lunes, 18 de septiembre de 2017

LOS CATÓLICOS Y LA BIBLIA


Cuando es realmente importante decidir entre dos interpretaciones, los católicos contamos con el Magisterio de la Iglesia.

Por: Pato Acevedo | Fuente: Infocatolica.com
Una de las querellas clásicas del protestantismo es que, mientras pudo hacerlo, el clero católico ocultó la Biblia a los fieles cristianos porque, se dice, si la hubieran leído por sí mismos se habrían dado cuenta que las doctrinas de la Iglesia contradecían la Palabra de Dios. Se supone que con esto controlaba a las masas y acumulaba más poder. Así, se afirma que la Iglesia habría impuesto penas de excomunión y prisión a quien tradujera la Biblia, que solo se permitían versiones en griego y latín para que la masa de los creyentes permaneciese ajena a los textos bíblicos, y que Lutero habría arriesgado su libertad al traducir el Nuevo Testamento al alemán.

Lo que subyace a este tipo de afirmaciones infundadas, pues no se puede hablar de argumentos, es una forma de pensar notablemente anacrónica. Se superponen dos datos correctos pero que provienen de dos épocas diferentes, por ejemplo que en esa época la Biblia circulaba escrita en latín y que hoy en día muy poca gente conoce esa lengua, para llegar a conclusiones groseramente erradas e injustas.

Revisemos algunos de estos errores:
  • Griego y latín no eran lenguajes desconocidos para “la masa de los creyentes”, como en la actualidad. El griego era el idioma de las élites culturales de la antigüedad desde tiempos de Alejandro Magno; y el latín, el de la administración del imperio que controlaba el mediterráneo. Ambos servían de lengua internacional, como el inglés hoy en día.
  • Cuando la Iglesia tradujo La Biblia al latín, contribuyó de forma importante a su difusión. Hasta ese momento, la Biblia se conservaba en parte en hebreo, una lengua que hasta los judíos habían abandonado, y en griego. Gracias a la edición el latín, lengua común para los pueblos de la antigüedad, el universo de lectores aumentó explosivamente.
  • En el siglo IV, el Papa Dámaso I encargo a San Jerónimo [1], traducir los textos originales al latín de uso común o vulgar, precisamente para contar con una nueva traducción que pudieran entender los fieles. De ahí que esta “versión oficial” se conociera como vulgata editio, es decir, edición para el pueblo o edición divulgada.
  • Durante la Edad Media, la masa de los creyentes no sabían leer, así que poco habrían ganado con una traducción de la Biblia. Por su parte, los que sabían leer, aprendían usando textos en griego y latín, así que tampoco necesitaban más para conocer las Escrituras.
  • En esos años, cuando ni siquiera los reyes sabían leer, fueron los monjes católicos quienes copiaron los libros sagrados, una y otra vez, a mano, en una labor incansable. En 1450, cuando Johannes Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles, uno de los primeros libros en ser impreso fue una Biblia católica
  • Es falso que hubiera castigos canónicos por traducir la Biblia. Si hubo algunas ediciones prohibidas por la autoridad civil, fue por temor de que contuvieran un texto gravemente manipulado. Eso era percibido como un peligro por toda la comunidad, tal como hoy en día se sanciona la falsificación de dinero [2].
En respaldo a esta leyenda negra, se suele mencionar el Concilio de Toulouse, que en 1229 efectivamente ordenó que se prohibiera a los fieles mantener en su poder copias en idioma común de secciones de las Escrituras. Sin embargo, esa nunca fue una resolución general de la Iglesia, ni se pensó que se aplicara a todos los fieles. Fue la decisión de un grupo de obispos, hoy en día hablaríamos de un sínodo local o conferencia episcopal, para enfrentar el grave conflicto político religioso que esa región de Francia estaba atravesando. Estas mentiras se suelen sazonar además con afirmaciones claramente absurdas, como que este concilio de 1229 puso a la Biblia en el índice de libros prohibidos, peros es índice no existió sino hasta muchos siglos más tarde.

Igualmente transparente es la mentira de que Lutero fuera excomulgado por traducir la Biblia, o que arriesgara pena de muerte por hacerlo. Para descartar lo primero, basta notar que el Papa León X emitió la bula de excomunión, Decet Romanum Pontificem, en enero de 1521; y que Lutero público su traducción del Nuevo Testamento en 1522, y la del Antiguo Testamento, en colaboración, en 1534, es decir 13 años después. El texto de la bula, disponible en la red, en nada se refiere a una traducción de la Biblia, y no podría hacerlo, pues todavía no existía.

Respecto a lo segundo, que alguna vez se estableciera la pena de muerte por traducir la Biblia, es una de esas acusaciones que se repiten al pasar en medio de muchas otras, pero sin nunca entregar una referencia concreta. A lo largo de la historia, la Iglesia ha producido una cantidad enorme de documentos, de todo tipo, pastoral, jurídicos, doctrinarios y místicos, y de existir un canon o decreto en ese sentido, lo esperable sería que se pudiera demostrara con facilidad. No es así, sin embargo, pero se difunden sin fundamento estas mentiras.

¿Solo el Papa puede interpretar la Biblia?

Al hablar del supuesto temor que tendría la Iglesia a que los fieles leyeran y conocieran las escrituras, se dice que incluso en la actualidad a los católicos se les prohíbe interpretar la Biblia, y que solamente el Papa y los obispos podrían hacerlo. En este sentido, se cita el Catecismo de la Iglesia Católica, donde señala que “El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él” [3]. Con esto, se concluye que, según Roma, solo el Papa y los obispos tendrían la habilidad de interpretar la Palabra de Dios.

Uno podría entender la confusión que provocan las palabras del Catecismo, porque su verdadero sentido radica en una sutileza, incluso podríamos hablar de un tecnicismo. La clave para entender lo que se nos quiere aquí, radica en distinguir entre la interpretación que podamos hacer cada uno de nosotros, y el llamado “oficio de interpretar auténticamente”.

Es claro que cualquiera de nosotros puede tomar la Biblia, leerla, reflexionar sobre lo que lee y, con la ayuda del Espíritu Santo, comprender lo que nos dice y de qué forma se aplica en nuestra vida. Eso hacían los israelitas primero, y luego los cristianos, y ha dado lugar a incontables obras de fieles y santos cristianos, que no eran obispos ni Papas, pero que tenían una estrecha familiaridad y conocimiento de la Palabra de Dios escrita, que han escudriñado y profundizado en sus sentido. De esta capacidad también dependen los numerosos libros de teología que se publican cada año, las investigaciones teológicas y las carreras de muchos académicos.

Cualquiera de nosotros puede tomar la Biblia e interpretarla, como decíamos, pero ¿qué ocurre si los cristianos comprenden un mismo texto de forma diferente? Por sí solos, ninguno de ellos puede decir que el otro está errado y que su opinión es más verdadera, y casi siempre se admite que ambas interpretaciones son posibilidades que admite un mismo texto. Con esto se reconoce que la Biblia, por haber sido inspirada por Dios, puede tener varios sentidos para resultar relevante para personas de diferentes lugares y épocas.

Sin embargo, hay veces en que no es posible decir eso, en que una interpretación es incompatible con otras, en un asunto de gran importancia. La historia es testigo de numerosas disputas entre cristianos, por motivos de diferencias en cuestiones de doctrina, donde ambas facciones decían sostener su opinión en el sentido claro de la Biblia ¿Qué hacer en ese caso? Una posibilidad sería dividir la Iglesia, y que cada cristiano decidiera cuál interpretación es la correcta, pero a lo largo del tiempo eso terminaría por reducir la cristiandad a un conjunto de grupitos en constante debate. Otra opción sería declarar que a fin de cuentas el asunto no era tan importante, pero incluso esa declaración tendría que hacerla un tercero imparcial a ambas interpretaciones.

La Iglesia plantea una tercera alternativa: el oficio de interpretar auténticamente, que ejerce el Magisterio a través del Papa y de los obispo en comunión con él. Esto significa que, donde hay interpretaciones incompatibles sobre un asunto de importancia, el Magisterio puede decirnos cuál es la opción correcta, en razón de que Jesús confió a esta Iglesia la Palabra de Dios, que se expresan en la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura [4]. Por eso, porque es una función que implica interpretar con la autoridad recibida del Maestro, se habla del “oficio de interpretar auténticamente”, que solo tienen el Papa y los obispos en comunión con él, y que no tenemos el resto de los católicos.

En resumen, no es que los católicos no podamos leer o interpretar la Biblia, de hecho lo hacemos diariamente, incluso dando lugar a opiniones que se alejan de una lectura tradicional, lo que puede ser legítimo hasta cierto punto. Aquí el Catecismo está hablando de algo diferente y es que, “cuando la sangre llega al río”, cuando es realmente importante decidir entre dos interpretaciones, los católicos tenemos una herramienta para determinar cuál es la verdadera: el Magisterio del Papa y los obispos, y su oficio de interpretar auténticamente [5].
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NOTAS:
[1] San Jerónimo de Estridón (340-420) es uno de los padres de la Iglesia, y el mayor experto de su tiempo en griego, latín y hebreo.
[2] Sin ir más lejos, el propio Martín Lutero al traducir la Biblia al alemán se arrogó la potestad de agregar la palabra “solo” a Rm 3,28 (“Porque nosotros estimamos que le hombre es justificado [solo] por la fe, sin las obras de la Ley”) pues correspondía mejor a su doctrina. También decía que la Epístola de Santiago debía ser quitada de la Biblia, por enseñar que las obras eran importantes para la salvación.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 100.
[4] Cf. Constitución Dogmática Dei Verbum, Concilio Vaticano II, 1965.

[5] En las disciplinas jurídicas se ha conservado esta forma de hablar. El diccionario de la Real Academia Española todavía define “interpretación auténtica” como “la que de una ley hace el mismo legislador”.

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