miércoles, 26 de agosto de 2015

LA DONACIÓN PERSONAL


La noción clave de todo el problema es la de integración. Y lo que más se opone a ella es, de nuevo, la búsqueda desamorada del placer.

Pero con esto quedan señalados los requisitos que hacen del trato corporal una efectiva entrega.

Nos falta analizar las condiciones que convierten la donación del cuerpo en expresión de la dádiva personal. Para ello es imprescindible que no se rompa, en la práctica, la unidad del cuerpo y alma que constituye a la persona humana: sólo si se mantiene la estrecha fusión de espíritu y de materia propia del ser humano, podrán las relaciones físicas manifestar a la persona toda, en la que real y vitalmente se hayan instaladas. En este sentido, la noción clave de todo el problema es la de integración. Y lo que más se opone a ella es, de nuevo, la búsqueda desamorada del placer.

En el mismo escrito al que antes aludíamos, G. Grisez, J. Boyle, J. Finnis y W. E. May recuerdan cómo los efectos de la desintegración se ponen más claramente de manifiesto en la satisfacción solitaria del impulso sexual, conocida normalmente como masturbación. Cuando alguien se masturba, al concentrar todo su interés en la satisfacción del estímulo sexual, acaba casi por transformarse, exclusivamente, en un «centro sensorio-emocional»: en «algo» capaz de experimentar el estímulo del sexo y el deleite que se produce al aplacarlo. En consecuencia, y con mayor intensidad conforme la excitación es más vehemente, las dimensiones estricta y propiamente personales –la inteligencia que razona y la voluntad que ama- resultan excluidas de la actividad autogratificante, excepto en la medida en que se ponen al servicio de esa misma satisfacción. El cuerpo, por su parte, se convierte en algo extrínseco, en un «Objeto», en un «instrumento» para eliminar la excitación y sustituirla por deleite. En tales circunstancias, la persona humana se fracciona, se des-integra: queda rota la unidad del cuerpo, sensibilidad, emociones, inteligencia y voluntad, que la constituye íntimamente. Y esto es lo que explica, desde el punto de vista antropológico, la ilicitud moral de semejante tipo de actividades: el hombre, la persona, se des-hace, actúa contra si mismo.

¿Y en las relaciones sexuales no solitarias? Si lo que las provoca es exclusivamente la búsqueda de la satisfacción sexual, la des-integración personal de quienes en ellas intervienen –o de uno solo, en su caso– presenta efectos devastadores. En última y definitiva instancia, se torna imposible la donación personal en que consiste, terminalmente, el amor. En efecto, y como decíamos, esa dádiva se realiza mediante el mutuo obsequio de los cuerpos, en la exacta medida en que éstos compendian o resumen a la persona toda: es decir, con la condición de que entre el organismo físico y el alma, de la que dimana para el hombre su dimensión estrictamente personal, no se introduzca ruptura alguna. Pero la índole «instrumental» del cuerpo de quien sólo busca el placer lo «desliga» o «separa» del núcleo constitutivo de la persona: más que medio de comunicación entre personas, los cuerpos de quienes se comprometen en una actividad de estas características se configuran como impedimento, como barrera, que impide la común-unión personal. Quien persigue indiscriminadamente el aplacamiento de su pulsión sexual, hace del propio cuerpo, y del que con él se relaciona, un simple objeto, un instrumento de deleite, extraño a la propia intimidad personal. En estas circunstancias, el organismo resulta alienado, enajenado -se torna «ajeno»–, y bajo ningún punto de vista puede servir como intermediario en la comunicación personal ni como medio expresivo de la donación amorosa.

PLACER Y CONTRACEPTIVOS

¿Estamos sugiriendo, con las líneas que preceden, que la búsqueda del disfrute es el único móvil que dirige las relaciones contraceptivas? Evidentemente, no. Pero tampoco debemos pecar de ingenuos: en muchísimas ocasiones, la satisfacción del estimulo sexual se configura como efectivo motor de la vida matrimonial de quienes actúan contraceptivamente. Lo que sucede, de hecho, es que la cuestión ni siquiera llega a plantearse de forma explícita. Hoy, recurrir a la contracepción es, tantas veces, una «costumbre» adquirida culturalmente y no cuestionada. Pero en el fondo de esa práctica late, justificada normalmente bajo pretexto de «espontaneidad», la pretensión de no «interferir» en el curso «normal» de las relaciones íntimas: lo que, traducido a términos más reales, equivale a realizar la unión cuando se experimente la necesidad «natural»–¡instintiva!– de llevarla a término.

Cuando Juan Pablo II insiste en la enorme diferencia antropológica y moral que separa las prácticas contraceptivas de la regulación natural de la fertilidad, apela, entre otros elementos quizá más determinantes, a lo siguiente: quienes, con grave causa, se ejercitan en la continencia periódica –con ayuda del método Billings, por ejemplo–, han de abstenerse inicialmente, durante un periodo de aproximadamente un mes, de todo tipo de relaciones íntimas; y, después, durante bastantes días a lo largo de cada ciclo, de realizar la cópula. Con ello demuestran en la práctica, con los hechos, que son capaces de doblegar el propio impulso instintivo cuando existe un motivo suficiente para hacerlo; aseguran de esta suerte el autodominio y, con él, la calidad de su entrega: incrementan la categoría de su amor. De lo que quieren prescindir quienes acuden a los medios anticonceptivos es, justamente, de la necesidad de la abstención; pero, al obrar de este modo, se privan de la posibilidad de ejercitar el propio imperio sobre el instinto y, con ello, de aquilatar su querer: ya no hay propiamente amor, porque, en rigor, no hay entrega.

Resumiendo: cuantos se acogen a los métodos contraceptivos, habiendo prescindido de la motivación cardinal de los hijos –que frontalmente rechazan–, sólo pueden realizar la unión física por una de estas dos razones: satisfacer una pulsión psicofísica o «expresar» su amor. Hemos visto cómo quienes lo hacen por el primer motivo –el instinto– ponen en peligro el amor mutuo. ¿Qué decir a los que sinceramente justifican la contracepción como una necesidad para mantener, con las relaciones matrimoniales frecuentes, el mutuo afecto? Algo muy sencillo y radical: que el trato corporal contraceptivo, considerado en sí mismo, con independencia de las intenciones subjetivas, resulta inadecuado para exteriorizar el amor conyugal; y que, en consecuencia, en lugar de incrementarlo, lo lesiona gravemente, pudiendo llegar a hacerlo desaparecer.

Con el fin de demostrar esta última tesis, capital para nuestro intento, hemos de dar un pequeño rodeo, analizando en qué sentido los gestos corporales son manifestativos de la interioridad personal.

Tomás Melendo Granados

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