martes, 5 de diciembre de 2017

HISTORIA DEL DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN


No siendo éste dogma de los que la Sagrada Escritura consigna con claridad absoluta, fue necesario escudriñar lo que enseñó la Sagrada Tradición y acudir al común sentir de la Iglesia.
Por: Pascual Rambla, o.f.m. | Fuente: Franciscanos.org
1.- ¿Evolucionan los dogmas de la Iglesia? Tal podría ser la pregunta que se formulase el lector. Sí y no. No evolucionan en su contenido, es decir, lo que hoy es verdadero, mañana o dentro de un siglo no vendrá a ser falso; pero sin evolucionar en lo que afirman o niegan, pueden evolucionar y evolucionan en la conciencia que de ellos va adquiriendo la misma Iglesia. Para poner una comparación, cada dogma (que vale lo mismo que una verdad revelada por Dios) es una semillita que el mismo Cristo ha sembrado en el campo fecundo de su Iglesia; semilla que germina, crece y se desarrolla cuando las circunstancias lo favorecen. Sino que, en nuestro caso, el tempero lo da el mismo Espíritu Santo, aquel espíritu de verdad del que decía Cristo a los Apóstoles: «Cuando yo me vaya, Él os guiará y os enseñará toda verdad, recordándoos cuanto os dije». No todo lo que Jesús hizo o dijo quedó escrito, ni tampoco cuanto enseñaron los Apóstoles que de Él recibieron el depósito de la fe. Pero nada se perdió. Parte de sus enseñanzas, las no escritas, quedaron como en el subconsciente de la Iglesia, y aflora cuando suena la hora de la Providencia, en forma tan clara y patente, que muchas veces no puede ser ahogada ni por la autoridad de los Doctores, como en el caso de nuestro dogma.

2.- Porque el dogma de la Inmaculada Concepción de María es de los clásicos para demostrar la fuerza inmanente que lleva toda doctrina divina depositada en la parcela de Dios, que es la reunión de los fieles con sus Pastores y el Sumo Pontífice romano, que los preside.

3.- Lo vamos a constatar en la Historia del dogma. No siendo éste de los que la Sagrada Escritura consigna con claridad absoluta, fue necesario, para llegar a la definición del mismo, escudriñar lo que enseñó la tradición y acudir al común sentir de la Iglesia.

I.- LA INMACULADA CONCEPCIÓN EN LOS PRIMEROS SIGLOS

En los primeros siglos del cristianismo, los Santos Padres no se propusieron el problema de la Concepción Inmaculada de María. Recuérdese lo que hemos dicho en el capítulo primero de nuestro Tratado, al propósito. Pero la doctrina sobre el privilegio de María está contenida, como el árbol en la semilla, en las enseñanzas de los mismos Padres al contraponer la figura de María a la de Eva en relación con la caída y la reparación del género humano; al exaltar, con palabras sumamente encomiásticas, la pureza admirable de la Virgen; y al tratar sobre la realidad de su maternidad divina. Tres principios de la ciencia sobre María que dejaron firmísimamente sentados los primeros Doctores de la Iglesia.

1.º El principio de recapitulación
1.- Con estas palabras: principio de recapitulación, recirculación o reversión, es conocida la doctrina patrística sobre el plan divino de la salvación del género humano.

2.- A los antiguos Padres llamó poderosísimamente la atención, no menos que a nosotros, el bello vaticinio sobre la Redención humana contenido en el Protoevangelio. Y habiendo escrito San Pablo que Cristo es el nuevo Adán, completaron sin esfuerzo el paralelismo, contraponiendo María a Eva. Apenas podrá hallarse un Santo Padre que no eche mano de este recurso al hablar de la Redención. Y es tan constante la doctrina, tan universal el principio, que no es posible no admitir que arranque de la misma tradición apostólica.

3.- Citemos, por todos, a San Ireneo: «Así como aquella Eva, teniendo a Adán por varón, pero permaneciendo aún virgen, desobediente, fue la causa de la muerte, así también María, teniendo ya un varón predestinado, y, sin embargo, virgen obediente, fue causa de salvación para sí y para todo el género humano... De este modo, el nudo de la desobediencia de Eva quedó suelto por la obediencia de María. Lo que ató por su incredulidad la virgen Eva, lo desató la fe de María Virgen». Es decir, que como un nudo no se desata sino pasando los cabos por el mismo lugar, pero a la inversa, así la redención se obró de modo idéntico, pero a la inversa de la caída.

4.- Este paralelismo, que contiene dos aspectos, semejanza y contraposición, está repetido, según acabamos de decir, como un principio básico al tratar de María. Y como es fácil comprender, no alcanza toda su fuerza sino poniendo los extremos de la contraposición en igualdad de circunstancias: Eva, virgen e inocente, es causa de la ruina del género humano; María, Virgen e inocente también, causa de su salvación; Eva, adornada desde el momento de su existencia de la gracia, reclama, en la comparación, a María, también con la gracia desde el primer momento de su ser.

La legitimidad del principio de recapitulación ha sido declarada por el Papa Pío IX en su Bula dogmática sobre la Inmaculada.

2.º Exaltación de la pureza de María
1.- Un coro unánime de voces proclama a María purísima, sin mancha, la más sublime de las criaturas, etc. En esta universal aclamación de la pureza de María ha de haber, necesariamente, un principio general que la impulse. Los Santos Padres de la antigüedad no estaban mucho más informados que nosotros sobre la vida de la Virgen. ¿Qué les mueve, pues, a afirmar con tanto énfasis, con tanta seguridad, que María no admite comparación en su grandeza y elevación moral con criatura alguna? Su divina Maternidad. Evidentemente, sus alabanzas arrancan del principio que más tarde formuló San Anselmo: «La Madre de Dios debía brillar con pureza tal, cual no es posible imaginar mayor fuera de la de Dios». Ahora bien, para admitir su Concepción Inmaculada, caso de proponerse la pregunta, no necesitaban cambiar de rumbo. Bastaba sacar las consecuencias del principio sentado y admitido.

2.- Leamos algo de estas loas dedicadas a la Virgen.
San Hipólito, mártir, dice: «Ciertamente que el arca de maderas incorruptibles era el mismo Salvador. Y por esta arca, exenta de podredumbre y corrupción, se significa su tabernáculo, que no engendró corrupción de pecado. Pues el Señor estaba exento de pecado y estaba, en cuanto hombre, revestido de maderas incorruptibles, es decir, de la Virgen y del Espíritu Santo, por dentro y por fuera, como de oro purísimo del Verbo de Dios». Y en otra parte llama a María, «toda santa, siempre Virgen, santa, inmaculada Virgen».

En las actas del martirio de San Andrés, apóstol, se leen estas palabras que el Santo dirigió al Procónsul: «Y puesto que de tierra fue formado el primer hombre, quien por la prevaricación del árbol viejo trajo al mundo la muerte, fue necesario que, de una virgen Inmaculada, naciera hombre perfecto el Hijo de Dios, para que restituyera la vida eterna que por Adán perdieron los hombres». Aunque estas actas, como algunos opinan, no sean genuinas, es decir, contemporáneas de San Andrés, tienen una venerable antigüedad y nos atestiguan lo que entonces se pensaba de la Santísima Virgen.

San Efrén de Siria, apellidado Arpa del Espíritu Santo, canta de este modo a la Virgen: «Ciertamente tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu Madre mancha alguna». Y en otras partes llama a María, Inmaculada, incorrupta, santa, alejada de toda corrupción y mancha, mucho más resplandeciente que el sol, etc.

San Ambrosio pone en labios del pecador: «Ven, pues, Señor Jesús, y busca a tu cansada oveja, búscala, no por los siervos ni por los mercenarios, sino por ti mismo. Recíbeme, no en aquella carne que cayó en Adán. No de Sara, sino de María, virgen incorrupta, íntegra y limpia de toda mancha de pecado».

Y San Jerónimo: «Proponte por modelo a la gloriosa Virgen, cuya pureza fue tal, que mereció ser Madre del Señor».

La lista podría alargarse muchísimo más. La conclusión es la siguiente: los Santos Padres no se proponen la pregunta sobre la Inmaculada Concepción, pero son tales las alabanzas que dirigen a la pureza de María, que, caso de plantearse la cuestión, hubieran llegado a la verdad por el mismo camino que seguían. Y desde luego, lo que les impulsa a la alabanza tan unánime y fervorosa de la pureza de María es la existencia de una tradición que puede calificarse de apostólica, derivada de las enseñanzas de los Apóstoles.

II.- LA INMACULADA CONCEPCIÓN HASTA LA EDAD MEDIA

A partir del siglo IV, la Iglesia occidental no corre parejas con la oriental en profesar la Concepción Inmaculada de María. La herejía nestoriana que atacó directamente, única en la historia, la prerrogativa máxima de la Virgen, su divina maternidad, y que iba extendiéndose en el siglo V, ofreció más frecuente ocasión y aun necesidad de exaltar la soberana figura de la Bienaventurada Madre de Dios; al paso que en Occidente, en esta misma época, el hereje Pelagio desfiguraba el concepto de pecado original y sus funestas consecuencias en los hombres, por lo que los Padres se ven constreñidos a tratar antes de la universalidad del pecado que de la gloriosa excepción que representa la Virgen.

Leamos algunos testimonios de una y otra Iglesia.

1.º La Iglesia oriental
1.- En la Iglesia oriental encontramos el esforzado defensor de la maternidad divina de María, San Cirilo, que escribe: «¿Cuándo se ha oído jamás que un arquitecto se edifique una casa y la deje ocupar por su enemigo?». No se puede expresar más claramente la idea de la Concepción Inmaculada.

Y Teodoto de Ancira: «Virgen inocente, sin mancha, santa de alma y cuerpo, nacida como lirio entre espinas». Y en otra parte: «María aventaja en pureza a los serafines y querubines».

Proclo, secretario de San Juan Crisóstomo, en el mismo siglo V, dice de María que está formada «de barro limpio», es decir, de naturaleza humana, pero incontaminada.

2.- En el siglo VI, leemos en un himno compuesto por San Jaime Nisibeno: «Si el Hijo de Dios hubiera encontrado en María una mancha, un defecto cualquiera, sin duda se escogiera una madre exenta de toda inmundicia». Y a la santidad de María la califica de «Justicia jamás rota».

San Teófanes alaba así a María: «Oh, incontaminada de toda mancha». Y en otra parte: «El purísimo Hijo de Dios, como te hallase a Ti sola purísima de toda mancha, o totalmente inmune de pecado, engendrado de tus entrañas, limpia de pecados a los creyentes».

San Andrés de Creta: «No temas, encontraste gracia ante Dios, la gracia que perdió Eva... Encontraste la gracia que ningún otro encontró como Tú jamás».

Y en la carta a Sergio, aprobada por el Concilio Ecuménico VI, Sofronio dice de María: «Santa, inmaculada de alma y cuerpo, libre totalmente de todo contagio».

En adelante, la palabra Inmaculada, Purísima, ya no se refiere directamente a la sola virginidad de María. A medida que van adelantando los siglos se va perfilando con mayor precisión la idea de la Concepción Inmaculada.

Y así en el siglo VIII podemos leer estas palabras tan claras de San Juan Damasceno: «En este paraíso (María) no tuvo entrada la serpiente, por cuyas ansias de falsa divinidad hemos sido asemejados a las bestias».

En los siglos IX y X se contornea aún con mayor claridad la Concepción sin mancha de María. San José el Himnógrafo: «Inmune de toda mancha y caída, la única Inmaculada, sin mancha, sola sin mancha», dice de la Virgen.

Y San Juan el Geómetra en un hermoso verso: «Alégrate, Tú, que diste a Cristo el cuerno mortal; alégrate, Tú, que fuiste libre de la caída del primer hombre».

No es necesario proseguir porque en adelante la palabra Inmaculada, entre los orientales, ya tiene un significado preciso y concreto: la exención de María del pecado original. Además, desde el siglo VII la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción, aunque no fuera universalmente. Sobre el significado de la fiesta oigamos a San Juan de Eubea: «Si se celebra la dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará con mayor razón esta fiesta tratándose de la edificación del templo de Dios, no con fundamentos de piedra, ni por mano de hombre? Se celebra la concepción en el seno de Ana, pero el mismo Hijo de Dios la edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la cooperación del santísimo y vivificante Espíritu». Como se observará, en estas palabras se menciona la creación de María y, asimismo, su santificación, como insinúa la alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.

2.º En la Iglesia occidental
1.- En la Iglesia occidental, el proceso hasta llegar a la confesión clara y paladina de la Concepción Inmaculada de María resultó más lento debido a circunstancias especiales que lo entorpecieron. Pero el concepto que los Santos Padres manifiestan tener de la grandeza espiritual y moral de la excelsa Madre de Dios no desmerece ni cede en nada al de los orientales. La admisión de una mancha en María hubiera producido en Occidente, al igual que en el Oriente, un escándalo entre los fieles, y hubiera chocado con la idea que se profesaba sobre la santidad eximia de la Bienaventurada Virgen. Y en efecto, de ello echó mano el hereje Pelagio para atacar a su contrincante San Agustín, en la discusión sobre el pecado original que aquél negaba. Juliano, discípulo del hereje, escribía dirigiéndose al Obispo de Hipona: «Tú entregas a María al diablo por razón del nacimiento», es decir, si afirmas que el pecado original se trasmite por generación natural, María fue súbdita del diablo, porque de esta manera descendió y de este modo fue concebida por sus padres.

A esto contestó el Santo Doctor: «La condición del nacimiento se destruye por la gracia del renacimiento». Se discute si, con estas palabras, el santo Obispo admitió la Inmaculada Concepción. Pero es lo cierto que nuestro Doctor enseña que los pecados actuales tienen su origen en el pecado original. «Nadie, dice, está sin pecado actual, porque nadie fue libre del original». Ahora bien, opina que María no tuvo pecado actual alguno. «Excepto la Virgen María, de la cual no quiero, por el honor debido al Señor, suscitar cuestión alguna cuando se trata de pecado... Si pudiéramos congregar todos los santos y santas... cuando aquí vivían, ¿no es verdad que unánimemente hubieran exclamado: Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos y no hay verdad en nosotros?». Así, según el principio que sienta el mismo Santo Doctor, hemos de concluir que María careció del pecado original.

En esta misma época, hacia el 400, encontramos el máximo poeta cristiano Prudencio que, interpretando la fe de la Iglesia en la pureza sin mancha de María, canta en escogidos versos: «La víbora infernal yace, aplastada la cabeza, bajo los pies de la mujer. Por aquella virgen, que fue digna de engendrar a Dios, es disuelto el veneno, y retorciéndose bajo sus plantas, vomita impotente su tóxico sobre la verde yerba».

2.- En el siglo V, San Máximo escribe estas palabras: «María, digna morada de Cristo, no por la belleza del cuerpo, sino por la gracia original».

Al revés de lo que sucede en Oriente, en Occidente, a medida que van avanzando los siglos, se habla con mayor cautela sobre este asunto. No que se nuble por completo la creencia en la Concepción Inmaculada de María, pues sabemos que pronto comenzó a celebrarse su fiesta, sino que los autores eclesiásticos, por la autoridad de San Agustín, cuya opinión sobre este misterio es dudosa, y ante la necesidad de defender el dogma cierto de la universalidad del pecado original y sus consecuencias, se ven constreñidos antes a tratar de este punto que a establecer e ilustrar la excepción que constituye María a la ley universal del pecado.

Buena prueba de que la fe en este glorioso privilegio de María no quedó ofuscada nos la suministra la Liturgia. Dícese que en el siglo VII, y por obra de San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, ya se celebraba la fiesta de la Concepción Inmaculada en España. Algunos, empero, dudan de la autenticidad del documento en que se apoyan los que lo defienden.

Pero con toda seguridad se celebraba ya en el siglo IX, como aparece por el calendario de mármol de Nápoles, que reza: «Día 9 de diciembre, la Concepción de la Santa Virgen María». La fecha de la celebración (la misma en que la celebran los orientales) indica que la fiesta transmigró de Oriente, con el que mantenía intensa relación comercial Nápoles. No es ésta la única constancia que queda de la celebración litúrgica. Por los calendarios de los siglos IX, X y XI sabemos que se celebraba también en Irlanda e Inglaterra.

3.- Pero, a pesar de la celebración litúrgica, el significado de la solemnidad no estaba teológicamente fijado. Y no deja de llamar la atención que fuese el Santo quizá más devoto de María quien frenase los impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica más enconada de la historia de los dogmas. Me refiero a San Bernardo.

Habiendo llegado a sus oídos que los monjes de Lyón, en 1140, introdujeron la fiesta, el Santo Abad les escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él llama una innovación «ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua». La carta es uno de los mejores documentos para probar la gran devoción del Santo a María. Cada vez que la nombra, la pluma le rezuma unción, y con la inimitable galanura de estilo que le caracteriza, convence al lector de que en todo el raciocinio no hay ni brizna de pasión. Impugna el privilegio porque así cree deber hacerlo.

A pesar del enorme prestigio del santo Doctor, su carta no quedó sin réplica. El primero que replicó a la misma, Pedro Comestor, ya hace notar la confusión de San Bernardo en el asunto, y distingue entre la concepción del que concibe, es decir, el acto de los padres, y la concepción del ser concebido, vale decir, la concepción activa y pasiva, que ya hemos definido antes. Ni faltó tampoco, como en toda polémica, la frase dura y encendida de parte del contradictor: «Dos veces -escribió Nicolás, monje de San Albano- fue traspasada el alma de María: en la Pasión de su Hijo y en la contradicción de su Concepción».

Aunque la carta del Doctor Melifluo no pudo impedir la extensión de la fiesta, que cada día cobró más auge, proyectó una influencia insospechada en las discusiones teológicas de los siglos posteriores.

III.- CONTROVERSIA DE LOS ESCOLÁSTICOS HASTA EL BEATO ESCOTO

1.- Los siglos XIII y XIV son los del máximo esplendor de la ciencia divina llamada Teología. Los que la cultivaron se llaman Escolásticos, y hubo varios centros de importancia, entre los más ilustres, la Sorbona de París y la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Al comentar los Escolásticos el «Libro de las Sentencias» de Pedro Lombardo, que les servía como de manual y guía para dar sus lecciones, se toparon con la cuestión de la Concepción de María. Los Doctores de París se inclinaron por la opinión maculista, y los de Oxford por la inmaculista, es decir, excluyeron a María de la común caída del pecado de origen. La victoria quedó por éstos últimos, y concretamente por el Beato Escoto, su más alto exponente y representante.

2.- En París, los Maestros se plantean la cuestión en estos términos: ¿Cuándo fue santificada la Virgen María? Santificada aquí equivale, como se verá por el contexto de toda la cuestión, a purificada. Por lo que en el mismo planteamiento del problema ya se da algo como presupuesto y seguro: que hubo en María algo que necesitaba purificación. Causa de proponerse el problema en esos términos es el error contenido en el «Libro de las Sentencias» que comentaban. El error consistía en afirmar que el pecado original se identifica con la concupiscencia de la carne, que corrompe y mancha al alma. Y ponían un ejemplo: Como la inmundicia del recipiente hace que el vino de suyo dulce se convierta en vinagre, así la concupiscencia de la carne, que se transmite por generación natural, mancha la pureza del alma. En su concepto, el pecado original tenía dos elementos: uno material, que es la concupiscencia de la carne, y otro formal, lo propiamente llamado pecado, que es la carencia de la gracia.

Partiendo, pues, del principio que la carne, inficionada por la generación natural, inficiona a su vez el alma, los Doctores de París se preguntan: ¿Cuándo fue santificada, es decir, purificada María de esta infección inherente a la carne?

3.- El primero en plantearse la cuestión en estos términos es Fray Alejandro de Halés. Sienta el principio de que a «María se le otorgó cuando podía dársele», pero no saca todas las consecuencias que de él se derivan. Y siguiendo la opinión que acabamos de exponer sobre el pecado original, se pregunta si María fue santificada en sus padres, respondiéndose que no, pues aunque ellos fueran santísimos, su santidad no pudo trasfundirse a la carne que concibieron. Continúa investigando si la carne de María fue purificada antes que su alma entrase y fuese infundida en la misma, y resuelve que tampoco, porque la carne no puede ser sujeto de santidad alguna ni de ninguna gracia. Prosigue interrogando si fue santificada en el mismo momento de infundirse el alma en el cuerpo, y se inclina también por la negativa. La conclusión es que fue santificada después de la concepción, aunque antes de nacer, porque si esto se concedió a Jeremías y al Bautista, «no puede negarse a tan excelsa Virgen lo que a otros se concedió».

4.- Sigue por el mismo camino, y con una conclusión más enérgica, el Doctor San Alberto Magno. Este cree ser de fe que María fue concebida en pecado original, pues las Escrituras, en el célebre texto de San Pablo, enseñan «que en Adán todos pecaron», y si todos, también Ella.

5.- Los dos colosos de la ciencia teológica, que continuaron la labor de enseñanza de los dos ya mencionados, prosiguen, aunque más expeditos, por el mismo sendero. Son Santo Tomás y San Buenaventura.

El Doctor Angélico, Santo Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes de sus obras, escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, «La Suma». «A la primera pregunta de si María fue santificada antes de recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede borrarse más que por la gracia, cuyo sujeto es sólo el alma. «A la segunda, es decir, si lo fue en el momento de recibir el alma», responde que ha de decirse que «si el alma de María no hubiese sido jamás manchada con el pecado original, esto derogaría a la dignidad de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos. Y así, bajo la dependencia de Cristo, que no necesitó salvación alguna, fue máxima la pureza de la Virgen. Porque Cristo de ningún modo contrajo el pecado original, sino que fue santo en su concepción misma, según aquello de San Lucas: "El que ha de nacer de Ti, santo, será llamado Hijo de Dios". Pero la Santísima Virgen contrajo ciertamente el pecado original, si bien quedó limpia de él antes del nacimiento». Y en otra parte se pregunta cuándo fue santificada, y responde: «Poco después de su concepción».

A estas palabras tan claras se les ha querido dar últimamente un significado distinto, haciendo mil equilibrios para que signifiquen que Santo Tomas no negó el privilegio de María, como si negarlo entonces supusiese defecto alguno. El Santo y ponderadísimo Doctor reiría de buena gana las acrobacias intelectuales de algunos de sus comentaristas.

San Buenaventura insinúa tímidamente la solución verdadera de la cuestión, pero se declara explícitamente partidario de la opinión maculista. Después de exponer la opinión común, escribe: «Algunos dicen que en el alma de la Santísima Virgen la gracia de la santificación se adelantó a la mancha del pecado original... Esto significa, según ellos, lo que San Anselmo dice de la Santísima Virgen: que María fue pura, con pureza tan alta, que mayor, fuera de la de Dios, no se puede imaginar. Esto no repugna a la fe cristiana, porque la misma Virgen fue liberada del pecado original por la gracia que dependía y tenía su origen en Cristo, como las demás gracias de los Santos. Estos fueron levantados después de caídos, la Virgen fue sostenida en el acto de caer para que no cayera, según la referida opinión». Ninguno había expuesto aún en París tan claramente, ni insinuado con tanta precisión, los argumentos a favor de la Inmaculada. Pero San Buenaventura se inclinó por la contraria. Tiranía de la razón que se impuso sobre los anhelos del amor.

4.- No estaba reservada a los Doctores de París la empresa de defender el privilegio de María. Cuando la doctrina contraria a la Inmaculada Concepción era corriente entre los teólogos, corroborada por la autoridad de los grandes maestros, «bajó a la palestra el Doctor providencial que Dios mandó a la Iglesia para este caso», decía el antiguo Oficio de la Inmaculada: el Beato Juan Duns Escoto.

IV.- LA INTERVENCIÓN DEL DOCTOR MARIANO

1.- El Beato Juan Duns Escoto nació en Maxton (Escocia), de la noble familia Duns. Se formó en la Universidad de Oxford, y en la misma y en París enseñó teología. Al llegar a París, la cuestión sobre la Concepción de María estaba definitivamente ventilada y resuelta en sentido negativo. Su doctrina sobre la exención de María de todo pecado chocó con el ambiente reinante en la Universidad, y, según el estilo de la época, tuvo que defender su opinión en una disputa pública con los doctores de la misma. El rotundo triunfo que alcanzó, midiendo su ingenio y saber con los Maestros más renombrados, hizo aquella discusión científica celebérrima en los anales de la Universidad y aun de la Iglesia. La leyenda y la tradición, como acostumbran con los hechos trascendentales, la han adornado con mil detalles hermosos. Las crónicas eclesiásticas aseguran que, al pasar el Doctor por los claustros de la Universidad para la discusión, se postró ante una imagen de María, implorando su auxilio, y que la marmórea imagen inclinó su cabeza. En el aula magna de la Universidad, aguardaban al Doctor todos los Maestros. Presidían la Asamblea los Legados del Papa, presentes a la sazón en París para negociar ciertos asuntos con el Rey. Sea de ello lo que fuere, la tradición nos dice que se opusieron al Doctor Mariano doscientos argumentos, que él refutó y pulverizó después de recitarlos uno tras otro de memoria. El número de argumentos, aun sin llegar a los doscientos, fue grande, porque de los fragmentos de la disputa que han llegado hasta nosotros se pueden recoger cincuenta. La nobilísima Asamblea se levantó aclamándole unánimemente vencedor. Una defensa similar del privilegio mariano tuvo lugar en Colonia, donde el triunfo alcanzado por el Defensor de María fue tal, que hasta los niños le aclamaban por las calles: ¡Vencedor Escoto!

Todos estos detalles de la leyenda demuestran la impresión que causó la defensa escotista en la imaginación de los contemporáneos que veían irremisiblemente perdida la causa en el terreno intelectual. Pero si los detalles son legendarios, queda en pie la historicidad del hecho conocido con el nombre de Disputa de la Sorbona, como ha probado con sus estudios el mariólogo P. Carlos Balic, conocido en todos los centros teológicos.

2.- Pasemos a exponer la doctrina del Doctor Mariano. Notemos ante todo que el Beato Juan Duns Escoto se plantea la cuestión de modo completamente diferente al de los que le precedieron: «¿Fue concebida María en pecado original?». Este modo de preguntar no presupone ni prejuzga nada, y tiene un sentido claro y terminante: ¿Tuvo o no tuvo el pecado original? Ello arranca de la idea que nuestro Doctor tiene del pecado de origen, hoy común a todos los teólogos. Para el Beato Escoto, el pecado original no consiste más que en la negación de la gracia que se debiera poseer. Y por eso no ha de preguntarse nada sobre la carne, como hacían los anteriores.

A la pregunta, pues, de si María fue concebida en pecado, responde: No. ¿Motivos? La perfectísima Redención de su Hijo y la honra y honor del mismo. Es decir, que la dificultad de los contrarios la esgrime él como argumento casi único. Resumámoslo: «Se afirma que en Adán todos pecaron y que en Cristo y por Cristo todos fueron redimidos. Y que si todos, también Ella. Y respondo que sí, Ella también, pero Ella de modo diferente. Como hija y descendiente de Adán, María debía contraer el pecado de origen, pero redimida perfectísimamente por Cristo, no incurrió en él. ¿Quién actúa más eximiamente, el médico que cura la herida del hijo que ha caído, o el que, sabiendo que su hijo ha de pasar por determinado lugar, se adelanta y quita la piedra que provocaría el traspié? Sin duda que el segundo. Cristo no fuera perfectísimo redentor, si por lo menos en un caso no redimiera de la manera más perfecta posible. Ahora bien, es posible prevenir la caída de alguno en el pecado original. Y si debía hacerlo en un caso, lo hizo en su Madre».

El Beato Escoto va aplicando el argumento ora desde el punto de vista de Cristo Redentor perfectísimo, ora desde el punto de vista del pecado, ora desde el ángulo de María, llegando siempre a la misma conclusión. Su argumento quedó sintetizado para la posteridad con aquellas cuatro celebérrimas palabras: Potuit, decuit, ergo fecit, pudo, convino, luego lo hizo. Podía hacer a su Madre Inmaculada, convenía lo hiciera por su misma honra, luego lo hizo.

De todo lo cual se deduce, escribe el Doctor Alastruey, en su conocida «Mariología»:
1.º Que el Doctor Mariano distingue perfectísimamente entre la ley universal del pecado de origen, en la que entra María, y la caída real. Es decir, entre el débito, como dicen los teólogos, y la contracción del pecado. María debía contraerlo por ser descendiente de Adán, pero no lo contrajo porque fue preservada. Por eso, su preservación se llama privilegio. 

2.º Que el Doctor Mariano concilia a perfección la preservación de María y su dependencia de la Redención de Cristo. Esto lo consigue distinguiendo entre la Redención curativa y la preservativa. Esta última es, en opinión suya y ante el testimonio de la razón, redención más perfecta. Por lo que María, en su privilegio, lejos de menoscabar el honor de Cristo escapando a su influjo, como temían los antiguos, depende de Él en forma más brillante y más efectiva.

3.º Finalmente, Escoto consiguió pulverizar los principales argumentos de la opinión contraria y poner en claro que nada podía deducirse de los dogmas de la fe que fuera contrario a la Concepción Inmaculada de María.

Las páginas del Doctor Mariano vinieron a ser el arsenal en que recogían armas y argumentos los defensores del privilegio de María; y al cabo de tantos siglos de disquisiciones científicas, se llegó a la definición dogmática sin que se pudiese añadir a sus páginas ni una idea, ni un argumento, ni una distinción más.

Y para que no faltase al aguerrido defensor de la Virgen el testimonio de la opinión contraria, se lo propinó el Padre Gerardo Renier, que de enemigo doctrinal pasó, como muchos a lo largo de la historia del Dogma, a adversario personal del Beato Escoto, escribiendo a propósito de sus enseñanzas en París: «El primer sembrador de esta herética maldad (la Inmaculada Concepción) fue Juan Duns Escoto, de la Orden Franciscana». Calificación teológica que, como es evidente, fue profética. No se había visto jamás que un puñado de barro lanzado contra el adversario se convirtiera en el trayecto en un manojo de rosas y lirios.

V.- HASTA LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA

1.- Siguieron al Beato Escoto, como es fácil suponer, todos los franciscanos, que le adoptaron por Maestro, y entre sus discípulos se pueden citar nombres tan ilustres como Francisco Mayrón, Andrés de Neuchateu, Juan Basols, etc. Toda la Orden Franciscana en general, escribe Campana en María en el Dogma católico, aceptó la doctrina de su Maestro de modo que, al poco tiempo, a la Concepción Inmaculada se la llamó la opinión franciscana, nombre con que fue designada hasta la definición dogmática.

2.- Perdido ya el prestigio en la Universidad de París, la opinión contraria apeló al Papa Juan XXII en su corte de Aviñón. Y a pesar de que el Pontífice estaba en grave disensión con la Orden Franciscana a causa de las controversias sobre la pobreza, tras una disputa entre un franciscano y un dominico, el Papa se inclinó por la opinión inmaculista, y como conclusión mandó celebrar la fiesta en la capilla papal. La determinación de Juan XXII significó un paso decisivo para el triunfo de la Inmaculada. Y nos hallamos en 1325, es decir, a unos veinte años solamente de la Defensa de Escoto.

2.- Un incidente que revela los sentimientos y proceder de toda una generación fue el sucedido en 1335. Juan de Monzón recibió la investidura de Doctor. En su primera lección magistral sostuvo cuatro proposiciones contra la Inmaculada Concepción. La Universidad las reprobó y confió al franciscano Juan Vital que las refutara, como hizo en su «Defensórium pro I. M. Conceptione». Confirmada la sentencia o calificación de la Universidad por el Obispo de París, el dominico apeló al Papa, ante el cual triunfó nuevamente la opinión inmaculista. Pero la lucha, escribe el P. Sola, S.J., en su libro «La Inmaculada Concepción», había llegado a su punto culminante. Como Escoto había arrastrado tras sí a toda su escuela, Monzón arrastró, asimismo, a toda la tomista. Y si los discípulos de Escoto formularon el voto de defender el privilegio hasta la sangre, los contrarios formularon, asimismo, el de defender la doctrina de Santo Tomás sobre este tema.

3.- No es necesario seguir ya más el curso de las discusiones científicas, porque en adelante la opinión maculista va perdiendo sensiblemente terreno, y su actuación, interés. Ya es conocido que en el Concilio de Basilea se tuvo un largo debate entre maculistas e inmaculistas con el triunfo de éstos, pero la decisión del Concilio quedó sin valor porque, al tomarla, el Concilio ya no era canónico. Ante Sixto IV, y nos hallamos en el siglo XV, se sostuvo otra disputa entre el dominico Bandelli y el franciscano Francisco de Brescia; la victoria de éste fue tan rotunda, que la Asamblea se levantó aclamándole Sansón, nombre con que es conocido en la Historia.

Y de triunfo en triunfo, llegamos al Concilio de Trento que, al hablar de la universalidad del pecado original, aunque no define el dogma de la excepción de María, significó su opinión con estas palabras: «Declara, sin embargo, este santo Concilio que, al hablar del pecado original, no intenta comprender a la bienaventurada e inmaculada Virgen María, sino que hay que observar sobre esto lo establecido por Sixto IV».

4.- Las palabras del Concilio fueron decisivas para la extensión de la doctrina inmaculista y no tardó mucho en ser opinión universal. Apenas se hallará una Orden religiosa que no pueda presentar nombres ilustres de grandes teólogos que favorecieron la prerrogativa de la Virgen, contribuyendo a su triunfo. La Compañía de Jesús puede presentar a Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Toledo, Suárez, San Pedro Canisio, San Roberto Belarmino y otros muchos más. La gloriosa Orden Dominicana, el celebérrimo Ambrosio Catarino, Tomás Campanella, Juan de Santo Tomás, San Vicente Ferrer, San Luis Beltrán y San Pío V, papa, etc. La Orden Carmelitana, ya en 1306, determinó celebrar la fiesta en el Capítulo General reunido en Francia, y los agustinos defendieron también la prerrogativa de la Virgen ya en 1350.

5.- La contribución de nuestra Patria [España] al triunfo del Dogma de la Inmaculada Concepción merece capítulo aparte, y por cierto bien nutrido y glorioso, pero ello nos apartaría del carácter puramente doctrinal que tienen estas breves notas históricas. Recordemos solamente, como tan significativas, las legaciones de nuestros reyes a los Sumos Pontífices pidiendo la definición del dogma. Por eso Pío IX quiso que el monumento a la Inmaculada, después de su definitivo oráculo, se levantara en la romana Plaza de España.

VI.- LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA DE LA INMACULADA

1.- El Papa Pío IX, de feliz memoria, se decidió a dar el último paso para la suprema exaltación de la Virgen, definiendo el dogma de su Concepción Inmaculada. Dícese que en las tristísimas circunstancias por las que atravesaba la Iglesia, en un día de gran abatimiento, el Pontífice decía al Cardenal Lambruschini: «No le encuentro solución humana a esta situación». Y el Cardenal le respondió: «Pues busquemos una solución divina. Defina S. S. el dogma de la Inmaculada Concepción».

Mas para dar este paso, el Pontífice quería conocer la opinión y parecer de todos los Obispos, pero al mismo tiempo le parecía imposible reunir un Concilio para la consulta. La Providencia le salió al paso con la solución. Una solución sencilla, pero eficaz y definitiva. San Leonardo de Porto Maurizio había escrito una carta al Papa Benedicto XIV, insinuándole que podía conocerse la opinión del episcopado consultándolo por correspondencia epistolar... La carta de San Leonardo fue descubierta en las circunstancias en que Pío IX trataba de solucionar el problema, y fue, como el huevo de Colón, perdónese la frase, que hizo exclamar al Papa: «Solucionado». Al poco tiempo conoció el parecer de toda la jerarquía. Por cierto que un obispo de Hispanoamérica pudo responderle: «Los americanos, con la fe católica, hemos recibido la creencia en la preservación de María». Hermosa alabanza a la acción y celo de nuestra Patria.

2.- Y el día 8 de diciembre de 1854, rodeado de la solemne corona de 92 Obispos, 54 Arzobispos, 43 Cardenales y de una multitud ingentísima de pueblo, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen: «La doctrina que enseña que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente por todos los fieles».

Estas palabras, al parecer tan sencillas y simples, están seleccionadas una por una y tienen resonancia de siglos. Son eco, autorizado y definitivo, de la voz solista que cantaba el común sentir de la Iglesia entre el fragor de las disputas de los teólogos de la Edad Media.

Pascual Rambla, O.F.M.,

Tratado popular sobre la Santísima Virgen; Parte III, Cap. V: Historia del dogma de la Inmaculada Concepción. Barcelona, Ed. Vilamala, 1954, pp. 192-210.

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