sábado, 15 de julio de 2017

EL DÍA QUE LOS PASTORCITOS DE FÁTIMA VIERON EL INFIERNO



Se cumplen 100 años del 13 de julio de 1917, cuando la Virgen resumió cómo sería el siglo XX a tres niños portugueses: dos guerras mundiales, una dictadura y una oleada de persecución a la Iglesia, todo causado por la falta de conversión.

La tercera aparición de la Virgen en Fátima, de la que este jueves se cumple el centenario, es una de las más importantes. Al menos, en el sentido de que los mensajes de la Madre de Dios ese 13 de julio de 1917 resumen en gran medida todas las apariciones.
Fue ese día cuando la Virgen enseñó a Lucía y a los beatos Francisco y Jacinta el infierno, causándoles una gran impresión. Para salvar a las almas de los «pobres pecadores», la Virgen pidió a los niños que siguieran sacrificándose, pero también propuso la devoción a su Inmaculado Corazón. Prometió el fin de la I Guerra Mundial, pero también advirtió de que «si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor».
María avisó además de que un día volvería para pedir la consagración de Rusia. Si esta no se cumplía, «esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia». En este contexto es cuando Lucía y Jacinta –Francisco no, pero la Virgen dio permiso a las niñas para contárselo– recibieron la revelación del llamado «tercer secreto», relativo al atentado que sufrió san Juan Pablo II en 1981.
Así recoge Lucía años después, en sus memorias, cómo fue ese día en el que en Cova de Iría ya se congregaron varios miles de personas:
«– ¿Usted qué es lo que me quiere?
– Quiero que vengan aquí el día 13 del mes que viene, que continúen rezando el rosario todos los días, en honor de Nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque solo Ella os puede ayudar.
– Quería pedirle que nos dijera quién es, y que haga un milagro para que todos crean que usted se nos aparece.
– Continúen viniendo aquí todos los meses. En octubre diré quién soy, lo qué quiero, y haré un milagro que todos podrán ver, para creer.
– Santificaos por los pecadores y decid muchas veces y en especial cuando hagáis algún sacrificio: “Oh Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”.
Al decir estas últimas palabras, abrió de nuevo las manos, como en los dos meses anteriores.
El reflejo pareció penetrar en la tierra y vimos como un gran mar de fuego. Sumergidos en ese fuego, los demonios y las almas, como si fueses brasas transparentes y negras o bronceadas, con forma humana, que fluctuaban en el incendio, llevadas por las llamas que de ellas mismas salían junto con nubes de humo, cayendo por todos los lados, semejante al caer de las chispas en los grandes (incendios), sin peso ni equilibrio, entre giros y gemidos de dolor y desesperanza que horrorizaba y hacía estremecer de pavor (¡debió ser al enfrentarme con esta imagen que di ese grito que dicen haberme oído).
Los demonios se distinguían por formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como carbones negros en la brasa. Asustados y como pidiendo socorro, levantamos las vista hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza:
– Visteis el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo, se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra va a acabar. Pero, si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo de sus crímenes, por medio de la guerra, de hambre y de persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre.
Para impedirla vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora en los primeros sábados. Si atienden mis peticiones, Rusia se convertirá y tendrán paz; si no, esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas. Por fin Mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre me consagrará a Rusia, que se convertirá, y será concedido al mundo algún tiempo de paz. En Portugal se conservará siempre el dogma de la Fe.
{Después de las dos partes que ya expuse, vimos en el lado izquierdo de Nuestra Señora, un poco más alto, un Ángel con una espada de fuego en la mano izquierda; al brillar, despedía llamas que parecían que iban a incendiar al mundo; pero se apagaban con el contacto del brillo que de la mano derecha expedía Nuestra Señora a su encuentro: el Ángel apuntando con la mano derecha hacia la tierra, con voz fuerte dijo: “¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!”.
Y vimos en una luz inmensa que es Dios algo semejante a como se ven las personas en un espejo cuando le pasa por delante un obispo vestido de blanco; tuvimos el presentimiento de que era el Santo Padre. Varios otros obispos sacerdotes, religiosos y religiosas subir una escabrosa montaña, en lo alto de la cual estaba una gran Cruz de troncos toscos como si fueran de corcho con la cáscara; el Santo Padre, antes de llegar ahí, atravesó una gran ciudad medio en ruinas, y medio tambaleante, con andar vacilante, desconsolado de dolor y pena, iba orando por las almas de los cadáveres que se encontraba por el camino.
Llegando a lo alto del monte, postrado de rodillas a los pies de la gran Cruz, fue asesinado por un grupo de soldados que le dispararon varios tiros y flechas, y así mismo fueron muriendo unos tras otros los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y varias personas seglares, caballeros y señoras de varias clases y posiciones. Bajo los dos brazos de la Cruz estaban dos ángeles cada uno con una regadera de cristal en la mano, en ellas recogían la sangre de los mártires y con ella regaban las almas que se aproximaban a Dios.}
– Esto no se lo digáis a nadie. A Francisco, sí, podéis decírselo.
Cuando rezáis el rosario, decid después de cada misterio: “Oh Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas”.
Se siguió un instante de silencio y pregunté:
– ¿Usted no me quiere nada más?
– No. Hoy no quiero nada más».

Alfa y Omega

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