jueves, 9 de noviembre de 2017

DOS MUNDOS, DOS AMORES


Las Metamorfosis de Ovidio y la Sagrada Escritura.
El amor entre un hombre y una mujer ha sido sin duda uno de los motivos dominantes de la literatura universal.
Por: Ismael González, L.C. | Fuente: http://www.regnumchristi.org/ Revista In-formarse No. 53
El amor entre un hombre y una mujer ha sido sin duda uno de los motivos dominantes de la literatura universal, quizá el que más: desde los devaneos de Zeus o Afrodita, la belleza deslumbrante de Helena que provoca la guerra de Troya, el enamoramiento fatal de Dido por Eneas, pasando por las parejas de Dante y Beatriz, don Quijote y su Dulcinea, Romeo y Julieta, hasta los novios Lucía y Renzo de Alessandro Manzoni o las pasiones suicidas de Madame Bovary y Ana Karenina.

Aquí exploraremos someramente dos obras que han permeado el humus literario de Occidente: la Biblia y las Metamorfosis de Ovidio. Son dos obras que en el campo de la literatura pueden representar nuestras raíces culturales judeocristianas y grecolatinas. En ellas subyacen las dos concepciones del amor humano que vamos a comparar: el ágape y el eros.

Comencemos con las Metamorfosis y su autor, el poeta latino Publio Ovidio Nasón (43 a.C.-17 d.C.). Famoso poeta elegíaco desde su juventud, escribió a sus veinte años los Amores, res libros en cincuenta elegías dedicadas a su amorío con una muchacha llamada Corina. En esa misma época publicó las Heroides, una colección de veintiuna cartas de «heroínas» o personajes femeninos de la mitología, dirigidas a sus amados. Más notoria será después su Ars amatoria, tres libros con consejos y recomendaciones sobre la galantería entre hombres y mujeres. Estas obras y otras menores (Remedia amoris y Medicamina faciei) consagraron a su autor como «poeta erótico» ya antes de escribir las Metamorfosis.

Las Metamorfosis constituyen un poema épico de quince libros con el que Ovidio pretende contar la historia desde la creación del mundo («ab origine mundi ad mea perpetuum deducite carmen») hasta la supuesta deificación del emperador Julio César. Gracias a este entretejido ágil y plástico de más de 250 narraciones, la posteridad ha podido conocer muchas historias de la mitología grecolatina. En sus personajes –dioses, seres humanos, la flora y la fauna, el reino mineral o los astros– sucede una y otra vez el fenómeno de la metamorfosis o transformación en otro ser. Ha sido una de las obras clásicas más leídas, sobre todo en la época del Renacimiento, y ha influido en otras artes: las pinturas de Tiziano (Venus y Adonis, El rapto de Europa), las de Sandro Boticelli (La primavera, El nacimiento de Venus), las de Diego Velázquez (Las hilanderas, La fragua de Vulcano) o las esculturas de Gian Lorenzo Bernini (El rapto de Proserpina o Apolo y Dafne).

Los personajes de este poema son pasionales, dominados por el impulso de un amor a primera vista que quieren satisfacer de inmediato. A menudo el ser deseado se resiste y huye en medio de un bosque frondoso y fresco. En estos embrollos es donde sucede la metamorfosis, sea como disfraz del seductor, como escape de la insidiada o como castigo por parte de una divinidad celosa.

Resulta evidente el predominio del eros, para el que los ojos son una vía automática: «Phebus amat Visaeque cupit conubia Daphnes»; la ninfa Eco mira y se enciende («vidit et incaluit») por Narciso, el cual a su vez queda cautivado de sí al ver su propia belleza; Perseo, mientras vuela con sus sandalias aladas, ve a Andrómeda encadenada en las rocas, se inflama («trahit inscius ignes et stupet») y casi se cae al mar. El lenguaje mismo desvela la naturaleza de este amor (ignis, flamma, ardor, aestus), y quien está preso de él, rebulle, arde, se consume (aestuat, ardet, uritur). De esta manera se genera una exuberante variedad de situaciones donde prevalece la fogosidad sobre la razón. Omisión importante son los términos Cura y dolor para referirse a las «penas de amor» (en otros poetas latinos, Propercio o Tibulo, son sinónimo de amor), lo cual pone más de manifiesto el carácter exclusivamente sensual y voluptuoso del amor ovidiano. Por otra parte, las fidelidades conyugales son raras y están contadas: Céfalo y Procris, Ceix y Alcíone, Orfeo y Eurídice, Filemón y Baucis, Deucalión y Pirra.

En general, la pasión romántica se muestra dramática y con consecuencias fatales. La antítesis entre el furor/cupido (θυμ?ς) y la ratio/mens (βο?λευμα) se observa en algunos personajes patológicos y sobre todo en las figuras femeninas. Llama la atención el caso de Medea, hija de Eetes, rey de la Cólquida: en cuanto Jasón llegó en busca del vellocino de oro, quedó enamorada y dividida entre su deseado y la fidelidad a su padre; terminará por ceder ayudando con su hechicería al joven argonauta, sin dejar de considerarlo como una traición, y no le quedará más remedio que huir. Su lamento anticipa el de san Pablo (cf. Rom7, 19-21) casi literalmente: «aliudque cupido, mens aliud suadet:video meliora proboque, deteriora sequor».

Esta breve reseña de las Metamorfosis de Ovidio ha querido ser un ejemplo de los excesos e insuficiencia del eros. La potencia del amor erótico en el mundo precristiano grecolatino se revelaba contradictoria: por una parte prometía plenitud, felicidad y hasta comunión con lo divino, y por otra se escapaba y nunca saciaba, cosa clara en el caso de los mortales sometidos al capricho de los dioses. Y sin embargo, esta promesa de felicidad persistía en el corazón. ¿Ha habido solución a ese lamento de Medea, a la ruptura que experimentaba? Se trata de un anhelo siempre actual. Veamos la respuesta del humanismo cristiano.

La primera encíclica del papa Benedicto XVI nos ofrece algunas pistas: «El Eros ebrio e indisciplinado no es elevación, “éxtasis” hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el Eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser». Sigue más adelante: «Esto no es rechazar el Eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza». Con estas reflexiones Benedicto XVI apuntaba cómo la fe cristiana jamás condenó el eros sino que quiso preservarlo de toda desviación e integrarlo con otro tipo de amor, desinteresado y de donación, el ágape. Con frecuencia se han contrapuesto estos amores, pero la auténtica propuesta cristiana es una integración de ambos: «En realidad, eros y ágape—amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general».

Por lo demás, es de sumo interés la primera parte de esta encíclica para un acercamiento especulativo a la realidad del amor y para un recto entendimiento de la posición cristiana. Las anteriores referencias sirvan como nexo entre las Metamorfosis de Ovidio y la Biblia: es patente el carácter erótico de las primeras; en cambio, en las páginas sagradas el amor se describe principalmente como ágape, sin que por ello se deje de reconocer la belleza del amor entre un hombre y una mujer.

En cuanto a la  Sagrada Escritura, palabra de Dios, cabe la pregunta de si tiene algo que decirnos sobre al amor humano, sobre su relación de naturaleza erótica. El amor es un tema recurrente en toda la Escritura, que se despliega como alianza o comunión entre Dios y el hombre, entre Dios y su pueblo elegido o entre Cristo y su Iglesia en el culmen de la revelación. Esta imagen del amor no es ajena a ese arquetipo privilegiado del amor humano. No consiste en un amor espiritualizado, desarraigado de la experiencia vital de los seres humanos. El mismo papa Benedicto XVI recordaba que el amor de Dios por su pueblo viene descrito con «imágenes eróticas audaces» en los profetas Ezequiel y Oseas. Ciertamente el sustantivo Eros aparece dos veces en la Biblia griega y en un contexto más bien negativo (cf. Prov7, 18; 30, 16), lo que denota la novedad de la fe en el único Dios verdadero; no obstante, se puede afirmar que el amor de Dios es también eros: «Estos textos bíblicos [Os3, 1-3; Ez16, 1-22] indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso espera el “sí” de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa». El ágape no destruye el eros, sino que lo asume y purifica: «Se podría decir, incluso, que la revelación del eros de Dios hacia el hombre es, en realidad, la expresión suprema de su ágape. En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros».

Además de tales imágenes del amor de Dios, asomémonos a tres pasajes donde se reconoce, eleva y santifica la relación amorosa entre el varón y la mujer. Los primeros dos capítulos del Génesis son el primer paso obligado. Hay que resaltar que Dios creó todo con sabiduría y bondad, máxime en su creatura predilecta: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gén1, 27). Dios mismo quiso lo mujer para el varón y el varón para la mujer: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que lo ayude» (Gén2, 18). Aquí se nota la soledad existencial de Adán aun en medio de todos los animales. Por ello Dios lo sume en un sopor y de una costilla suya le formará a la mujer. Dios hace que Adán sueñe y después de despertarlo le presenta a la mujer. Estos versículos son de un primor especial, pues Adán responde estupefacto al ver a Eva: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será “mujer” [en el original hebreo, ishá], porque ha salido del varón [ish]» (Gén2, 23). Este primer encuentro del hombre y la mujer, caracterizado por el asombro y la fascinación, es propiciado por Dios mismo, quien los creó a ambos para una comunión profunda: «Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gén2, 24).

Otro pasaje singular del amor es el caso de Tobías y Sara. Tobías, animado y protegido por el arcángel Rafael, no duda en pedir la mano de la hermosa Sara, a pesar de que ya han sido siete los varones que esta joven había desposado y que habían muerto a causa del demonio en cuanto intentaban acercarse a ella. Ya con la protección del arcángel y de Dios, el matrimonio será consumado. Es bellísima la descripción de la primera noche de entrega de estos castos esposos:

Tobías se levantó de la cama y dijo a Sara: «Levántate, mujer, Vamos a rezar pidiendo a nuestro Señor que se apiade de nosotros y nos proteja». Ella se levantó y comenzaron a suplicar la protección del Señor. Tobías oró así: «Bendito sea Dios, Dios de nuestros padres, y bendito tu nombre por siempre. Que por siempre te alaben los cielos y todas tus creaturas. Tú creaste a Adán y le diste a Eva, su mujer, como ayuda y apoyo. De ellos nació la estirpe humana. Tú dijiste: “No es bueno que el hombre esté solo; hagámosle una ayuda semejante a él”. Al casarme ahora con esta mujer, no lo hago por impuro deseo, sino con la mejor intención. Ten misericordia de nosotros y haz que lleguemos juntos a la vejez». Los dos dijeron: «Amén, amén». Y durmieron toda la noche.

Y el tercer pasaje es más bien un libro entero, el Cantar de los cantares, cuyo tema central es el amor nupcial. Son muy vivas e íntimas sus expresiones poéticas: «¡Béseme con los besos de su boca! ¡Tus amores son más dulces que el vino! ¡Qué exquisito el olor de tus perfumes; aroma que se expande es tu nombre; por eso te aman las doncellas!» (Cant1, 2-3). «En mi lecho, por la noche, buscaba el amor de mi alma; lo buscaba y no lo encontraba [...]. Lo abracé y no lo solté, hasta meterlo en mi casa materna, en la alcoba de la que me concibió» (Cant3, 1-4). «Mi amado llama: “Ábreme, hermana mía, amada mía, mi paloma sin tacha; que mi cabeza está cubierta de rocío, mis rizos del relente de la noche” [...]. Mi amado introdujo su mano por el postigo, y mis entrañas se estremecieron por él» (Cant5, 2-4). Ahora bien, ¿se trata de una mera alegoría del amor de Dios? Baste anotar que se puede aplicar la alegoría, pero sin caer en un angelismo desencarnado. Es iluminador el pensamiento del papa san Juan Pablo II:

Sin embargo, a la vez, se ha comenzado a leer el libro en su significado más evidente, como un poema exaltante del natural amor humano (cf. Rowley, Young, Laurin). [...] D. Lys constata que el contenido del Cantar de los Cantares es, al mismo tiempo, sexual y sacral. Cuando se prescinde de la segunda característica, se llega a tratar al Cantar como una composición erótica puramente laica, y cuando se ignora la primera, se cae en el alegorismo. Solamente poniendo juntos estos dos aspectos, se puede leer el libro de modo justo.

Con estas alusiones del Antiguo Testamento emerge con claridad la sacralidad del amor humano que pertenece al genuino humanismo cristiano. Los extremos excluyentes del eros y el ágape no satisfacen y no serían humanizantes. Así es como el eros no se relega como algo nocivo o impropio del hombre y queda ennoblecido con el sentido trascendente de la vida. Lejos queda la tristeza y cierta desesperación que se entrevera en algunos personajes ovidianos, como es el caso de la joven Mirra después de un amor incestuoso: «O siqua patetis numina confessis, merui nec triste recuso supplicium. Sed ne violem vivosque superstes mortuaque extinctos, ambobus pellite regnis, mutataeque mihi vitamque necemque negate!». Más allá de la pródiga alegría, el suspiro virgiliano también se nota en los amores sensuales paganos: «Sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt».


La clave para la comprensión y vivencia plena del amor humano la encontraremos en el corazón del cristianismo: «Queridos hermanos y hermanas, miremos a Cristo traspasado en la cruz. Él es la revelación más impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y ágape, lejos de contraponerse, se iluminan mutuamente. En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros».

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