jueves, 25 de agosto de 2016

LA SOBERBIA SEGÚN TOMÁS DE AQUINO



ÍNDICE:
Planteamiento
¿Qué es la soberbia?
Soberbia personal
Soberbia respecto de los demás
Soberbia respecto de Dios
Antídotos

Planteamiento
Como advirtió Tomás de Aquino hay dos vicios característicos de los seres espirituales: la soberbia y la envidia. A la precedente exclusividad tal vez se objete que también la acedia o tristeza espiritual es inorgánica, pues es claro que ésta no se confunde con el aburrimiento físico ni con el tedio o la falta de ilusión mental (por ejemplo, en la profesión), sino que es el desaliento personal en orden a alcanzar metas espirituales. Sin embargo, aunque este defecto se refiera realmente a realidades inorgánicas, sin embargo está vinculada a la pereza, la cual tiene un indudable componente orgánico. En efecto, tal abatimiento o falta de aliento en orden a alcanzar los bienes más altos del espíritu es debido a la laboriosidad que comportan las correspondientes acciones corporales a emplear.
También se podría objetar que, por ejemplo, el placer estético es insensible, de modo que el esteticismo se podría considerar como un defecto propiamente inmaterial. No obstante, es claro que sin realidades culturales sensibles (pinturas, esculturas, literaturas…) tal delectación no comparece. Asimismo se suele indicar que hay cierta ira que es copyright del espíritu, porque incluso se atribuye al ser divino. Ahora bien, ésta se refiere a asuntos sensibles. De modo que, al parecer, sólo los dos defectos arriba mencionados parecen, por su origen y su objeto, inmateriales.
Es interesante conocer la índole de estas faltas. La rémora –aunque en este caso coyuntural– es sobre la conveniencia de publicar estas páginas, pues es sabido que, por una parte, tocar temas éticos es molesto, sencillamente porque puede incomodar a los demás y, por otra, porque exponerlos en el contexto universitario, donde los enojos son más sutiles, es, sin duda, un moderno tabú. Tal vez fuera más oportuno hablar de las perfecciones contrarias –la humildad y la caridad–. Con todo, si es cierto el aserto aristotélico de que, por contraste, el hombre aprende más de las exposiciones negativas que de las positivas, tal vez lo que se escribe a continuación pueda beneficiar al lector que, de seguro, podrá ahondar en lo indicado.
Al escribir esta exposición se cuenta con otro escollo, a saber, que respecto de estos males –en especial, la soberbia–, nadie se puede considerar inmune, ya que nadie parece justificado a reiterar aquello de “no soy como los demás”, pues se trata –según enseñaba una Glosa medieval– del pecado universal. De modo que, si existe alguna persona sin este defecto, esa será sin mancha. En adelante se procederá, primero, a explicar la soberbia. El orden será como sigue: al inicio, una exposición del defecto; luego, un elenco de sus manifestaciones; por último, unas breves propuestas de corrección, pues en este defecto es magna la necesidad de rectificar.

¿Qué es la soberbia?
La palabra “soberbia” se puede entender en dos sentidos: uno positivo y poco frecuente, y otro negativo y de uso ordinario, según si aquello a que se aspira es, respectivamente, bueno o malo. Esta sería una acepción material del término. Sin embargo, formalmente hablando, el vocablo designa un vicio negativo del espíritu, el superior a todos. El sentido positivo es el que, por ejemplo, en una universidad, designa que ésta lo sigue siendo y crece como tal. En cambio, el negativo es el más eficaz disolvente de la institución universitaria.
Tomás de Aquino indica que soberbio es el que tiene un amor desordenado hacia su propio bien por encima de otros bienes superiores. El sólo hecho de dudar si existen bienes superiores al propio ya es, pues, síntoma de este defecto. Es amor desordenado, porque como el soberbio no se conoce como quién es, sino que tiene un conocimiento de sí como de aquél que quiere ser, desea para él lo que no le es adecuado. La describe como el apetito inmoderado de la propia excelencia que, de paso, rebaja la dignidad ajena. Desde luego, la excelencia es debida a alguna cualidad buena; por eso, se puede referir a diversas aptitudes humanas. Por el contrario, añade que el humilde no se preocupa de la propia excelencia, pues se considera indigno. Advierte también que la soberbia es la madre y reina de todo defecto, es decir, su origen y su fin. De modo que las otras lacras, como hijas naturales, tienen cierto parecido a la madre y, asimismo, cierta propensión a rendirle honores.
Otra nota que el de Aquino atribuye a la soberbia es que este defecto radica en la voluntad, y, precisamente por considerarla una mala inclinación de esta potencia humana, añade que el soberbio no se subordina a su recto conocimiento propio, de modo que pueda percibir por él su distintiva verdad. Por el contrario, nota que la humildad se ajusta al adecuado conocimiento que alguien tiene de sí (“donde hay humildad hay sabiduría”, dice la Escritura). Por eso admite que la soberbia impide la sabiduría. También advierte que las verdades directamente impedidas por la soberbia son aquellas que se denominaban “afectivas”, es decir, unas de las más altas que sólo las personas virtuosas conocen por con naturalidad. En rigor, el fruto seguro de este defecto es la ceguera de la mente.
No obstante, si bien se mira, la soberbia no injiere en la voluntad, sino –como su carcoma– en lo más neurálgico de nuestra intimidad, de donde procede toda malicia, y a donde toda corrupción se ordena. Sí, nadie se reduce a su voluntad, y es en esa realidad personal irreductible donde anida la soberbia y la peor ignorancia, lo cual le llevó a clamar a San Pablo: “de la ceguera del corazón, líbranos Señor”. Por eso se entiende que la perfección contraria, la humildad, sea –más que una virtud de la voluntad– la fuente personal de todas las virtudes. También por esto la humildad, en cuanto que remueve la soberbia, es la sal que preserva toda virtud. Si el vicio de la soberbia es el más grave, también será el más tenaz y perdurable, porque es el que está más hondamente radicado en nuestro ser; tan fuerte que extingue todas las virtudes y corrompe todas las potencias humanas. Por lo que se refiere sus los tipos, Tomás señala que uno es el de aquel que se gloría en sus cualidades, y otro el de quien se arroga lo que le sobrepasa. Obviamente el segundo es peor –también más ciego– que el primero.
El carácter distintivo de este defecto respecto de los otros lo cifra el de Aquino en que en cualquiera de los demás se da siempre cierto defecto; sin embargo, el mal en éste se toma de la perfección a la que desordenadamente se aspira. Efectivamente, la soberbia tiende a lo excelso, pero sin un “pequeño detalle”: la rectitud. Se distingue de la vanidad o vanagloria (la más afín a aquélla), es decir, del amor a la gloria mundana, porque la primera es el deseo desproporcionado de cualquier gran realidad; la segunda, en cambio, tiende a la sóla grandeza externa, la alabanza y el honor, es decir, a ser considerado superior a quien se es, pues así como el honor social es –según Aristóteles– el premio debido de la virtud, la soberbia busca ese honor pero sin virtud. La una es interna (latens in corde38), mientras que otra es una manifestación suya externa.
La soberbia se distingue de la avaricia en que la primera es descabelladamente ávida de bienes inmateriales, mientras que la segunda lo es de los sensibles. Se diferencia de la lujuria en que ésta engendra torpeza, mientras que la soberbia intentando “pasarse de lista” logra la peor ignorancia. De la gula, en que ésta tiende a lo fácil, mientras que la otra a lo arduo. De la envidia, en que ésta se entristece por el bien aje-no; en cambio, la soberbia se entristece por la carencia del bien propio que insensatamente desea. De la pereza, en que ésta –como dice el refrán castizo– “ni lava ni peina cabeza”, mientras que la soberbia es trabajosa, pues siempre anda maquinando cómo acrecentar el propio prestigio. La tentativa de justificación de estas actitudes es –según indica– plural, pues unas veces se las tiende a disfrazar bajo el aspecto de la magnanimidad, otras, bajo el de audacia, ya que el soberbio pretende –aunque sin orden– aquello que le supera.
Se presenta la soberbia, sobre todo, en dos frentes, y en ambos se parece a un tumor maligno y con metástasis: en el de la ciencia, y en el del poder. En cuanto a la ciencia, es bien conocido que ésta hincha, pues el que se cree que sabe, todavía no sabe cómo es debido. Por lo que al poder respecta, dos son las posibles causas de soberbia: la altura del status y las obras. No es extraño, pues, que, sobre todo en una sociedad como la nuestra donde “mandar” y “obedecer” no significan exclusivamente “servir”, la soberbia se manifieste en el sentirse “señor” del cargo en vez de “administrador” del mismo. Tomás añade que este defecto afecta sobremanera a la juventud. Con todo, no es sólo un problema de gente joven, pues con el paso de los años este defecto parece volverse tan acrisolado y retorcido como encubierto. También declara que incide más en las personas públicas que en las privadas.
Seguidamente se intentan rastrear tres ámbitos de este defecto. Se atiende, en primer lugar, a la soberbia para consigo mismo; en segundo lugar, para con los demás y, por último, con referencia a Dios.

Soberbia personal
Para consigo mismo la actitud soberbia lleva al convencimiento de que sin el propio criterio y experiencia difícilmente se acierta en un tema o se realiza algo con corrección. Manifestaciones suyas son la arrogancia y la jactancia: la primera, porque se siente pagado de sus propios éxitos por encima de su objetiva valía; la segunda, que puede ser de cualidades que no tiene o que tiene, porque es un afecto interno derivado del propio aprecio. Otra expresión suya es la pertinacia en el propio parecer. Otras veces lo es la rotundidad con que afirma un criterio, incluso aunque con el paso del tiempo (y no mucho) tal juicio cambie hasta el punto de afirmar –con la misma determinación– lo mismo que antes se negaba. Algunas, lo es la ambición.
Manifestaciones de soberbia personal distintas a las precedentes son el suponer que no puede aprender de los demás, la lectura de textos más por curiosidad o por crítica que por aprender y salvar la parte de verdad que contienen, pues ningún hombre, aún sabio, debe rechazar la doctrina del menor. Otra, la de callarse el error grave y perjudicial de un autor, cuando se debe y ante quienes es debido, so capa de que se tiene cierta preferencia o sintonía con él. También lo es la perseverancia en el error, pues todo yerro es causado por la soberbia55. Es propenso a ensoberbecerse quien, siendo de condición humilde y sin experiencia de gobierno, es elevado a algún cargo.
Soberbia propia es, sobre todo, creer que el sentido del ser personal que se es coincide con el del yo que uno se ha forjado con sus títulos y curriculum y con el que barniza su mirada y actuación, o sea, su enteenterara vida. Si alguien se obceca en la afirmación de su propio yo, va perdiendo de vista su sentido personal, la mayor donación creatural que ha recibido. En efecto, como enseña Polo, “lo peor para el ser personal es aislarse o ensoberbecerse, pues el egoísmo y la soberbia agostan el ser donar”. En el fondo, para captar el sinsentido de la soberbia, tal vez valga la pregunta del libro de la Sabiduría: “¿De qué nos ha servido la soberbia?”, pues si por ella agoniza el propio ser personal, tras su pérdida ¿qué se podrá ganar?

Soberbia respecto de los demás
Para con los demás, la soberbia lleva a considerarse superior a los otros en demasiados aspectos, lo cual acarrea la sospecha respecto de la capacidad ajena. No lo es, en cambio, considerarse superior en algún aspecto. La soberbia es, obviamente, contraria al amor al prójimo en cuanto que alguien se prefiere desordenadamente a sí mismo frente los demás y se substrae a su sujeción. Manifestaciones físicas de este defecto son el andar con el cuello erguido y tener miradas altivas, indiferentes o, incluso, apartar la vista. También lo es la discordia debida a la diversidad de pareceres, pues el orgulloso no favorece la libertad ajena, sino que tiende a uniformar según su unidireccional criterio. La soberbia promueve asimismo la injuria, pues tras solidificar una concepción tan fijista como rebajada de demás; se tiende a ponerles etiquetas cuyo adhesivo tiene la rara virtualidad de ser tan fuerte y permanente como los juicios severos de que nace. Tales motes constituyen un jocoso método de difamación. También nacen de la soberbia el susurro o la torcida insinuación y la lengua doble.
Asimismo, el orgulloso se inclina fácilmente a airarse, incluso por nimiedades, cuando algo contraría su voluntad. Soberbia es también cometer claras injusticias a los inferiores sin repararlas ni pedir perdón por ellas, pues este defecto es de tan gran mole que fácilmente, y casi inadvertidamente, deprime la justicia; también lo es el padecerlas guardando permanente rencor al agresor. Lo es el no ver compañeros sino subordinados; el fijarse más en los ajenos defectos que en sus virtudes; el intento de controlar en concreto el trabajo de los demás, siendo el propio inmune a todo control; el aparentar interés ante la presencia de otros cuando en realidad no se ven sino personas que molestan los propios intereses y llevan a perder el tiempo (hipocresía, en román paladino); la ingratitud de fondo (aunque se cuide la forma) ante un servicio o trabajo prestado; la crítica cuando no pretende ser constructiva; el negarse a desempeñar tareas “inferiores” y el excusarse ante las justas correcciones que se nos hacen, de las que, a veces, se siguen incluso escándalos, o el evadirse ante las ayudas que nos piden y buenamente podemos ofrecer. Lo es, desde luego, el abuso de poder (es decir, “poner bozal al buey que trilla”); el inmiscuirse autoritariamente en asuntos ajenos que no nos atañen directamente. También el preguntar no para aprender, sino para poner en un brete al ponente; el objetar no para ayudar, sino para hacer valer la propia opinión. Lo es asimismo todo lo que provoca nuestra separación de los demás, aunque bien es verdad que hay que ser más amigo de la verdad que de cualquiera. Lo es la precipitación en las decisiones de gobierno; la pérdida de tiempo en asuntos insignificantes; pensar que los demás están a nuestro servicio, no al revés (en rigor, preguntar ¿quién es mi prójimo?, en vez de: ¿de quién soy prójimo?). Es soberbia, para quien tiene la capacidad de dirigir sirviendo, eludirla y separarse de los demás.
Manifestación de este defecto es la desobediencia por parte de quienes ocupan cargos inferiores, el desprecio del mandato, el realizar algo indebido fuera de lo prescrito. Es muestra de orgullo por parte de los superiores el extralimitarse mandando algo fuera de lo debido, el sentirse “intocables”, no menos que “vacas sagradas” de las castas superiores, que no se sienten súbditos porque a nadie consideran superior. Es orgullo el desprecio (máxime sin justificación racional) de cualquier otra opinión, parecer, ajeno. Otra muestra es el juicio temerario sobre asuntos inciertos y realidades futuras. Y otras, la indignación, el desdén hacia el consejo ponderado ajeno, etc.
La soberbia se puede manifestar en una afectada seriedad en el decir, de modo que el lenguaje no es directo y amable, sino seco y similar al de una partida de ajedrez. La actuación suele estar acompañada de una conducta formalista, opuesta a la alegría y sencillez que deben caracterizar la vida corriente. Tal acartonada gravedad comporta, no pocas veces, un trato duro para con las demás personas, incluso dictatorial. Ésta derivada rigidez lleva a mostrarse no sólo susceptible ante cualquier comentario ajeno, sino también a pasar rápidamente a estar a la defensiva, e incluso a ser agresivo. Con todo, tal dureza pierde la savia de la felicidad. Otro fruto del orgullo intelectual es el distanciamiento respecto de los demás, en especial de los inferiores. Su consecuencia en ellos es la falta de confianza, y es claro que donde ésta escasea, al final el bien común no comparece. Si alguien es el sujeto paciente –sufriente– de algunas de las precedentes actitudes que caracterizan a ciertos agentes, debe estar muy agradecido, pues debe verlas como grandes ayudas para intentar ser humilde.

Soberbia respecto de Dios
Para con el ser divino la soberbia cierra progresivamente la apertura incita a él en el corazón humano. En efecto, la intimidad personal humana está abierta natural y sobrenaturalmente a la realidad personal divina que le transciende; el yo, en cambio, se abre siempre a lo inferior a él. Por tanto, una vida engreída, centrada en el yo, tiende a perder de su horizonte existencial a Dios. En el fondo, si el yo recaba su propia finitud, tal pretensión favorece el ateísmo. Para Agustín de Hipona, la soberbia no es más que una perversa imitación de Dios, al único que se le debe la gloria y el agradecimiento por todo. En este sentido, la mayor muestra de este defecto es adscribiese a sí los bienes que se tienen. En cambio, para Tomás de Aquino, negar a Dios es mayor soberbia que pretender ser como él. En esa situación no se pierde, desde luego, la “idea” de Dios, pero el trato “personal” con él se torna, primero oneroso, y luego desaparece, puesto que Dios no es una “idea”, y nadie en su sano juicio está dispuesto a tratar personalmente con ideas.
La actitud humana que precede a esta situación es, sin duda, la infidelidad. Una manifestación de este defecto es la presunción, que concibe a Dios, más que como un Padre, como una achacosa abuela de ojos ciegos para con los delitos del nieto; en el fondo, un abuso de la misericordia divina. Otra expresión en esta misma línea es la de rehuir la veneración debida a Dios, que puede llegar incluso a la blasfemia. Se ha indicado que la soberbia es la fuente de todo mal. Ahora cabe añadir que el inicio de ésta es el apartarse de Dios. Bien mirado, la soberbia es la secularización del honor divino, es decir, una ambición secular. En suma, soberbia es hacer la propia voluntad, no la divina.
La aversión a Dios que este defecto provoca es distinta a la que provocan los demás vicios, pues en aquéllos uno se separa del ser divino bien por debilidad o bien por cierta ignorancia, mientras que en éste el rechazo se produce por el hecho de que no se le quiere aceptar, ni a él ni a sus mandatos. De otro modo: los demás vicios huyen de Dios, pero la soberbia se enfrenta a él. Visto positivamente: respecto de Dios, del hombre, más que decir que “tiene” esperanza es mejor decir que la “es”. Ahora bien, si la soberbia comporta un alterado deseo de propia excelencia, será contraria a la esperanza personal humana. Tomás recoge una Glosa medieval en la que se añadía que si bien este defecto es lo que más pronto aparta de Dios, también es lo que más tarda en volver a él. Por lo demás, si las criaturas dependen libre y esperanzadamente de Dios, no es extraño que quien se oponga al ser divino rechace también a los demás.

Antídotos
Al terminar de describir este defecto y algunas de sus manifestaciones se debe dar cierta pauta de solución. En general, a cualquier persona afectada en mayor o menor medida por este grave mal le viene bien el dolor y la enfermedad, pues esta excesiva seguridad profesional amparada en los estamentos es fácilmente vulnerable, ya que la debilidad humana aparece en la vivencia de cualquier dolencia, la cual acaba afectando a todos. En efecto, como advierte Polo, “el dolor suspende la soberbia de la vida, el envanecimiento y la orgullosa seguridad en la propia eficiencia y capacidad para establecerse y moverse en un orden regular y suficiente, y así deja patente, sin trabas ni enmascaramientos, la necesidad e indigencia de la existencia humana en medio del éxito mundano”.
Pero si alguien no desea esperar a la llegada de la enfermedad para combatir este mal interno, se le puede aconsejar que, si la soberbia es respecto de sí, tenga piedad de sí misma, no vaya a ser que intentando, con denodado esfuerzo, forjar un yo más o menos exitoso en un contexto sociocultural determinado, no persista en la progresiva búsqueda de su propio sentido personal novedoso e irrepetible y lo acabe perdiendo. En cuanto a la faceta de este vicio respecto de los demás, cierta medicina que la combate bien es el temor al oprobio e ignominia cuando –como en el caso de los políticos– devienen públicas sus culpas. Otra, el pedir favores a otros. Y por lo que se refiere al orgullo, es remedio el temor a la réplica divina, pues el mal siervo, entenebrecido su corazón por la soberbia, no sabe qué hará con él su señor.
Cabe indicar también como buenos tratamientos contra la soberbia los siguientes: a nivel personal, advertir que los más sabios son personas sencillas. A nivel racional, el estudio; a nivel lingüístico y de hechos, la modestia en el hablar y en el hacer, pues la humildad suena en la voz y, en mayor medida, en el silencio.


Autor: J.F. Sellés
Facultad de Filosofía
Universidad de Navarra e.mail: jfselles@unav.es

No hay comentarios: