos dice en su liturgia que el mismo Espíritu Santo es el don por excelencia: «Don del Dios altísimo» [Donum Dei altissimi. Himno. Veni Creator], porque viene a nosotros desde el Bautismo para dársenos como prenda de amor. Pero ese don es divino y vivo; es un huésped que, lleno de largueza, quiere enriquecer al alma que le recibe.

Siendo El mismo el Don increado, es por lo mismo fuente de los dones creados que con la gracia santificante y las virtudes infusas habilitan al alma para vivir sobrenaturalmente de un modo perfecto.

En efecto, nuestra alma, aun adornada de la gracia y de las virtudes, no recupera aquel estado de primitiva integridad que Adán tuvo antes de pecar; la razón, sujeta ella misma a error, ve que su manto de reina se lo disputan el apetito inferior y los sentidos; la voluntad está expuesta a desfallecimientos. ¿Qué resulta de semejante estado de cosas? -Que en la obra capital de nuestra santificación nos vemos de continuo necesitados de acudir a la ayuda directa del Espíritu Santo. El puede dispensarnos esta ayuda por medio de sus inspiraciones, las cuales todas se encaminan a nuestro mayor perfeccionamiento y santidad. Mas para que sus inspiraciones sean bien acogidas por nosotros, despierta El mismo en nuestras almas ciertas disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas disposiciones son precisamente los dones del Espíritu Santo. [En Jesucristo la presencia de los dones no proviene de la necesidad de ayudar a la flaqueza de la razón y de la voluntad, como quiera que jamás estuvo sujeto a error ni a flaqueza alguna; estos dones le fueron otorgados al alma de Jesús porque constituyen una perfección, y convenía que todo lo que dice perfección residiera en Jesucristo. Vimos más atrás la influencia que el Espíritu Santo ejerció con sus dones en el alma de Jesús]. Los dones no son, pues, las inspiraciones mismas del Espíritu Santo, sino las disposiciones que nos hacen obedecer pronta y facilmente a esas inspiraciones.

Los dones disponen al alma para que pueda ser movida y dirigida en el sentido de su perfección sobrenatural, en el sentido de la filiación divina, y por ellos tiene un como instinto divino de lo sobrenatural. El alma, que en virtud de esas disposiciones se deja guiar por el Espíritu, obra con toda seguridad como cuadra a un hijo de Dios. En toda su vida espiritual piensa y obra de una forma «conveniente» desde el punto de vista sobrenatural. [Dona sunt quædam perfectiones hominis quibus homo disponitur ad hoc quod sequatur instinctum Spiritus Sancti. Santo Tomás, I-II, q.68, a.3]. El alma que es fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo posee un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y presteza como hija de Dios. Comprendéis con esto que los dones inclinan al alma y la disponen a moverse en una atmósfera donde todo es sobrenatural; de la que todo lo natural queda excluido en cierto sentido. Por los dones, el Espíritu Santo tiene y se reserva la alta dirección de nuestra vida sobrenatural.

Todo esto es de importancia suma para el alma, puesto que nuestra santidad es esencialmente de orden sobrenatural. Verdad es que ya por las virtudes el alma en gracia obra sobrenaturalmente, pero obra de un modo conforme a su condición racional y humana por movimiento propio, por iniciativa personal; mas con los dones queda dispuesta a obrar directa y únicamente por la moción divina (guardando, dicho se está, su libertad, que se manifiesta por el asentimiento a la inspiración de lo alto), y esto de un modo que no se compagina siempre con su manera racional y natural de ver las cosas: La influencia de los dones es pues, en un sentido muy real, superior a la de las virtudes, a las que no reemplazan sin duda, pero cuyas operaciones completan maravillosamente. [Dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod virtutes perficiunt ad actus humano modo, sed dona ultra humanum modus. S. Thom. Sent. III, dist. XXXIV, q.1, a.1.- Donorum ratio propria est ut per ea quis super humanum modum operetur. Sent. II, dist. XXXV, q.2, a.3].

Por ejemplo, los dones de Entendimiento y de Ciencia perfeccionan el ejercicio de la virtud de fe, y por ahí se expiica que almas sencillas y sin cultura alguna, pero rectas y dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, tengan unas convicciones tan arraigadas, una comprensión y una penetración de las cosas sobrenaturales que a veces causan asombro, y una especie de instinto espiritual que las pone en guardia contra el error y las permite adherirse tan resueltamente a la verdad revelada, que quedan al abrigo de toda duda. ¿De dónde proviene todo esto? ¿Del estudio y de un examen concienzudo de las verdades de su fe? -No, es obra del Espíritu Santo, del Espíritu de verdad, que perfecciona mediante el don de Inteligencia o, de Ciencia, su virtud de fe. Como veis, los dones constituyen para el alma un tesoro inestimable a causa de su carácter puramente sobrenatural.- Los dones acaban de perfeccionar ese admirable organismo sobrenatural a través del cual Dios llama a nuestras almas a vivir la vida divina. Concedidos como son, en mayor o menor medida, a toda alma que vive en gracia, quedan en ella en estado permanente mientras no arrojamos por el pecado mortal al Huésped divino de donde dimanan. Pudiendo progresivamente acrecentarse, se extienden, además, a toda nuestra vida sobrenatural y la tornan sumamente fecunda, ya que por e]los se hallan nuestras almas bajo la acción directa y la influencia inmediata del Espíritu Santo.- Ahora bien, el Espíritu Santo es Dios con el Padre y el Hijo, y nos ama entrañablemente y quiere nuestra santificación; sus inspiraciones, que dimanan de un principio de bondad y de amor, no llevan otra mira que la de moldearnos de modo que nuestra semejanza con Jesús resulte más perfecta y cumplida.- De ahí que, aun cuando no sea éste su papel propio y exclusivo, los dones nos disponen también a aquellos actos heroicos por los que se manifiesta claramente la santidad.

¡Inefable bondad la de nuestro Dios, que nos provee con tanto cuidado y con tanta esplendidez de cuanto habemos menester para llegar a El! ¿No sería una ofensa, para el Huésped divino de nuestras almas, dudar de su bondad y amor, no confiar en su largueza, en su munificencia, o mostrarnos perezosos en aprovecharnos de ella?…

5. Doctrina de los dones del Espíritu Santo

Digamos ahora una palabra de cada uno de los dones. El número siete no constituye un límite, porque la accion de Dios es infinita, antes bien, indica plenitud, como otros muchos números bíblicos. Seguiremos simple mente el orden trazado por Isaías en su profecía mesiánica, sin tratar de establecer entre los dones gradación ni relaciones bien definidas, sino procurando únicamente explicar del mejor modo posible lo que es propio de cada uno.

El primero de los dones es el de Sabiduría. ¿Qué significa aquí Sabiduría? -«Es un conocimiento sabroso de las cosas espirituales, sapida cognitio rerum spiritualium un don sobrenatural para conocer o estimar las cosas divinas por el sabor espiritual que el Espíritu Santo nos da de ellas»; un conocimiento sabroso, íntimo y profundo de las cosas de Dios, que es precisamente lo que pedimos en la oración de Pentecostés: Da nobis in eodem Spiritu recta sapere. Sapere es tener, no ya sólo conocimiento, sino gusto de las cosas celestiales y sobrenaturales. No es, ni muchísimo menos, eso que se llama devoción sensible, sino más bien como una experiencia espiritual de la obra divina que el Espíritu Santo se digna realizar en nosotros; es la respuesta al «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal 33,9). Este don nos hace preferir sin vacilación a todas las alegrías de la tierra la dicha que es patrimonio exclusivo de los que sirven a Dios. El hace exclamar al alma fiel: «¡Qué deliciosas, Señor, son tus moradas! Un día pasado en tu casa vale por años pasados lejos de Ti» (ib. 83, 2-11). Mas es preciso para experimentar esto que huyamos con cuidado de todo cuanto nos arrastra a los deleites ilícitos de los sentidos.

El don de Entendimiento nos hace ahondar en las verdades de la fe. San Pablo dice que el «Espíritu que sondea las profundidades de Dios, las revela a quien le place» (1Cor 2,10). Y no es que este don amengue la incomprensibilidad de los misterios o que suprima la fe, sino que ahonda más en el misterio que el simple asentimiento de que le hace objeto la fe; su campo abarca las conveniencias y grandezas de los misterios, sus relaciones mutuas y las que tienen con nuestra vida sobrenatural. Se extiende asimismo a las verdades contenidas en los Libros Sagrados, y es el que parece haber sido concedido en mayor medida El los que en la Iglesia han brillado por la profundidad de su doctrina, a los cuales llamamos «Doctores de la Iglesia», aunque todo bautizado posea también este precioso don. Leéis un texto de las divinas Escrituras, lo habréis leído y releído un sinnúmero de veces sin que haya impresionado a vuestro espíritu, pero un día brilla de repente una luz que alumbra. por decirlo así, hasta las más íntimas reconditeces de la verdad enunciada en este texto; esa verdad entonces os aparece clara deslumbradora, convirtiéndose a menudo en germen de vida y de actos sobrenaturales. ¿Habéis llegado a ese resultado por medio de vuestra reflexión? -No antes bien, una iluminación, una ilustración del Espíritu Santo, es la que, por el don de Entendimiento, os dio el ahondar más profundamente, en el sentido oculto e íntimo de las verdades reveladas para que las tengáis en mayor apreclo.

Por el don de Consejo, el Espíritu Santo responde a aquel suspiro del alma: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 9,6).- Ese don nos previene contra toda precipitación o ligereza, y, sobre todo, contra toda presunción, que es tan dañina en los caminos del espíritu. Un alma que no quiere depender de nadie, que tributa culto al yo, obra sin consultar previamente a Dios por medio de la oración, obra prácticamente como si Dios no fuera su Padre celestial, de donde toda luz dimana. «Todo don perfecto de arriba viene, del Padre de la luz» (Sant 1,17). Ved a nuestro divino Salvador, ved cómo dice que el Hijo, esto es, El mismo, nada hace que no vea hacer al Padre: «Nada puede hacer el Hijo por sí, fuera de lo que viere hacer al Padre» (Jn 5,10). El alma de Jesús contemplaba al Padre para ver en El el modelo, de sus obras, y el Espíritu de Consejo le descubría los deseos del Padre, de ahí que todo cuanto Jesús hacía agradaba a su Padre: «Siempre hago lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29). El don de Consejo es una disposición mediante la cual los hijos son capaces de juzgar las cosas a la luz de unos principios superiores a toda sabiduría humana. La prudencia natural, de suyo muy limitada, aconsejaría obrar de tal o cual modo, mas por el don de Consejo nos descubre el Espíritu Santo más elevadas normas de conducta por las que debe regirse el verdadero hijo de Dios.

No basta a veces conocer la voluntad de Dios; la naturaleza decaída ha menester a menudo energías para realizar lo que Dios quiere de nosotros; pues el Espíritu Santo, con su don de Fortaleza, nos sostiene en esos trances particularmente críticos.- Hay almas apocadas que temen las pruebas de la vida interior. Es imposible que falten semejantes pruebas; y aun puede decirse que serán tanto más duras cuanto a más altas cumbres estemos llamados. Pero no hay por qué temer; nos asiste el Espíritu de Fortaleza: «Permanecerá y habitará en vosotros» (Jn 14,17). Como los Apóstoles en Pentecostés, seremos también nosotros revestidos de la «fuerza de lo alto» (Lc 24,49), para cumplir generosos la voluntad divina, para obedecer, si es preciso, «a Dios antes que a los hombres» (Hch 4,19), para sobrellevar con denuedo las contrariedades que nos salgan al paso a medida que nos vamos allegando a Dios. Por eso rogaba con tantas veras San Pablo por sus caros fieles de Efeso, a fin de que «el Espíritu les diera la fuerza y la firmeza interior que necesitaban para adelantar en la perfección» (Ef 3,16). El Espíritu Santo dice a aquel a quien robustece con su fuerza lo que en otro tiempo dijo a Moisés cuando se espantaba de la misión que Dios le confiaba y que consistía en librar al pueblo hebreo del yugo faraónico. No temas, que «yo estaré contigo» (Ex 3,12). Tendremos a nuestra disposición la misma fortaleza de Dios. Esa, ésa es la fortaleza en que se forja el mártir, la que sostiene a las vírgenes; el mundo se pasma al verlos tan animosos, porque se figura que sacan las fuerzas de sí mismos, cuando en realidad su fortaleza es Dios.

El don de Ciencia nos hace ver las cosas creadas en su aspecto sobrenatural como sólo las puede ver un hijo de Dios.- Hay múltiples modos de considerar lo que está en nosotros o en nuestro contorno. Un descreído y un alma santa contemplan la naturaleza y la creación de muy diversa manera. El incrédulo no tiene sino ciencia puramente natural, por muy vasta y profunda que sea; el hijo de Dios ve la creación con la luz del Espíritu Santo y se le aparece como una obra de Dios donde se reflejan sus eternas perfecciones. Este don nos hace conocer los seres de la creación y nuestro mismo ser desde un punto de vista divinonos descubre nuestro fin sobrenatural y los medios más adecuados para alcanzarlo, pero con intuiciones que previenen contra las mentidas máximas del mundo y las sugestiones del espíritu de las tinieblas.

Los dones de Piedad y de Temor de Dios se completan entrambos mutuamente. El don de Piedad es uno de los más preciosos, porque concurre directamente a regular la actitud que hemos de observar en nuestras relaciones con Dios: mezcla de adoración, de respeto, de reverencia hacia una majestad que es divina; de amor, de confianza, de ternura, de total abandono y de santa libertad en el trato con nuestro Padre, que está en los cielos.- En vez de excluirse uno a otro, entrambos sentimientos pueden ir perfectamente hermanados, y el Espíritu Santo se encargará de enseñarnos el modo de armonizarlos. Así como en Dios no se excluyen el amor y la justicia, así en nuestra actitud de hijos de Dios hay cierta mezcla de reverencia inefable que nos hace prosternar ante la majestad soberana y de amor tierno que nos mueve a arrojarnos confiados en los brazos bondadosos del Padre celestial. El Espíritu Santo concilia entre sí estos dos sentimientos, al parecer encontrados.- El don de Piedad produce otro fruto, y es tranquilizar a las almas tímidas (porque las hay), que temen, en sus relaciones con Dios, equivocarse en la elección de las «fórmulas» de sus oraciones; ese escrúpulo lo disipa el Espíritu Santo cuando se escuchan sus inspiraciones. El es «el Espíritu de verdad»; y si es una realidad, como dice San Pablo, que no sabemos orar cual conviene, el Espíritu está con nosotros para ayudarnos: «El ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26-27).

Viene, por fin, el don de Temor de Dios.- ¿No es verdad que parece extraño que se encuentre en el vaticinio de Isaías sobre los dones del Espíritu Santo que adornarán el alma de Cristo aquella expresión: «Será henchido de espíritu de temor de Dios?» ¿Será esto posible? ¿Cómo Cristo, el Hijo de Dios, puede estar transido de temor de Dios? -Es que hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo que merece el pecado; temor servil, falto de nobleza, pero que a veces resulta provechoso.- Hay, en cambio, otro temor que nos hace evitar el pecado porque ofende a Dios, y éste es el temor filial, que es, a pesar de todo, imperfecto mientras vaya mezclado con temor de castigo. Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás asiento en el alma santísima de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto, temor reverencial, ese temor que tienen las angélicas potestades ante la perfección infinita de Dios [Tremunt potestates. Prefacio de la Misa], este temor santo que se traduce en adoración: «Santo es el temor de Dios y existirá por los siglos de los siglos» (Sal 28,10). Si nos fuera dado contemplar la humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante el Verbo al que esta unida. Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo en nuestras almas. El cuida de fomentarla en nosotros, pero moderándola y fusionándola en virtud del don de Piedad, con ese sentimiento de amor y de filial ternura, fruto de nuestra adopción divina que nos permite llamar a Dios ¡Padre! Ese don de Piedad imprime en nosotros, como en Jesús, la inclinación a relacionarlo todo con nuestro Padre, y a enderezarlo todo a Él.

Esos son los dones del Espíritu Santo. Perfeccionan las virtudes, disponiéndonos a obrar con una seguridad sobrenatural, que constituye en nosotros como un instinto divino para percibir las cosas celestiales: por esos dones que el mismo Espíritu Santo deposita en nosotros, nos hace dóciles, nos perfecciona y desarrolla nuestra condición de hijos de Dios. «Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos tales son hijos de Dios» (Rm 8,14). Al dejarnos, pues, guiar por ese espíritu de amor, cuando somos, en la medida de nuestra flaqueza, constantemente fieles a sus santas inspiraciones, a esos toques que nos llevan a Dios, a hacer en todo su gusto, entonces nuestra alma obra totalmente en consonancia con su adopción divina; entonces produce frutos que son término de la acción del Espíritu Santo en nosotros, a la vez que recompensa anticipada por nuestra fidelidad a la misma: Tal es su dulzura y suavidad.- Esos frutos los enumera ya San Pablo, y son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, dulzura, confianza, modestia continencia y castidad (Gál 5, 22-23). Esos frutos, dignos todos del Espíritu de amor y de santidad, son dignos también de nuestro Padre celestial, que encuentra en ellos su gloria: «Mi Padre resultará glorificado si vosotros dais abundante fruto» (Jn 15,8); dignos, en fin, de Jesucristo, que nos los mereció, y a quien el Espíritu Santo nos une. «si alguno permanece en mí y yo en él, ese dará abundante fruto» (ib. 5).

Hallábase Nuestro Señor en Jerusalén por la fiesta de los Tabernáculos, que era una de las más solemnes de cuantas celebraban los judíos, cuando levantando la voz en medio de las turbas, exclamó: «Si alguien tiene sed venga a Mí y beba, el que cree en Mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva fluirán de sus entrañas». Y añade San Juan: «Esto lo, dijo Jesús del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El» (ib. 7, 37-39). El Espíritu Santo, que nos es enviado por los méritos de Cristo, que como Verbo es el encargado de transmitirle, viene a resultar en nosotros el principio y el manantial de esos ríos de aguas vivas de la gracia que sacia nuestra sed hasta la vida eterna, esto es, que produce en nosotros frutos de vida perdurable [Huiusmodi autem flumina sunt aquæ vivæ quia sunt continuatæ suo principio scilicet, Spiritui Sancto inhabitanti. Santo Tomás, In Joan., VII, lec. 5].

En espera de la bienaventuranza suprema, «esas aguas regocijan la ciudad de las almas que bañan». «La impetuosidad de la corriente del torrente refresca la ciudad de Dios» (Sal 45,5). Por eso dice San Pablo que todas las almas fieles que creen en Cristo «beben en un mismo Espíritu» (1Cor 12,33). De ahí también que la liturgia, eco de la doctrina de Jesús y del Apóstol, nos haga invocar al Espíritu Santo, que es a la vez el Espíritu de Jesús, como a «fuente de vida» (Fons vivus. Himno Veni Creator).

6. Nuestra devoción al Espíritu Santo: invocarle y ser fieles a sus inspiraciones

Tal es, pues, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en las almas; acción santa como el principio divino de donde emana, accion que nos impulsa a santificarnos. Ahora bien, ¿cuál no será la devoción que hemos de tener a este Espíritu que mora en nuestras almas desde el Bautismo y cuya actividad en nosotros es de suyo tan honda y eficaz?

Ante todas las cosas, debemos invocarle con frecuencia. El es Dios, como el Padre y el Hijo; El también desea nuestra santidad, y es conforme al plan divino que acudamos al Espíritu Santo como acudimos al Padre y al Hijo ya que tiene el mismo poder y la misma bondad que ellos. La Iglesia, en esto, como en todo, nos sirve de guía, puesto que cierra el ciclo de las fiestas en las cuales se van como descorriendo los misterios de Cristo, con la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, Pentecostés, y emplea, para implorar la gracia del Espíritu divino, oraciones admirables aspiraciones caldeadas de amor, cual es el Veni Sancti Spiritus. Debemos acudir a Él y decirle: «Oh amor infinito, que procedes del Padre y del Hijo, concédeme el Espíritu de adopción; enséñame a portarme siempre como verdadero hijo de Dios; quédate conmigo, y ande yo siempre contigo para amar como Tú amas; sin Ti nada soy; de mí nada valgo; pero así y todo, mantenme siempre a tu lado, de modo que a través de Ti, esté siempre unido al Padre y al Hijo». Pidámosle siempre y con empeño creciente, participación más grande de sus dones, del Sacrum Septenarium.- Debemos también darle las más humildes y rendidas gracias. Si bien es verdad que Cristo nos lo mereció todo, también lo es que nos guía y nos dirige por su Espíritu, y de éste nos viene el raudal de gracias que nos hacen poco a poco semejantes a Jesús. ¿Cómo, pues, no hemos de demostrar a menudo agradecimiento a este Huésped cuya presencia amorosa y eficaz nos colma de riquezas y beneficios? He aquí el primer homenaje que hemos de tributar a ese Espíritu que es Dios con el Padre y el Hijo: creer con fe práctica que nos impulse a recurrir a El; creer en su divinidad, en su poder, en su bondad.

[Al decir que Cristo nos gobierna por su Espíritu, no entendemos que el Espíritu Santo sea un instrumento, siendo como es Dios y causa de la gracia; antes queremos indicar que el Espíritu Santo es (en nosotros) principio de gracia, que procede a su vez de un principio, del Padre y del Hijo; Jesucristo, en calidad de Verbo, nos envía al Espíritu Santo. Santo Tomás, I, q.45, a.6, ad 2]

Así pues, cuidémonos de no contrariar su acción en nosotros.- «No extingáis el Espíritu de Dios» (Tes 5,19), dice San Pablo; y también: «No contristéis al Espíritu Santo» (Ef 4,30). Como os dije, la acción del Espíritu Santo en el alma es muy delicada, porque es acción de remate, de perfeccionamiento; sus toques son toques de delicadeza suma. Debemos, pues, hacer lo posible para no estorbar con nuestras ligerezas la actuación del Espíritu Santo, ni con nuestra disipación voluntaria, ni con nuestra apatía, ni con nuestras resistencias advertidas y queridas, ni con el apego desmedido a nuestro propio parecer: «No seáis sabihondos» (Rm 12,16). Al entender en las cosas de Dios, no os fiéis de la humana sabiduría, porque el Espíritu Santo os abandonaría a vuestra prudencia natural, y bien sabéis que toda esta prudencia no es a los ojos de Dios sino pura «necedad» (1Cor 3,19).- La acción del Espíritu Santo es perfectamente compatible con aquellas flaquezas que se nos deslizan por descuido en la vida, de las cuales somos los primeros en lamentarnos; con nuestras enfermedades, nuestras servidumbres humanas, nuestras dificultades y tentaciones. Nuestra nativa pobreza no arredra al Espíritu Santo que es «Padre de los pobres» [Pater pauperum. Secuencia Veni Sancte Spiritus], como le llama la Iglesia.

Lo incompatible con su acción es la resistencia friamente deliberada a sus inspiraciones. ¿Por qué? -Primero, porque el espíritu procede por amor, es el amor mismo; y con todo eso, aunque el amor que nos tiene no conozca límites, aun cuando su acción sea infinitamente poderosa, el Espíritu Santo es respetuosísimo con nuestra libertad, no violenta nuestra voluntad. ¡Tenemos el triste privilegio de poder resistirle! Pero nada contrista tanto al amor como el notar resistencia obstinada a sus requerimientos. Además, con sus dones, sobre todo, nos guía el Espíritu Santo por la senda de la santidad, y nos hace vivir como hijos de Dios; y precisamente con sus dones, impulsa y determina al alma a obrar.

«En los dones el alma, más que agente, es movida» [In donis Spiritus Sancti mens humana non se habet ut movens, sed magis ut mota. Santo Tomás, II-II, q.52, a.2, ad 1], pero esto no quiere decir que deba permanecer enteramente pasiva, sino que debe disponerse a la acción divina, escucharla, serle fiel sin tardanza.- Nada embota tanto la acción del Espíritu Santo en nosotros como la falta de flexibilidad frente a esos interiores movimientos que nos llevan a Dios, que nos mueven a observar sus mandamientos, a darle gusto, a ser caritativos, humildes y confiados: un «no» deliberado y rotundo, aun cuando se trate de cosas menudas, contraría la acción del Espíritu Santo en nosotros; con eso resulta menos intensa, menos frecuente, y el alma entonces no remonta su vuelo, y toda su vida sobrenatural es lánguida: «No contristéis al Espíritu».

Si esas resistencias deliberadas, voluntarias y maliciosas se multiplican, si degeneran en frecuentes y habituales, el Espíritu Santo se calla. El alma entonces, abandonada a sí misma y sin más norte ni sostén interior en el camino de la perfección, corre inminente riesgo de ser presa del príncipe de las tinieblas, y se extingue en ella la caridad. No apaguéis el Espíritu Santo, que es a manera de fuego de amor que arde en nuestras almas [Spiritum nolite exstinguere; Ignis, Himno Veni Creator. Et tui amoris ignem accende. Misa de Pentecostés].

Seamos siempre generosos, fieles al «Espíritu de verdad», siquiera en la corta medida que es dad a nuestra flaqueza, porque El es también Espíritu de santificación. Seamos almas dóciles y sensibles a los toques de este Espíritu.- Si nos dejamos guiar de El, luego desarrollará plenamente en nosotros la gracia divina de la adopción sobrenatural que nos quiso dar el Padre, y que el Hijo nos mereció. ¡De qué alegría tan honda, de qué libertad interior gozan las almas que se entregan así a la acción del Espíritu Santo! Ese divino Espíritu nos hará rendir frutos de santidad agradables a Dios; artista divino como es de mano sumamente delicada, dará cima en nosotros a la obra de Jesús, o más bien formará a Jesús en nosotros, como formó un día su santa humanidad, a fin de que reproduzcamos en esta frágil naturaleza, mediante su acción, los rasgos de la filiación divina que recibimos en Jesucristo, para la gloria del Eterno Padre: «Jesucristo fue concebido en santidad, por obra del Espíritu Santo, destinado a ser Hijo de Dios por naturaleza; otros, en virtud del mismo Espíritu, se santifican para llegar a ser hijos de Dios por adopción» (Santo Tomás, III, q.32, a.1).

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