sábado, 19 de mayo de 2018

LA ESTRATEGIA DEL SILENCIO CONDUCE A LA DERROTA



Los católicos, desde los pastores hasta el último de los fieles, tienen el deber de dar testimonio de su fe de palabra y con el ejemplo. El catacumbismo no es otra cosa que el rechazo del concepto combativo del cristianismo. Pero hoy es más necesario que nunca recuperar ese concepto, teniendo siempre como modelo a la Santísima Virgen María.
Ante una crisis de la Iglesia, crisis que cada vez se agrava y profundiza más, encontramos a veces que alguien exhorta al silencio, garantizándonos que no se puede decir ni hacer otra cosa que no sea rezar. Son los catacumbistas, los que se retiran del campo de batalla y se esconden, creyendo ilusamente que podrán sobrevivir sin combatir. Los catacumbistas se pueden calificar de tales en alusión a la Iglesia minoritaria y perseguida de los tres primeros siglos, precisamente la de las catacumbas. Pero Pío XII, en su discurso a los miembros de Acción Católica del 8 de diciembre de 1947, refuta esa tesis, y explica que los cristianos de los tres primeros siglos no se refugiaron en las catacumbas, sino que fueron vencedores.
«Con frecuencia, la Iglesia de los primeros siglos ha sido presentada como la Iglesia de las catacumbas, como si los cristianos de entonces acostumbraran vivir escondidos en ellas. Nada más inexacto: aquellas necrópolis subterráneas, destinada principalmente a la sepultura de los fieles difuntos, no servían de refugio, salvo quizás en momentos de violenta persecución. La vida de los cristianos en aquellos siglos marcados por el derramamiento de sangre, se desenvolvía en las calles y las casas, abiertamente. No vivían apartados del mundo; frecuentaban, como los demás, los baños, los talleres, las tiendas, mercados y plazas públicas; ejercían profesiones como marineros, soldados, agricultores y comerciantes” (Tertuliano, Apologeticum, c. 42).
»Querer convertir a aquella Iglesia valerosa, dispuesta siempre a vivir al pie del cañón, en una sociedad de cobardes que viven escondidos por vergüenza o por pusilanimidad, sería un ultraje a su virtud. Eran plenamente conscientes de su deber de conquistar el mundo para Cristo, de transformar según la doctrina y la ley del Divino Salvador la vida privada y la pública, donde debía nacer una nueva civilización, surgir otra Roma sobre los sepulcros de los dos Príncipes de los Apóstoles. Y lograron su objetivo. Roma y el Imperio Romano se hicieron cristianos.»
Hay vocaciones al silencio, como las de tantos religiosos contemplativos; pero los católicos, desde los pastores al último de los fieles, tienen el deber de dar testimonio de su fe con la palabra y con el ejemplo. Por medio de la Palabra los apóstoles conquistaron el mundo y se difundió el Evangelio de un extremo a otro de la Tierra.
Hoy en día sería un error hacer del silencio una regla de comportamiento, porque el Día del Juicio no sólo daremos cuenta de las palabras ociosas, sino también de los silencios culpables. El catacumbismo no es otra cosa que el rechazo del concepto combativo del cristianismo. El catacumbista no quiere combatir porque está convencido de que ya ha perdido la batalla. Acepta como un hecho la situación de inferioridad de los católicos sin remontarse a las causas que la han determinado. Pero si los católicos son minoritarios hoy en día es porque han perdido una serie de batallas. Han perdido esta batalla porque no la han combatido. Y no la han combatido porque han perdido la idea misma de que hay enemigos. Han vuelto la espalda al concepto agustiniano de las dos ciudades que luchan en la Historia, único que puede brindar la explicación de todo lo que ha sucedido. Rechazar esa mentalidad combativa es aceptar como principio la irreversibilidad del proceso histórico y del catacumbismo se pasa inevitablemente al progresismo y el modernismo.
Hace poco, el catacumbismo fue denunciado por el cardenal Raymond Leo Burke, que afirmó en una entrevista concedida a La nuova bussola quotidiana: «La situación se ha visto agravada por el silencio de tantos obispos y cardenales que comparten con el Sumo Pontífice el deber de velar por la Iglesia universal. Algunos se han limitado a permanecer en silencio. Otros fingen que no reviste la menor gravedad. Y otros propagan fantasías sobre una nueva Iglesia, una Iglesia que emprende un rumbo totalmente novedoso, soñando, por ejemplo, con un nuevo paradigma para la Iglesia o una conversión radical de la praxis pastoral de la misma, haciéndola de nueva planta. También hay promotores entusiastas de la supuesta revolución en la Iglesia Católica.
»Los fieles que perciben la gravedad de la situación reaccionan con perplejidad ante la falta de dirección doctrinal y disciplinar por parte de sus pastores. Y para los que no entienden la gravedad de la situación, esa falta los deja confundidos y vulnerables a errores peligrosos para su alma. Muchos que han entrado en plena comunión con la Iglesia Católica tras haberse bautizado en una comunión eclesial protestante porque dichas comunidades abandonaron la fe apostólica sufren intensamente con esta situación: se dan cuenta de que la Iglesia Católica está siguiendo el mismo camino de abandono de la fe.»
»Esta situación me lleva a reflexionar cada vez más sobre el mensaje de la Virgen de Fátima, que nos advierte del mal –peor aún que los gravísimos males originados por difusión del comunismo ateo– que supone la apostasía de la fe en el seno de la Iglesia. El número 675 del Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes”, y que “La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el misterio de iniquidad bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad.”»
Debemos tener gratitud para con los pastores que rompen el silencio para denunciar la situación de apostasía en que nos encontramos. Antes se decía que el sacramento de la Confirmación nos hace soldados de Cristo, y Pío XII, dirigiéndose a los obispos de los Estados Unidos, les dijo: «El cristiano digno de tal nombre siempre es apóstol; es indecoroso para el soldado de Cristo alejarse de la batalla, porque sólo la muerte pone fin a su milicia». Es preciso recuperar esta percepción militar de la vida cristiana, teniendo siempre como modelo a la Santísima Virgen María, que mantuvo sola la fe el sábado previo a la Resurrección, y que después de la Ascensión de Jesús al Cielo no calló, sino que sostuvo a la Iglesia naciente con la firmeza y claridad de su palabra. Su corazón fue, y sigue siendo, el cofre del tesoro del que podemos sacar fuerzas para la batalla.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)

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