viernes, 21 de noviembre de 2014

NECESIDAD DE BUSCAR A DIOS


Todos nosotros llevamos metida dentro de sí…, la inquietud acerca de lo trascendente y lo sobrenatural, es una impronta con la que todos nacemos y con ella nos moriremos. Esta impronta se encuentra en el lado espiritual de nuestros ser, el que nos diferencia de los animales, y que nos dice que hay algo más, bastante más, que la pura y mera existencia de esta vida. Nos dice que además de cuerpo poseemos un algo más de carácter incorpóreo, que nos diferencia de los animales y que llamamos alma, y que si bien el cuerpo es mortal, hay un algo que nos dice que nuestra alma es trascendental en el tiempo que no muere.

Al fin y al cabo, todas las antiguas y modernas teorías de los que nos hablan de la “reencarnación”, en sí, todas estas teorías reencarnacionistas, tratan de dar explicación y satisfacción, a la innata convicción que todos tenemos, de que con la muerte, esto no se acaba, y no se acaba para nuestra alma inmortal, sino solo para nuestro cuerpo mortal. Los hay también, aunque sin justificación racional alguna, traten de negar lo que es evidente, negar que el alma es inmortal, y afirman que con la muerte todo desaparece.

La existencia de un Ser superior, que nos ha creado y que nos espera tras el final de esta vida, forma parte de esta inquietud, que acerca de lo trascendente y sobrenatural, todos llevamos dentro de sí. Y a este Ser superior lo deseamos, deseamos conocerlo y para ello hemos de buscarlo. Deseamos conocer a este Ser superior, porque nuestra propia inquietud, nos señala que el conocimiento de este Ser superior por nuestra parte está íntimamente unido a nuestra futura felicidad.

Todos intuimos que hay un orden incorpóreo superior al orden corpóreo y material que conocemos. La razón nos equivoca cuando nos dice, que no creamos más que lo que ven nuestros ojos materiales de nuestra cara. Pongamos un burdo ejemplo, de cómo se equivoca nuestra razón si no tiene en cuenta los efectos de lo que no vemos. Por ejemplo: nuestros ojos materiales de nuestra cara no ven la electricidad y el que no crea en la existencia de la electricidad que meta sus dedos en un enchufe de su casa y ya veremos si se entera o no de que la electricidad existe. Son muchas las cosas y circunstancia que no vemos pero tenemos conocimiento de su existencia por sus frutos y consecuencias. No vemos a Dios, pero si tenemos noticias de su existencia por sus frutos y en la medida que un alma va penetrando más en el orden al que Dios pertenece, a ese alma Dios le da luz espiritual divina a los ojos de su alma y ella se afianza cada vez más en la fe de la existencia de Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica en sus parágrafos 27 y 28 nos dice: "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la Verdad y la dicha que no cesa de buscar: La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor, y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GIS 19, 1).

De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso: El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos”.

En esta misma línea de pensamiento, escribió San Pablo: En efecto, lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó; porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables, por cuanto conociendo a Dios no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecer su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles”. (Rm 1,19-23).

Esta inquietud de que hablamos, tiene su fundamento en el principio que nos dice: “Todo lo creado tiende a retornar a Creador”. Si resulta que Dios es el Creador absoluto de todo y por supuesto de nosotros, es lógico que nuestra alma tienda a volver a su Creador, ella ansía buscar a Dios. Toda criatura ha comenzado a existir en Dios antes de existir en sí misma. Deja a Dios, en cierto modo, al emanar de Él, y de su esencia al infinito divino se establece la distancia de lo creado al Creador. La criatura racional debe volver atar, con Dios mismo, ese lazo y reencontrar Aquel con quien estuvo unido antes de existir.

Como consecuencia de lo anterior, desde que tenemos uso de razón, nos rodea una inquietud, acerca del más allá, y ni siquiera el ateo más materialista que pueda existir, puede afirmar categóricamente, que después de la muerte no hay nada. Su estructura mental, terriblemente forzada, puede haberle llevado a la duda, pero nunca a una afirmación rotunda, que su propia alma no le permite realizar. La duda siempre atormenta su corazón, de la misma forma, que al más santo de los santos también le pueden asaltar dudas de fe. Estamos aquí, pero somos de, “más allá de las estrellas”. Tenemos que hacer un largo camino de regreso, una marcha de muchos kilómetros. Nuestra vida es una peregrinación que comienza al nacer y termina en los brazos del Dios vivo.

Esta tendencia que todo hombre lleva gravada en su corazón, aunque él no se dé cuenta, genera siempre en el hombre el deseo de buscar a Dios, el deseo de buscar a su Creador. Unos lo admiten y aceptan esta tendencia, y consecuentemente, se entregan con mayor o menor entusiasmo a esa búsqueda. Otros tratan de ahogar ese deseo y luchan contra él, pero nunca pueden llegar a eliminarlo. Pero no en todos los hombres y de la misma forma, se activa esta inquietud que llevan implícitamente gravada en su corazón, para buscar a su Creador. El hombre puede pasarse años sin que este problema le inquiete, pero en un momento determinado con mayor o menor intensidad se lanza a la búsqueda de Dios. Cabe preguntarse acerca de cuándo y porqué esto ocurre. Generalmente en la medida que avanzan los años en la persona, esta se vuelve más sosegada y a salvo ya, de las turbulencias y pasiones propias de la juventud, se vuelve más reflexiva y aumenta en ella las posibilidades de querer dar respuestas, a muchas preguntas que a lo largo de su vida se ha formulado.

Cada uno de nosotros, somos seres con un cuerpo completamente distinto. Genéticamente, no existen dos ADN iguales, dos huellas dactilares idénticas, dos iris de los ojos idénticos, Dios nos ha creado a todos distintos unos de otros, y de la misma forma que carecemos de identidad de cuerpos también hemos sido creados con almas diferentes. No existen dos almas iguales. Cuando fuimos creados cada uno de nosotros, a continuación Dios, rompió nuestro molde. En la creación divina no existen clones, todo lo creado por Dios sean seres vegetales, animales o personas, son todos entre sí diferentes. Lo anterior determina que cada uno, tengam una forma, un camino o un medio distinto de ser llamados a activar nuestra inquietud para la búsqueda de Dios. Por lo tanto en cada hombre esto puede ocurrir de distinta forma y en distintos momentos de su vida.

A la cuestión, acerca de cuál es el detonante que activa la búsqueda, diremos que es terriblemente diferente en cada caso o persona. Para Santa Teresa de Jesús, fue el impacto que le produjo la mirada, a una vieja imagen tallada de Cristo flagelado. Para San Pablo fue la caída de un caballo. Para otros, ha podido ser la muerte de un familiar o un amigo. Para San Ignacio de Loyola fue, la lectura de un libro. Son muchos los casos y las formas. La chispa de arranque para, iniciar esta búsqueda de Dios puede ser muy variada, pero cuando la chispa ha prendido ya, cuando un alma ha iniciado verdaderamente esta búsqueda, se puede decir que esta alma ha entrado en una fase de conversión.

La búsqueda de Dios, nos lleva al encuentro con Él, y este encuentro siempre concluye en una conversión, en un cambio de mentalidad, en una alteración de la escala de valores de la persona que se ha convertido. La vida espiritual de la persona es una continua y sucesiva conversión. En este sentido podríamos decir, que la conversión, es una sucesiva transformación de un alma, hasta que acaba entregándose plenamente a Dios. Los antiguos padres del desierto, continuamente decían: “Yo no he comenzado todavía a convertirme, entendiendo que la conversión es un proceso continuo en el alma, hasta que alcanza su entrega a Dios”.

Nadie sale defraudado de esta búsqueda; el que de verdad ha tratado de encontrar a Dios, nunca ha salido defraudado. Siempre le encuentra quien de verdad le busca. Tal como está escrito en el libro de la Sabiduría: “Lo encuentran los que no exigen pruebas, y se revela a los que no desconfían. Los razonamientos retorcidos alejan de Dios, y su poder, sometido a prueba, pone en evidencia a los necios”. (Sb 1,1-15). Santa Teresa de Jesús, escribía: “Nunca falta Dios, a quien de veras le busca”. Esta búsqueda se basa siempre en dos pilares: en la fe y en el amor. “Búscale en fe y en amor, escribe San Juan de la Cruz. No quieras que te llene nada que no sea Dios. No desees gustos de Dios. No desees tampoco entender de Dios más que lo que debes entender”.

No tratemos de buscar a Dios por caminos racionalistas; fracasaremos. Solo en la fe, pero más esencialmente en el amor le encontraremos, porque el amor también genera fe, de la misma forma que la propia fe genera amor. Creemos siempre en lo que amamos y si no creemos no amamos. En realidad, más que buscar a Dios, nosotros lo que hacemos, es dejarnos encontrar por Dios, porque no somos nosotros quienes buscamos a Dios, sino que es Él, el que continuamente nos está buscando, está siempre buscando, mendigando, nuestro amor. Y cuando nosotros estamos dispuestos a darle un poco de ese amor que Él busca, inmediatamente lo encontramos. Pero tengamos siempre en cuenta que: "16 No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que cuanto pidierais al Padre en mi nombre os lo dé”. (Jn 15, 16).

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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