viernes, 25 de abril de 2014

EL PAPA FRANCISCO Y LA TORMENTA DEL VÍNCULO MATRIMONIAL


El revuelo causado por el tema de la comunión a los divorciados es tal, que me he decidido a escribir estas líneas por si a alguien le sirven. Para empezar, lo primero de todo, es la voluntad de Dios:

Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera.

Todo lo que digamos, debe enmarcarse en la Ley de la Nueva Alianza que son las palabras de Nuestro Maestro.

Podemos ser todo lo comprensivos que queramos con el pecador, podemos ser todo lo bondadosos que queramos con el débil, pero al final nos encontramos con un dilema: el matrimonio es indisoluble o no lo es. No caben términos medios. La bondad no es resuelve este dilema: disoluble o indisoluble.

Nuestro Señor Jesucristo enseñó a los Apóstoles que Él quería retornar al plan inicial. Nos consta en las sagradas páginas de los Evangelios que existe un acto expreso de anulación por parte de Dios del libelo de repudio. Los primeros cristianos no admiten el divorcio, porque transmitieron de generación en generación que tal era la enseñanza de Jesús. Los textos patrísticos son numerosos y coincidentes.

La postura de la Iglesia durante dos mil años ha sido la correcta, ha supuesto una obediencia a Jesucristo, ha supuesto retornar el matrimonio al plan original de Dios.

Ahora bien, la Iglesia puede reflexionar acerca de si cabe algún cambio en la praxis actual. La verdad nunca cambia. Pero acerca de lo que la Iglesia puede o no puede hacer en materia matrimonial, sí que cabe la acción de las llaves apostólicas. Por supuesto que existe una relación entre verdad y obrar. Existe una relación entre la moral y la doctrina acerca del ser de las cosas. Pero, en el tema de la praxis matrimonial, sí que cabe hasta cierto punto una acción de la autoridad apostólica.

Por ejemplo, el matrimonio rato y no consumado la Iglesia con el poder de las llaves sí que puede anularlo. Es un verdadero matrimonio y queda anulado con el ejercicio de la autoridad recibida de Cristo.

Otro ejemplo, desigual porque no existe el vínculo, pero que puede ayudar para comprender esta poliédrica cuestión: la promesa de celibato en el sacerdote. La promesa se hace a Dios y es una promesa sagrada. Si un sacerdote deja el ejercicio del sacerdocio, la Iglesia puede con su autoridad levantar la obligación de esa promesa. Se trata de un caso distinto porque no existe un vínculo. Pero no es tan distinto, porque también alguien podría decir: el sacerdote tiene una configuración de su ser que ya no se puede quitar, luego debe ser fiel a su promesa y a lo que es, puesto que él ya no puede anular lo que es.

Eso es cierto, pero no es toda la verdad. Es cierto que, por el ser de las cosas, el sacerdote debería ejercer el sacerdocio hasta el fin de sus días. Es cierto que la reducción al estado laical supone que esa persona ordenada da la espalda a la verdad, que es su configuración sacerdotal. Pero también es cierto que para evitar males mayores (una vida de pecado hasta el fin de sus días), la Iglesia tiene autoridad para reducir al estado laical. Lo cual, insisto, supone un acto de la autoridad apostólica frente a la verdad sacramental del ser de ese sujeto.

Lo que ahora algunos cardenales están estudiando, es si sería posible (sin dar la espalda a la verdad) llegar al límite de lo que la doctrina sobre el vínculo matrimonial pueda permitir. Esa pretensión me parece completamente lícita. Y, en mi opinión, la autoridad apostólica podría agotar espacios de licitud en el obrar sin traicionar la verdad del ser.

Pero, mientras este asunto se estudia, se dialoga y se medita bajo la acción del Espíritu Santo, la verdad sobre el matrimonio es y será la misma. El ser de las cosas no ha cambiado. La doctrina inmutable seguirá siendo inmutable.

Pero sin traicionar el núcleo esencial, lo que se determine sobre el obrar, sí que puede admitir algunas posibilidades que si la Iglesia las aprueba con su autoridad recibida de Jesús, serán lícitas. Como es lícita la anulación del matrimonio rato y no consumado o la reducción al estado laical. Y he dejado fuera algunos otros casos de matrimonios en los que la Iglesia actúa con esa autoridad, como el privilegio paulino.

Debemos, por tanto, dejarnos de especulaciones, defender la doctrina y admitir lo que se nos diga por parte de la Iglesia en el futuro. Lo que haga la Iglesia es que lo puede hacer. Eso me lo dijo un profesor en el seminario y ha sido una máxima que me ha acompañado toda mi vida. Esta máxima requiere de muchas matizaciones, como la máxima extra Ecclesia nulla salus. Pero dejando aparte las matizaciones, pues no es el momento, se puede afirmar de modo genérico que si la Iglesia hace algo como Iglesia, es que es lícito hacerlo: sean indulgencias, canonizaciones o declaraciones de nulidad matrimonial.

Un último apunte. Algunos me preguntan si en el futuro puede existir un Papa modernista que destruiría la Iglesia desde arriba. La respuesta es que eso no es posible. El Papa puede ser mejor o peor, un santo o un pecador, pero es el pastor, es el que tiene la autoridad apostólica para regir el Rebaño de Cristo. Si el Papa fuera el decidido destructor del barco de la Iglesia, podría hacerlo con un solo dogma anulador de todos los demás. Sirva esto para aquietar a las almas sencillas abrumadas por pensamientos apocalípticos.

Nunca permitiría Jesús que la figura del Anticristo y del Vicario de Cristo coincidieran. Porque ya no podríamos distinguir entre el Bien y el Mal. Si eso sucediera, ya no se podría distinguir entre seguir al Rebaño de Cristo y militar en las filas de las tinieblas. Por eso, la figura del Sucesor de Pedro es y será un faro, la seguridad última para saber dónde está la Verdad, para saber donde está la Iglesia de Cristo. Donde esté el sucesor de Pedro, allí estará la Iglesia.

Tenemos que ser discípulos, no podemos ser soberbios. Debemos dejar que este Papa nos sorprenda. Es él el que nos guía, somos ovejas. Insisto, no podemos ser soberbios. Las palabras del Papa deben ser reflexionadas, oradas y admitidas. Algunos, durante los años pasados, se han escandalizado de que los desobedientes no acataran lo que dijera el Papa. Ahora, los que se consideran puros, deben dejarse enseñar, debemos dejarnos enseñar. Debemos aprender a acatar lo que pueda no encajar en nuestros esquemas.

P. FORTEA

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