lunes, 20 de abril de 2015

¿ES RELATIVA LA MORAL?


Unos creen que la moral es subjetiva, que se fundamenta en los propios gustos o decisiones; otros creen que la moral es objetiva, que se fundamenta en la realidad de las cosas.

Gran parte de nuestros contemporáneos contestarían que sí, sin dudarlo y sin pensarlo. Y por relativa entenderían “opinable”. Creen sinceramente que la moral está sujeta a los gustos de cada uno. Otros contestarían que no, que la moral es inmutable. Y con esto querrían decir que los preceptos de la moral son iguales para todos los hombres de todos los tiempos. Son posiciones poco compatibles, desde luego. Unos creen que la moral es subjetiva, que se fundamenta en los propios gustos o decisiones; otros creen que la moral es objetiva, que se fundamenta en la realidad de las cosas.

Los escolásticos medievales pensaban que, cuando hay opiniones contrapuestas sobre un tema, es preciso distinguir para dar a cada uno la razón que tiene. Porque la gente suele apoyarse en alguna razón y hay que concedérsela. Es lo que vamos a intentar.

Lo relativo del Everest

Relativo es, de entrada, una palabra tremenda. Porque es exactamente lo contrario que “absoluto”. Y Absoluto, en la historia de la filosofía, es una palabra que se reserva para Dios o para lo divino o para el Todo. Lo demás, por comparación, es siempre relativo.

La idea del Absoluto implica, entre otras cosas, que si pudiéramos llegar a conocerlo bien, sólo podría ser pensado de una manera. En esto se basa, en parte, el famoso argumento ontológico de San Anselmo. En cambio, todas las cosas que no son el Absoluto pueden ser pensadas de otra manera: podrían no existir o existir de otra forma.

Se puede pensar el mundo de muchas maneras. Tolkien ha pensado un mundo fantástico con elfos, orcos y hobbits; y este mundo podría haber existido. Nada lo impide. Y podrían imaginarse otros, cada uno con sus reglas. En nuestra imaginación, cabe un número infinito de mundos. En la misma medida, podría haber infinitas morales.

Si estuviésemos hechos de una substancia esponjosa, podría ser un gran gesto de aprecio con los ancianos vapulearlos con una estaca, si eso estimulara la circulación y rejuveneciera los tejidos. El mundo y la especie humana podrían ser así. Pero, de hecho, no son así. Vapulear a los ancianos con una estaca les produce mucho daño y, en consecuencia, es objetivamente una crueldad, además de una injusticia. Podría ser de otro modo, pero no es de otro modo.

Esto hay que subrayarlo porque está en la base de casi todas las confusiones. Siempre podemos pensar la realidad y la moral de otro modo. En este sentido, la moral es relativa.

También, en ese sentido, el Everest es relativo. Podría tener más metros de los que tiene (8848) o, quizá, tener menos. Dentro de unos mínimos de coherencia, ninguna razón impide que acabara en tres picos o en ocho, en aristas o en formas redondeadas. Nada impide que estuviera unos kilómetros más a la derecha o más a la izquierda. Es relativo. Siempre podemos imaginarlo de otra manera

Claro es que, si tuviéramos que viajar en avión, mediríamos bien las distancias. Porque, aunque podamos imaginarlo de otro modo, el Everest está donde está y no se puede pasar por en medio.

Quien conozca bien la tercera vía de Santo Tomás de Aquino y la moral kantiana, podrá añadir por su cuenta interesantes precisiones. Pero como no son necesarias para la substancia del argumento y son difíciles, no las vamos a desarrollar. De momento, basta con decir que la moral, como todo lo relativo, dentro de unos mínimos de coherencia, puede ser siempre pensada de otra manera. Con esto damos razón a los que creen que pueden imaginarse una moral distinta. Siempre pueden hacerlo. Pero sucede como con el Everest: es preferible descubrir el que existe.

El umbral de la experiencia moral

En un famoso pasaje de la Etica a Nicómaco, Aristóteles analiza los motivos de las acciones humanas. Y dice que pueden ser tres: obramos buscando el placer, buscando lo que es conveniente, o porque es hermoso obrar así. También obramos por sus contrarios: para evitar el dolor, lo que es inconveniente o lo que nos parece repugnante. Aunque hay algunas variantes en su interpretación, esta clasificación nos da una pista sobre la experiencia moral.

Desde luego, muchas de nuestras acciones tienen como motivo el placer. Obramos porque nos apetece y buscando darnos gusto. En otros casos, buscamos un provecho o una ventaja para nosotros. Y también hacemos cosas porque nos parece que hay que hacerlas (deberes y obligaciones). Nos parece hermoso obrar de esta manera e indigno obrar de otra (ideales de conducta). En estas distinciones se juega lo que es la moral.

Hay un umbral muy claro. Mientras el motivo de nuestras acciones sea sólo el propio placer y la propia ventaja, no estamos dentro de la experiencia moral. Nos falta el aspecto más importante. Por eso, el utilitarismo es tan insuficiente como proyecto para una ética personal. Puede ayudar a razonar los mínimos de la convivencia política y, en algunos casos, las responsabilidades morales, pero el cálculo de las ventajas no permite construir una moral que sirva para guiar personas. Las encierra en el egoísmo. Desde este punto de vista, las morales que cada uno puede inventarse en relación con sus gustos y aspiraciones, no son en realidad, morales. Porque no cuentan con los resortes morales. Sólo pueden ser disfraces de moral.

La existencia de la moral se juega precisamente en experimentar y reconocer que existen más móviles que el cálculo egoísta (personal o colectivo) de los propios placeres e intereses. Cuando se admite que las situaciones reclaman algo de nosotros, más allá de nuestros placeres e intereses, es cuando entramos en el campo de la moral. Cuando se percibe que hay una manera de actuar bella y digna del hombre y también una manera repugnante e indigna.

En realidad, a la mayor parte de la humanidad le parece indigno poner los propios placeres e intereses por encima de todo. Este egoísmo suele ser considerado por las personas normales no intelectuales, como la esencia de la inmoralidad. En cambio, sacrificar los propios placeres y los propios intereses en beneficio de otros, la generosidad y el altruismo, son considerados como la quintaesencia de la nobleza.

Lo primero es repugnante para el sentido moral ordinario y lo segundo suscita admiración. El bombero que se juega la vida por salvar al niño, el capitán que abandona el último el barco que se hunde, o los padres que sacrifican sus gustos por atender a sus hijos son considerados universalmente como conductas nobles, como ejemplos que hay que imitar, que hacen a la humanidad más digna y nos apartan de la ley de la selva. En estas cosas, hay un acuerdo prácticamente universal que no se basa en razones.

Naturalmente, cualquiera puede imaginar unas bases morales distintas; bien por el deseo de llevar la contraria al conjunto de la humanidad, que es una de las grandes pasiones intelectuales; o bien por justificar su egoísmo, que es una pasión muy común y no afecta sólo a los intelectuales. No se puede justificar teóricamente que el sacrificio sea noble y el egoísmo innoble. Siempre se puede negar intelectualmente. Es como el Everest.

Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿la moral es relativa? Ya hemos traspasado el umbral de la experiencia moral y nos hemos encontrado con un campo que tiene referencias bastante claras. Pero todavía serán más claras, si nos adentramos en este campo. Hace años traté a un excelente gestor y aprendí de él principios de gobierno tan sabios como éste: “si quieres no poder resolver un problema, generalízalo”. Y es cierto, cuando se generalizan las cuestiones, se pierde el control sobre ellas. Si la pregunta es si la moral es relativa, lo peor es generalizar, y lo mejor es que miremos el campo de la moral y pensemos honradamente qué parte puede ser relativa.

La moral tiene tres partes fundamentales. La que se refiere a la relación con los demás, que compendia los deberes de justicia y solidaridad. La que se refiere a la relación con uno mismo, al tenor o estilo de vida. Y la que se refiere a la sexualidad, matrimonio y familia. En estos tres apartados, se puede meter casi todo. ¿Qué parte es relativa?

La parte más universal de la moral: la justicia y la solidaridad

Como somos seres sociales y vivimos en sociedad, la parte más amplia de la moral se refiere a los demás y se concreta en los deberes de justicia y solidaridad. Esto es prácticamente el 80 o 90 por ciento de la moral. Y es la parte más ampliamente compartida de la moral.

La justicia tiene algo de necesidad matemática porque se basa en la equidad. En dar igual a los que son iguales. Y pedir por igual a los que son iguales. Como los seres humanos somos iguales en lo fundamental (en ser humanos), todas las relaciones humanas se basan en cierta equidad, en una correspondencia. Y esto se capta espontáneamente.

La justicia tiene una primera parte que se refiere al respeto que merecen los demás; al respeto de su persona, de su fama y de sus bienes. Y se compendia en una norma que se considera la regla de oro de la moral, y que encontramos por todas partes: “No hagas a otro lo que no quieres para ti”. Lo recomendaba Confucio (Lun-Yu 15,23; 12,2). Y C. S. Lewis, en su hermoso libro La abolición del hombre, ofrece una amplia lista de otras fuentes. Se trata de algo muy evidente, pero, como todo, podría ser oscurecido o ignorado teóricamente.

Un segundo campo de la justicia son los tratos entre particulares. Son justos cuando hay equilibrio y cuando se cumple lo pactado. También en este aspecto, hay un acuerdo espontáneo y universal. A Cicerón le parecía lo más elemental y obvio de la justicia y lo más necesario para el orden civil. No necesita que le dediquemos más tiempo.

Un tercer campo son las relaciones del particular con la sociedad o la comunidad humana. A esto se le llama “justicia distributiva”, a la que distribuye equitativamente -con una medida de igualdad- los beneficios y las cargas sociales entre los miembros de una sociedad. Como es sabido, la equidad no es la igualdad matemática. Pues es lógico atender más a los que más necesitan. Y pedir más a los que más pueden. La equidad es una exigencia constante de los pueblos para sus gobernantes. Pero también se puede observar en cualquier reparto que realice un grupo de niños.

Por último, están los deberes de solidaridad. Es decir la inclinación a ayudar al miembro de la sociedad que está necesitado. Este deber es reconocido espontáneamente en cualquier sociedad, porque forma parte de la dotación natural del ser humano, que, cuando está sano, siente compasión por sus semejantes y se pone en su lugar. La solidaridad está unida al sentimiento común de pertenencia. Por eso, a veces, se limita. a ayudar al cercano; y se excluye al esclavo o se odia al extranjero.

¿Hasta dónde tiene que llegar la solidaridad? En el fondo, es la pregunta del Evangelio: “¿quién es mi prójimo?” Jesucristo no dejó lugar a dudas: para un cristiano, es prójimo todo aquel que pasa a su lado. El precepto de “Amar al prójimo como a ti mismo” se extiende a todos los hombres porque todos son hijos de Dios. También está asumido en las legislaciones democráticas, que han tomado sus ideales de igualdad y fraternidad del legado cultural cristiano. E, independientemente del cristianismo, existe en muchas culturas donde se prescribe ser hospitalario con los forasteros y extranjeros (quizá es un indicio de su dificultad).

En otras culturas y otros momentos, se pueden observar restricciones de la solidaridad. Hemos mencionado ya la esclavitud. También la guerra. Es difícil ver que el enemigo es un prójimo. Y se han dado otros casos históricos. Los nazis, por ejemplo, hicieron una política basada en la desigualdad de personas y razas. También los jacobinos y los comunistas sacrificaron los derechos de las personas a los supuestos intereses del Estado. Pero no se trata de morales distintas, sino más bien de aberraciones teóricas que reprimen el sentido común moral. De todas formas, por los resquicios de la teoría, e incluso en medio de los horrores, se dejan ver los sentimientos humanitarios, que muestran la capacidad humana de ponerse en el lugar del otro. Hay muchos ejemplos hermosos que honran a la humanidad.

Los deberes de justicia y solidaridad cuentan con un reconocimiento prácticamente universal. Están en la base del reconocimiento de los derechos humanos. Y son, como hemos dicho, el 80 o 90 por ciento de la moral. Por tanto, es estadísticamente falso decir que la moral es relativa, en el sentido de que sea variable. Lo cierto es que casi toda la humanidad está de acuerdo en la mayor parte de la moral. Y niega violentamente (con policía y cárceles) que dependa de gustos particulares. Sólo se oponen teóricamente unos cuantos intelectuales y, prácticamente, unos cuantos canallas.

La parte más aristocrática de la moral: el dominio de sí (la virtud)

A diferencia de la justicia, que, en su mayor parte, es muy intuitiva y evidente, la cuestión de cómo comportarse y qué tenor de vida llevar, es más compleja. Y tiene algo de subjetivo. Pues depende de la experiencia que se tenga.

Los jóvenes son sensibles a la autenticidad y a los ideales, y juzgan con mucho idealismo y radicalidad sobre la justicia. Pero son menos certeros sobre el tenor de vida que conviene llevar. La opinión juvenil sobre las diversiones y el alcohol, por ejemplo, no es un juicio moral. Sólo indica sus preferencias viscerales. Los jóvenes son muy pasionales, les enganchan las emociones fuertes o románticas y les falta experiencia de la vida. Pueden estar seguros de que el alcohol, la velocidad y la juerga son estupendos y llamarle a esto una opinión moral. Pero no lo es, porque no se basa en un juicio equilibrado sobre la realidad de las cosas, que apenas conocen. Tampoco es una opinión estable, porque va a cambiar con la experiencia.

Los jóvenes no perciben qué rastro puede dejar en sus vidas, en sus familias o en la sociedad una vida desarreglada, dada al alcohol, a las emociones fuertes o a la juerga. Les puede fascinar que uno se juegue la vida con un coche. Y no les causa pena ver a una persona borracha o drogada. Para que esto duela, hace falta haber aprendido a amar la dignidad y la conciencia humanas. Hace falta experiencia y años para saber qué construye y qué destruye. También hace falta experiencia de lo buena que es la sobriedad.

Cuando maduran, las personas saben más y juzgan mejor sobre lo que es bueno para la vida. Y si procuran vivir con rectitud, alcanzan la sabiduría. Es recto el que responde a lo que cree que exigen las cosas y no se deja desviar ni por el egoísmo ni por el miedo Muchas tradiciones culturales tienen esos hombres sabios como referencia (otras no). Y el destilado de la sabiduría universal sobre los ideales de la vida humana es muy concorde. Por debajo, se concentra en el ascetismo: en el ideal del dominio de sí y de la sobriedad. Por encima, se concentra en dedicar la vida a los grandes bienes de la contemplación de la verdad, de las artes o del servicio a la sociedad. Negarse a los instintos para poder servir a los grandes bienes. Los muchos sabios que ha tenido el mundo (Confucio, Buda, Sócrates, Platón, Aristóteles, Séneca, San Agustín, Juan Luis Vives, Gandhi, por ejemplo) no conciben que haya otras aspiraciones dignas de un hombre. Con palabras de Max Scheler, “el hombre es un animal ascético”. Sólo con renuncias, puede el hombre vivir a la altura de su espíritu.

Es un consenso universal, pero sólo entre los sabios. En estos asuntos, no todos juzgan igual. Tienen un sentido moral más profundo y más certero los mejores (aristos), los que reúnen experiencia y rectitud. Ya lo sabían los clásicos. Pero también Umberto Eco en su diálogo con el cardenal Martini: “La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los ignorantes cuius deus venter est (cuyo dios es el vientre)”.

La moral personal no es democrática, sino aristocrática (de aristos). No es extraño. La ciencia tampoco es democrática; y el arte tampoco. Aunque todos valemos lo mismo como personas, no valemos lo mismo como sabios, como científicos o como escritores. Hay que respetar la conciencia de cada uno, pero la pretensión de que cada uno haga la moral a su gusto, es tan poco razonable como si hiciera la ciencia a su medida. No hay otro camino que aprender de los que saben, reunir experiencia personal y procurar ser recto, es decir juzgar con rectitud en lo propio, sin dejarse desviar ni por el egoísmo ni por el miedo.

En esta segunda parte, el problema no es que la moral sea variable, sino que es variable nuestro sentido y nuestra calidad moral. Una cosa es que, en la vida democrática, haya que respetar a todos y no meterse a juzgar vidas ajenas, y otra es que haya que fingir que no se sabe cómo funciona el egoísmo, cuánto importa el dominio de sí y qué noble es la generosidad, que son experiencias morales prácticamente universales.

La parte más compleja de la moral: la moral sexual

Nos queda la tercera parte: la moral sexual. Aquí es donde hay más problemas. Cuando se dice que la moral es relativa, muchas veces es un eufemismo para justificar libertades sexuales. Los eufemismos están hechos para disimular la crudeza de la realidad y, desde luego, hacen más amable la convivencia, pero confunden el pensamiento. No se puede pensar bien con eufemismos: conviene destaparlos.

La moral sexual tiene algunos aspectos en común con las otras dos partes. Por ejemplo, en toda relación sexual con otra persona, hay aspectos de justicia, a veces, muy graves. Prometerse o tener un hijo genera obligaciones y deberes muy graves, que van mucho más allá que el capricho y la opinión personal. Como hemos visto, el conjunto de la humanidad considera repugnante al egoísta que pone sus placeres e intereses por encima de sus deberes con los demás. Abandonar una mujer o unos hijos sólo por enamorarse de otra persona es, por ejemplo, una evidente manifestación de egoísmo a la vez que una grave injusticia. Aunque se puede entender que, después de hacerlo, alguien quiera construir una moral nueva.

En la sexualidad también hay aspectos de dominio de sí, que tienen que ver con la segunda parte de la moral. Dejarse arrebatar por los caprichos sexuales es tan indigno y genera tantas injusticias y daños como dejarse conducir por la bebida o la droga. El placer sexual necesita ascetismo. Y mayor que otras cosas, precisamente porque tira más. También en esto el acuerdo de los sabios es prácticamente universal. Valga, como ejemplo, esta cita de Epicteto: “En cuanto a los placeres sexuales, en lo posible, hay que conservarse puro antes de la boda y al unirse, compartir el gusto legítimo” (Enchiridion 33,8).

El placer y la pasión sexual es, muchas veces, lo más aparatoso de la sexualidad. Y tiene su dignidad y su función. Pero es el aspecto menos importante. Si no se pone en su sitio, no se puede hacer una moral sexual. Porque no se puede superar un planteamiento egoísta. Hay que situarlo en su marco real.

Por el lado biológico, la sexualidad tiene que ver con algo tan importante como la reproducción. En el plano personal, tiene que ver con el amor conyugal y con lo que es la familia, como relación de personas. En el plano social, afecta directamente al bien común, porque siempre pone en juego el futuro de la sociedad. Estas cuatro dimensiones (biología, amor conyugal, familia, sociedad) componen su marco real. Y no son imaginaciones.

No es posible describir en unos pocos párrafos la moral sexual. Pero se puede trazar sus líneas principales, partiendo de este marco. La primera referencia es la verdad biológica, natural y ecológica del sexo. Los órganos masculino y femenino tienen una complementariedad y hay una manera natural y ecológica de usar el sexo; y todas las demás no lo son. Claro es que se puede imaginar y defender que lo son, pero el hecho es que no lo son. El orden natural y ecológico de la sexualidad es tan opinable como el del aparato digestivo. No hace falta ser biólogo para darse cuenta. Usar del sexo sin respetar esta ordenación es privar de sentido biológico a la sexualidad y, en esa misma medida, es antinatural e inmoral. Es tan antinatural y tan inmoral como comer para producirse placer y luego vomitar.

La segunda referencia es la verdad del amor humano, por llamarla así. El amor entre varón y mujer no es un amor entre cuerpos, sino entre personas que se comprometen mutuamente. Siempre han existido otras fórmulas, para desfogar la pasión sexual, sin necesidad de trato personal ni compromiso de amor. Muchos animales lo viven así y el hombre puede imitarlos. Pero hay una relación entre varón y mujer donde el sexo es expresión de una entrega, de unas promesas de amor que quieren ser eternas: eso es el amor conyugal. Un amor que aspira y supone -por sí mismo- un compromiso de fidelidad. Todos los quebrantos románticos no hacen más que ponerlo de relieve. Manifiestan la belleza y fuerza de ese ideal, y también su dificultad.

No hace mucho, el cantante Robbie Williams, declaraba: “Nunca he estado con una mujer porque me gustara, sino porque me sentía solo. Ser yo mismo y entregarme a alguien era algo impensable. Me faltaba la autoestima necesaria para eso. Pensaba que si una mujer se enamoraba de mí, es que no valdría la pena. Cuando hace cinco años dejé las drogas y me apunté a Alcohólicos anónimos, me prometí involucrarme en una relación sólo cuando me viera capaz de ofrecer lo que una compañera pudiera esperar de mí: sinceridad y fidelidad” (XLSemanal, 20. XI, 05, 26). Lo que Robbie quiere al sentirse sano es el ideal. Lo otro no lo era. Hay que desear que lo logre, aunque el punto de partida no sea muy prometedor.

La tercera referencia es la familia: los deberes y alegrías de la paternidad y maternidad; y la convivencia entre padres e hijos. Como es experiencia universal, en este contexto se producen, muchas veces, las relaciones humanas más intensas y duraderas que existen. Las muchas tragedias personales que surgen cuando no funciona muestran qué nivel humano tan hondo alcanzan. También manifiestan qué importantes deberes de justicia están implicados y qué esfuerzo conviene hacer para que conseguir que funcione.

La cuarta referencia es el beneficio social. Todo lo que se diga es poco. Desgraciadamente, el tema de la familia está tan artificialmente privatizado en nuestra cultura, que se considera de mal gusto poner de relieve cuánto depende de ella la salud y el futuro de una sociedad. La familia es un ámbito educativo, un lugar de acogida y asistencia social y un núcleo económico, que motiva el trabajo, capitaliza el ahorro, crea y estabiliza empresas y transmite experiencia profesional. Hay que ponerse a hacer cuentas para saber con qué se juega. En la vida social, puede ser necesario tolerar errores y quiebras, y buscarles algún remedio, pero sería un error desconocer cuál es el ideal que hay que primar y proteger.

La moral cristiana, que es una moral revelada por Cristo, se planta directamente en el ideal con todos sus rasgos: pide un matrimonio de uno con una y para siempre; un uso sexual que respete el orden natural y biológico; y una atención entregada a los hijos hasta su madurez. Ha aportado históricamente una gran claridad al tema y es un punto de referencia incluso para los que no creen. Hay una gran experiencia de los muchos bienes que de aquí se derivan. También hay experiencia de que el amor conyugal es exigente y, muchas veces, heroico. Pero es que no se trata de un juego. Tiene dificultades serias y, para que salga bien, hay que invertir mucho tiempo, mucha dedicación y mucho cariño. Esa es la receta. Con menos no sale. Y en estos temas, cuanto más egoísmo, peor.

El sexo se puede sentir como un impulso privado y un derecho al goce personal, pero tiene el marco natural que hemos descrito. Intentar hacer una moral sin tenerlo en cuenta es como imaginarse el Everest en otro lugar.

Variantes y deformaciones de la moral

Hemos visto en qué parte tan grande la moral es universal. Y qué bases tan claras tiene. Hay que reconocer también que se dan algunas variantes históricas en los usos morales. Esto se debe a distintas causas. La moral depende de la percepción de la realidad. Y, esto viene condicionado en parte por las tradiciones culturales. Cada uno ve con sus ojos, pero juzga la realidad también con las categorías que le han enseñado.

Como hemos dicho, los ideales de justicia son bastante evidentes. Pero el odio racial puede oscurecer el sentimiento de igualdad. Y unas condiciones muy duras de supervivencia pueden generar costumbres sociales muy crueles, especialmente con los más débiles (enfermos, ancianos, esclavos, prisioneros). Además, por lo mismo que hay personas egoístas y violentas, hay sociedades con distintos grados de egoísmo y violencia. Y esto lo transmiten a sus miembros.

Las necesidades de la supervivencia, la necesidad de conservar el orden social y la experiencia de la vida suelen imponer en cualquier sociedad criterios de justicia, moderación personal y disciplina sexual bastante rígidos. Ninguna sociedad puede sobrevivir, por ejemplo, con una indisciplina sexual generalizada. Los hijos son un bien de primer orden para los padres y para la sociedad. Es la razón de que, por todas partes, en las sociedades estables, se observen unas leyes sexuales tan rígidas, aunque haya algunas variantes y, por supuesto, transgresiones. Es que están en juego bienes muy reales, con reglas muy reales también.

Nuestra sociedad ha alcanzado unos niveles de sensibilidad moral muy altos en justicia y solidaridad. Nunca ha resultado tan clara y tan respetada esta parte de la moral. Es un gran éxito que hay que valorar, aunque luego mencionaremos algunas dolorosas incoherencias.

En lo que se refiere al estilo de vida, nuestra cultura se ha convertido en una sociedad de consumo, dominada por la presión publicitaria, que es tan ubicua como la atmosférica, y combate directamente los ideales de una vida sobria. Nuestra sociedad admira esos ideales (en monjes, en fáquires, en misioneros o en voluntarios de ONGs), pero, desde luego, no se los propone. Por eso, es incapaz de educar a sus jóvenes. Nadie se atreve a pedirles sacrificios, que es el entrenamiento más elemental de la vida moral: poner los deberes por encima de los gustos. Más bien, se les tiene envidia (poder gozar de todo siendo jóvenes y sin obligaciones) y padecemos un “Complejo de Peter Pan” colectivo.

La moral sexual es el aspecto más alterado. En nuestra sociedad, se ha producido una revolución sin precedentes, que no se debe desde luego al progreso moral, sino más bien a sencillas posibilidades técnicas que separan los placeres sexuales de sus consecuencias naturales. La “píldora” y otros medios han quitado su gravedad (y su sentido natural) a las relaciones sexuales. Esto ha provocado una “sexualización” generalizada (del que es un testimonio la pornografía) y una trivialización de las costumbres sexuales. Sólo después se han intentado hacer nuevas morales donde cupieran los hechos, pero no caben.

En realidad, el marco natural y moral de la sexualidad no ha variado: sus cuatro aspectos son los mismos; y la felicidad personal y el futuro de las sociedades sigue dependiendo, en altísima medida, de las familias. La realidad es como es. El amor libre y los sistemas de cría alternativos a la familia ya han sido probados, con pésimos resultados, por los totalitarismos del siglo XX. Y es evidente que una sociedad de viejos verdes solteros (VVS) no tiene ningún futuro.

La presión sexual ha hecho más inestable el vínculo familiar. Y ha oscurecido los deberes de justicia que están en juego respecto a los hijos y cónyuges. Los partidos radicales (lo que queda de la izquierda y mucha parte de la derecha) siguen promoviendo el divorcio. Y han puesto los derechos (y caprichos sexuales) del individuo por encima del vínculo familiar, de los derechos del otro cónyuge y de los derechos de los hijos a la permanencia del hogar (que es un derecho que existe, teniendo presentes los daños que sufren cuando se destruye). Pero esto tampoco es una moral nueva. No es que hayan descubierto con más claridad nuevas exigencias morales, sino que la presión del egoísmo sexual ha atropellado otros valores más importantes, pero más indefensos.

También se ha producido un grave oscurecimiento sobre el valor de la vida. Los medios anticonceptivos han facilitado la promiscuidad, pero no siempre impiden el curso natural de la sexualidad. Esto produce muchos hijos no deseados y en condiciones anómalas. La presión para quitárselos de encima ha originado una de las alteraciones más dolorosas del sentido moral público. Mientras que el hijo nacido es un bien de interés general y un ciudadano protegido por la ley, la presión sexual ha conseguido dejar desprotegido al no nacido. Así en España, por pura presión, la legislación considera el aborto como un crimen no perseguible en algunos supuestos, y en la práctica sanitaria, quitarse un hijo es casi como quitarse una berruga.

Cuando, en este contexto, se defiende que cada uno tiene su moral, es un eufemismo. No es que exista un gran debate moral y las alternativas apasionen porque se desea acertar. Más bien es lo contrario. Prima la práctica. Detrás no hay una nueva moral, sino ninguna moral. Nadie abandona a su mujer, aborta o practica la promiscuidad sexual porque haya descubierto una nueva moral. Sino porque ha perdido o no ha tenido nunca las referencias morales de la sexualidad. Muchas veces, no es culpa suya, nadie le ha enseñado otra cosa. La misma sociedad que trivializa el sexo puede dejar sola a una chica con su problema y facilitarle sólo la salida más triste.

Conclusión

Es una tentación hipócrita hacer morales a la medida de los hechos. “Cuando el corazón se entrega al placer que seduce, la razón se abandona al error que justifica”. Es Cicerón (De natura deorum I, 54). Son los hechos los que tienen que acomodarse a la moral y no se puede construir una moral partiendo de la defensa del egoísmo. La prueba de fuego de toda moral es, precisamente, el sacrificio del interés personal en aras de lo que vale más. Lo contrario es la definición misma de inmoralidad

Como vemos, la distorsión mayor de nuestra cultura se da en la moral sexual y, en menor medida, en los ideales de vida. Son la parte más “privada” de la moral. En cambio, como hemos dicho, nuestra sociedad tiene mayor sensibilidad moral sobre las cuestiones de justicia. Esa es la razón de que tantas veces se oiga decir que cada uno tiene su moral. Pero, en realidad, no se comprueba que existan otras morales. Sino sólo que existen otras conductas. La convivencia social exige respetar a los demás, y tolerar la diferencia de opiniones. También hay que respetar el ámbito privado de la vida, mientras no dañe al bien común. Pero no hay porqué aceptar que cualquier cosa sea una moral. El pensamiento tiene una vida pública y es un gran servicio proponer y juzgar lo que se propone.

Aquí, sin ofender a nadie, hemos pensado lo que es la moral y lo que no es la moral. Naturalmente, muchos puntos necesitarían mayor desarrollo. Habría que hablar sobre los tipos de fenómenos morales y la manera en que las exigencias morales se hacen presentes en la conciencia y cómo se forman las convicciones morales y cómo se comparten y transmiten en una sociedad. Pero, en unas pocas páginas, sólo se pueden trazar las líneas fundamentales.

Existe la mala costumbre intelectual de aprovechar la oscuridad de los límites para poner en duda el contenido entero de una cuestión. Esto pasa, frecuentemente en la moral. Basta descubrir un aspecto discutible o discutido, para declarar relativa y opinable toda la moral. Pero es como si se declarara irreal la pirámide de Keops porque se descubre que no es exáctamente una pirámide. La pirámide de la moral, con sus tres planos, la justicia, el ascetismo personal y el marco natural de la sexualidad, no es una imaginación que dependa del capricho de cada uno. Siendo menos visible que la pirámide de Keops o el Everest, es, sin embargo, mucho más real y con una influencia mucho mayor sobre la felicidad de las personas y el futuro de las sociedades.

Esto no es un discurso confesional. Lo puede compartir quien no tenga el don de la fe. Pero la fe añade seguridad. Porque confirma que, en el fondo de la realidad, hay un orden inteligente querido por Dios. Lo expresa hermosamente el sabio judío Filón de Alejandría (s. I). Al comentar el primer libro de la Biblia, el Génesis, que para los judíos piadosos forma parte de la Ley (la Torá), dice: “Este comienzo es más maravilloso de lo que pueda decirse, porque incluye el relato de la creación del mundo en el que está implícita la idea de que el mundo está en armonía con la Ley y la Ley con el mundo y que el hombre que respeta la Ley, en virtud de ese respeto, se convierte en ciudadano del mundo, por el solo hecho de que conforma sus acciones con la voluntad de la naturaleza por la que se gobierna el universo entero” (De Op. Mundi, I, 1-3).

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Juan Luis Lorda

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